Todo el mundo quiere votar y, además, muchas veces. Se quiere votar la República, la secesión de Cataluña, las prospecciones petrolíferas en Canarias, la privatización de la gestión del agua en ciertos municipios, … Suma y sigue. Todo el mundo quiere votar. Y luego, hay elecciones, como las pasadas al Parlamento europeo, y participa menos de la mitad del censo electoral.
En España sufrimos la obnubilación de las palabras. El síndrome Aristotélico de la pureza de las palabras y de la esencia de las instituciones que encarnan. La democracia es una de ellas. El pasado sábado, cuando íbamos a recoger a unos colegas norteamericanos a su hotel, nos topamos con la manifestación a favor de la república. Entre las pancartas, la que exigía “democracia real”. Es la coincidencia con los secesionistas catalanes que también la reclaman para poder votar frente al Estado español “fascista” que les impide su reivindicación. La democracia es la de ellos, no la de los demás; la “real” es la que convoca referéndums para ratificar su deseo. En cambio, no lo es el oponerse.
Si, me opongo. Y soy tan demócrata como el que más. Abraham Lincoln decía que la democracia es el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Sin embargo, ¿se planteó o propuso celebrar un referéndum para que los Estados del Sur se pudiesen independizar de los Estados Unidos? ¿reconoció legitimidad a la decisión de los Estados secesionistas de separarse? No. ¿Este rechazo es antidemocrático? No. La democracia no existe al margen de las normas. No se puede contraponer Estado democrático y Estado de Derecho. En nuestra Constitución, el Estado constitucionalizado es el Estado democrático de Derecho. Un Estado constituido por obra de la voluntad de la nación, de los españoles. El artículo 1 de la Constitución dispone que “España se constituye en Estado social y democrático de Derecho”. España, la nación de los ciudadanos libres, llamados españoles, decidió, por obra de la Constitución, constituir un Estado que responde a unas reglas.
Entre esas reglas está la forma monárquica del Estado. La monarquía en España es fruto de esa decisión democrática del pueblo convertido en soberano. Y ha sido una sabia decisión. Se puede creer en la monarquía por razones ideológicas, políticas, culturales, históricas, … o por razones prácticas. En España ha funcionado y lo ha hecho razonablemente bien. Los hechos son incuestionables. Tan incuestionables que sólo el sectarismo de los de la “democracia real” les impide reconocerlo. Si España se mira al espejo y recuerda cómo éramos hace más de treinta años, entre tanta arruga, seguro que vería a una España más rica, más próspera, más tolerante y más plural. Una de las cosas que más sorprendieron a los colegas norteamericanos fue el carácter festivo de la manifestación, y el clima de relax. Pasamos al lado de la policía y no mostraban ningún signo de alarma frente a lo que estaba sucediendo a escasos metros. Ninguno. Era una fiesta de la democracia real-real; no la especulativa, sino la aprehensible por nuestros sentidos. España es lo que es fruto de mucho consenso, de mucho acuerdo, de mucho respeto al discrepante, al disidente, … España es hoy una realidad plural, fruto de tanto años de guerra civil y de tanta intransigencia. Algo debemos reconocerle a la monarquía. Algo. Es la obra de los españoles, pero también es fruto de la aportación de estabilidad y de continuidad de una institución que debe su existencia a la máxima expresión de la democracia: la decisión del pueblo, convertido en soberano constituyente del nuevo Estado democrático y de Derecho. El Estado constituido por la Constitución de 1978. Y así será hasta que otra decisión del soberano cambie de opinión, conforme a las reglas. Mientras tanto, la democracia real-real es la que nos permite disfrutar de las instituciones surgidas de aquella sabia decisión del soberano constituyente.
(Expansión, 11/06/2014)
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