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Uber, Uber über Staat


“Uber” es una palabra inglesa que tiene su origen en otra alemana de la misma grafía, pero con diéresis en la “ü”. En la letra de la canción de Alemania de 1841 se incluía, en su primera estrofa, un estribillo muy conocido: "Deutschland, Deutschland über alles" (literalmente, "Alemania, Alemania por encima de todo"). Aunque en la versión actual del himno nacional sólo se utiliza la tercera estrofa, la cual no incluye la famosa frase, ha quedado como el eslogan representativo del nacionalismo. La palabra “über” se trasladó al inglés como preposición a principios del siglo XX. Y se popularizó en Estados Unidos, significativamente, con la traslación del "Übermensch" o Superhombre de Nietzsche, quien inspiraría al “Supermán” de los cómics, el superhéroe (1933). Uber, sin diéresis, pasó a significar súper, aquél o aquello que es superior. También entre nosotros, “súper” es un adjetivo o un adverbio usado, usualmente, como exclamación.

La empresa Uber fue fundada como UberCab (2009), pero la protesta de los taxistas de San Francisco redujo su nombre al actual. Desde sus orígenes, los taxistas son, con sus críticas, su principal canal publicitario y, además, gratuito. Así ha sucedido en todos los lugares a los que llega. En España quedó acreditado la pasada semana. También la reacción de las Administraciones contribuye al éxito. Hace saltar las alarmas. Es la alegoría del momento presente. La impotencia del Estado y de su regulación frente a fenómenos que tienen dos señas básicas: la globalización y la interconexión de millones de usuarios utilizando las redes móviles. “Uber über Staat”. Una vez más, el mercado y sus libertades hacen de la destrucción creativa el caldo de cultivo de un cambio que, incluso, puede afectar al Estado y a su manera de afrontar la ordenación de las actividades económicas.

En España, la regulación es clara. La Ley 16/1987, de Ordenación de los Transportes Terrestres, exige que “la realización de transporte público de viajeros y mercancías estará supeditada a la posesión de una autorización que habilite para ello” (art. 42). La obtención de la autorización está sometida a unos requisitos que enumera la misma Ley. Uber no tiene autorización; dice no necesitarla puesto que no transporta, sólo intermedia entre conductor y pasajero. No es propietaria de los vehículos, ni los conductores son sus trabajadores. Es una empresa virtual que escapa, como el agua, de la regulación. Y no sólo en España, sino en todos los países en los que está presente. Su éxito es espectacular. En tres años, ha alcanzado un valor de más de 18.000 millones de dólares, según la última ronda de financiación. Y sigue, y sigue. Es imparable. Es el fruto de la generalización de los teléfono móviles, los que nos conectan en una red mundial de personas. Hay más de 7.000 millones de usuarios de móviles en el mundo, de los que más de 2.000 millones acceden a Internet a través del móvil. Más y más conexiones se podrán establecer y más posibilidades para explotarlas con fines mercantiles.

El Estado no tiene capacidad para ordenar este fenómeno. Ha acudido a la amenaza de la imposición de sanciones a la empresa e, incluso, a los clientes. Podrá obstaculizarlo pero, como sucedió con los luditas, acabará imponiéndose. ¿Acaso la destrucción de los telares consiguió evitar la revolución industrial? También ha solicitado a la Comisión de la Unión que lo regule. Y ésta ha reafirmado que no se puede prohibir. Uber es el ariete que utiliza para debilitar la ordenación nacional e impulsar la liberalización y la construcción de un verdadero mercado interior de servicios.

Ahora bien, una cosa es que no se pueda prohibir y otra negar que es imprescindible garantizar en la actividad que desarrolla Uber los derechos de todas las partes (clientes, conductores y terceros), y preservar otros intereses públicos como la seguridad y la protección ambiental. También hay que proteger la igualdad entre todos los competidores. No parece razonable que convivan un mercado fuertemente regulado y otro absolutamente liberalizado. El Estado tiene que definir sus nuevos roles en el contexto de mercados liberalizados y globalizados que tienen como eje vertebrador a la red de personas intermediadas por un dispositivo móvil. O se une a los ludistas, y sabemos qué es lo que sucederá, o reflexiona sobre cómo proteger los derechos y los intereses públicos, pero sin recortar desproporcionada y arbitrariamente las libertades mediante la “smart regulation”, la mínima regulación necesaria. El Estado debe contribuir a la destrucción creativa que ha impulsado el progreso. Convertir el Estado en ludita no sólo es ridículo, sino ineficaz. No se pudo impedir la revolución industrial, aún menos la de los dispositivos móviles.

(Expansión, 17/06/2014)

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