La polémica se ha vuelto a desatar con la reciente Sentencia de la Audiencia Nacional de 28 de diciembre que anula las sanciones impuestas por la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) a empresas papeleras por concertación de precios (cartel). El motivo de la anulación ha dado alas a la crítica: la CNMC notificó la resolución fuera del plazo de los 18 meses establecidos en la Ley. El procedimiento había caducado cuando aquella fue notificada cinco días después.
A lo largo de la tramitación del procedimiento se produjeron hasta tres suspensiones que añadieron 220 días. Se puede entender el error, aunque, dada la relevancia de la función, es inadmisible. Es entendible, pero es injustificable.
Se transmite una imagen del regulador que alienta el cuestionamiento de su cualificación, su competencia, su diligencia e, incluso, su independencia. El contexto político anima; es el del furor democrático-asambleario, camino elegido por algunos para socavar, precisamente, a la democracia. No se admite que el poder de los representantes del pueblo encuentre restricción alguna (caso del Senado en relación con la regulación de la estabilidad presupuestaria, o la elección de los miembros del CGPJ).
Hay una deficiente comprensión de qué significa e implica el Estado democrático de Derecho. Incluso, en una monarquía parlamentaria como la nuestra (art. 1.3 Constitución), el Parlamento no es un poder absoluto. Encuentra límites establecidos en la misma Constitución.
Un Estado que propugna (defiende) los valores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1.1 Constitución) y se fundamenta en la dignidad y los derechos de las personas, así como en el respeto a la Ley (art. 10 CE), no puede admitir ningún poder despótico, ni aquél que surge del pueblo mismo. Ese poder tendería, como todo poder absoluto, a la arbitrariedad y al atropello de la libertad.
La división de poderes fue una ingeniosa solución técnica para evitar, también, la tiranía de la mayoría.
En Estados Unidos se ha llegado a plantear que las agencias independientes constituyen un cuarto poder (Peter Strauss). Se sumaría a los tres poderes clásicos. Entre nosotros no se ha llegado tan lejos. El que la Constitución disponga que el Gobierno dirige la Administración (art. 97 CE) se eleva como un obstáculo. Si los reguladores son Administración, la dirección del Gobierno se presenta como inevitable.
Se impone una aproximación funcionalista, sin dogmatismo, de la división de poderes, que es esencialmente pragmática. Las agencias o autoridades administrativas independientes vendrían a justificarse en su eficacia para alcanzar ciertos objetivos de interés general (como es el de la preservación de una competencia efectiva entre empresas), cuando la “contaminación” política, derivada de la subordinación, lo impediría.
Es una ingenuidad pensar que la independencia es suficiente para asegurar que las funciones encomendadas a los reguladores quedan en manos de unos profesionales honrados y cualificados. A veces, los políticos y también los economistas tienen una fe en el Derecho que supera, ampliamente, la de aquellos que nos dedicamos profesionalmente a su estudio.
El artículo 6 de la Constitución de Cádiz de 1812 proclamaba que una de las “principales obligaciones” de todos los españoles es la de “ser justos y benéficos". Es la mejor representación de la esperanza que algunos depositan en el Derecho como instrumento de transformación social. La realidad nada cambió, a pesar de tan enfática expresión. Como tampoco nada cambia el que una Ley reconozca la independencia del regulador. Las garantías de inamovilidad que establecen lo son para proteger a los que ya son independientes, no para convertirlos en independientes cuando ya tienen comprometido su juicio por razones políticas/partidistas o empresariales.
Es paradójico que en Estados Unidos y en España se suele medir la independencia respecto del poder político, pero se coloca en un segundo lugar la que constituye la amenaza cada vez más creciente: la de los poderes económicos, las empresas, en particular, las reguladas cuya cuenta de resultados dependen de la regulación.
En Estados Unidos se denuncia, cada vez más, la influencia de las empresas, a través de algún senador, particularmente conectado, o del propio presidente, en la designación de los reguladores. Probablemente, entre nosotros, sería tan escandalosa como delictiva.
La asignatura pendiente de la independencia es la de establecer procedimientos que introduzcan transparencia en la designación de los reguladores. Se trataría de contribuir a la mejor elección; a que los nombrados sean realmente independientes por lo que se podrían beneficiar, para su garantía, de los mecanismos legales. En definitiva, la independencia de los reguladores será siempre polémica; es inevitable por su naturaleza estructural y funcional. Ahora bien, la crítica está aflorando algo que es más preocupante: la independencia (legal) no está al servicio de los independientes (reales); podría servir para proteger al que no lo es. Es el reto de la reforma de los reguladores, la de los procedimientos de nombramiento.
A lo largo de la tramitación del procedimiento se produjeron hasta tres suspensiones que añadieron 220 días. Se puede entender el error, aunque, dada la relevancia de la función, es inadmisible. Es entendible, pero es injustificable.
Se transmite una imagen del regulador que alienta el cuestionamiento de su cualificación, su competencia, su diligencia e, incluso, su independencia. El contexto político anima; es el del furor democrático-asambleario, camino elegido por algunos para socavar, precisamente, a la democracia. No se admite que el poder de los representantes del pueblo encuentre restricción alguna (caso del Senado en relación con la regulación de la estabilidad presupuestaria, o la elección de los miembros del CGPJ).
Hay una deficiente comprensión de qué significa e implica el Estado democrático de Derecho. Incluso, en una monarquía parlamentaria como la nuestra (art. 1.3 Constitución), el Parlamento no es un poder absoluto. Encuentra límites establecidos en la misma Constitución.
Un Estado que propugna (defiende) los valores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1.1 Constitución) y se fundamenta en la dignidad y los derechos de las personas, así como en el respeto a la Ley (art. 10 CE), no puede admitir ningún poder despótico, ni aquél que surge del pueblo mismo. Ese poder tendería, como todo poder absoluto, a la arbitrariedad y al atropello de la libertad.
La división de poderes fue una ingeniosa solución técnica para evitar, también, la tiranía de la mayoría.
En Estados Unidos se ha llegado a plantear que las agencias independientes constituyen un cuarto poder (Peter Strauss). Se sumaría a los tres poderes clásicos. Entre nosotros no se ha llegado tan lejos. El que la Constitución disponga que el Gobierno dirige la Administración (art. 97 CE) se eleva como un obstáculo. Si los reguladores son Administración, la dirección del Gobierno se presenta como inevitable.
Se impone una aproximación funcionalista, sin dogmatismo, de la división de poderes, que es esencialmente pragmática. Las agencias o autoridades administrativas independientes vendrían a justificarse en su eficacia para alcanzar ciertos objetivos de interés general (como es el de la preservación de una competencia efectiva entre empresas), cuando la “contaminación” política, derivada de la subordinación, lo impediría.
Es una ingenuidad pensar que la independencia es suficiente para asegurar que las funciones encomendadas a los reguladores quedan en manos de unos profesionales honrados y cualificados. A veces, los políticos y también los economistas tienen una fe en el Derecho que supera, ampliamente, la de aquellos que nos dedicamos profesionalmente a su estudio.
El artículo 6 de la Constitución de Cádiz de 1812 proclamaba que una de las “principales obligaciones” de todos los españoles es la de “ser justos y benéficos". Es la mejor representación de la esperanza que algunos depositan en el Derecho como instrumento de transformación social. La realidad nada cambió, a pesar de tan enfática expresión. Como tampoco nada cambia el que una Ley reconozca la independencia del regulador. Las garantías de inamovilidad que establecen lo son para proteger a los que ya son independientes, no para convertirlos en independientes cuando ya tienen comprometido su juicio por razones políticas/partidistas o empresariales.
Es paradójico que en Estados Unidos y en España se suele medir la independencia respecto del poder político, pero se coloca en un segundo lugar la que constituye la amenaza cada vez más creciente: la de los poderes económicos, las empresas, en particular, las reguladas cuya cuenta de resultados dependen de la regulación.
En Estados Unidos se denuncia, cada vez más, la influencia de las empresas, a través de algún senador, particularmente conectado, o del propio presidente, en la designación de los reguladores. Probablemente, entre nosotros, sería tan escandalosa como delictiva.
La asignatura pendiente de la independencia es la de establecer procedimientos que introduzcan transparencia en la designación de los reguladores. Se trataría de contribuir a la mejor elección; a que los nombrados sean realmente independientes por lo que se podrían beneficiar, para su garantía, de los mecanismos legales. En definitiva, la independencia de los reguladores será siempre polémica; es inevitable por su naturaleza estructural y funcional. Ahora bien, la crítica está aflorando algo que es más preocupante: la independencia (legal) no está al servicio de los independientes (reales); podría servir para proteger al que no lo es. Es el reto de la reforma de los reguladores, la de los procedimientos de nombramiento.
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