Si se busca “idiota” en Google, la primera imagen que aparece es la de Donald Trump. Sundar Pichai, el máximo responsable de Google, lo explicó, a preguntas de la congresista demócrata Zoe Lofgren, durante su comparecencia en el Comité Judicial de la Cámara de Representantes de EE.UU., el pasado diciembre. Dijo que es obra de un algoritmo; no hay intervención humana. Es el algoritmo el que califica a Trump de idiota. No hay maldad y, aún menos, es un insulto. No se ha destacado la importancia que tiene ese adjetivo para la democracia.
El origen etimológico de “idiota” se encuentra en la palabra griega ἰδιώτης. Su raíz ἴδιος (idios) significaba lo privado, lo particular, lo personal. El idiota era aquel que se preocupaba sólo de sí mismo, de sus intereses, de sus asuntos, sin prestar atención a los públicos o políticos.
El idiota está tan ensimismado en sus asuntos que cae en falacias sorprendentes. Porque sólo el idiota puede desconocer lo obvio, lo evidente. Sus reacciones, incluso, llenas de ingenuidad, fruto de la ignorancia de lo más básico, suscita ternura en el observador, tanto que algunos ponen en duda su inteligencia. No estoy de acuerdo.
El idiota es un egoísta del conocimiento. Repudia aquello que no le interesa. Su tragedia es la incomprensión. No es entendido por los demás, quienes, encima, le regalan una sonrisa. El idiota desconoce la verdad, salvo que encaje en el mundo de sus intereses. Aún más, en caso contrario, la denigrará. La verdad para el idiota está subyugada por el interés propio. Es “idiosverdad”, como idiosincrasia o idioma.
Este año se cumplirán los 150 años de la publicación de El idiota de Dostoievski. El personaje principal, el príncipe Myshkin es tachado de idiota por su ingenuidad de considerar que todo el mundo es bueno. Es la opinión de los que no conocen a Myshkin. La ignorancia es la que confunde bondad, compasión e ingenuidad con idiocia. El insulto oculta la verdad. Es el cándido; el que se “cree” su verdad y la expone sin restricción porque no sufre prevención alguna ante la maldad, la del oyente, que no admite.
El idiota es el que hace posible que, con sus comentarios de su “verdad”, aflore lo evidente. Con su ingenuidad la verdad-verdad cobra una fuerza extraordinaria. Decir que la Tierra no es redonda no tiene la misma intensidad dicho por cualquiera que por un idiota. Este le incorpora una fuerza especial, desprendida de cualquier mala fe. La estulticia deja de serlo por la firmeza de la creencia. Él se lo cree. Caemos rendidos ante su fe. Nos ofrece el espejo de la obviedad de la verdad. Ésa es la primordial función que despliega en la democracia. Los ciudadanos necesitamos recordar lo obvio, olvidado entre tanto mensaje, información y mentira. Porque el idiota brinda el espejo en el que se refleja lo importante. La democracia existe gracias él; lo necesita. Permite volver la mirada a lo substancial. Nos olvidamos de la ley de la gravedad hasta justo después de la caída. El idiota nos salva del golpe; es el espejo en el que se mira nuestra realidad institucional.
La “república no existe, idiota”, le gritó un Mosso al guarda forestal que le reclamaba que defendiese la república y no a “esos” del Gobierno de la Nación reunidos en La Llotja. La candidez del idiota hizo posible que pudiera resonar, de nuevo, lo evidente. En otro contexto, no habría tenido, ni sentido ni fuerza. Si Sánchez u otro proclamase “la república no existe”, suscitaría el hazmerreir. Se necesita a un idiota; se necesita al cándido de Dostoievski. Y de repente, se hace la luz. Todo el mundo recupera la cordura. Los ojos y la palabra de la inocencia del ingenuo forestal permiten que aflore la verdad sin contaminación o sesgo alguno. Cae sobre nuestras cabezas como la manzana de Newton. Y un rayo de luz nos ciega: el de la verdad.
La pasada semana, el Presidente Torra, en una intervención en el Parlament, afirmaba ufano que Puigdemont había sido juzgado en Alemania y había sido declarado inocente de los delitos de rebelión, sedición y otros.
Inés Arrimadas, en una más de sus excelentes intervenciones, llenas de brillantez y valentía, ante los ojos atribulados de la mayoría, tuvo que recordarle, al licenciado en Derecho Torra, que el Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein, al examinar la petición de extradición del Estado español, en un escandaloso incumplimiento del Derecho de la Unión, entendió que no podía producirse por los delitos de rebelión ni sedición. No se había juzgado a Puigdemont, sólo a la orden de extradición y los motivos por los que se cursaba que, conforme al Derecho alemán, según la discutible interpretación del Tribunal, no podían ser aquellos por los que el juez español la había dictado.
El pasado viernes, continuando con su atrevimiento, Torra aseveraba que en el Tribunal Supremo “nos juzgan a todos, se juzga a todo un pueblo y su derecho a la autodeterminación”; exigió "valentía y coraje" al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para "emprender los cambios democráticos que necesita España"; es " un juicio contra la democracia y contra el derecho a la autodeterminación". Y concluyó, acusando al Estado de "violar los derechos civiles y políticos de ciudadanos europeos que merecen ser protegidos por las instituciones comunitarias".
Arrimadas, en su pasada intervención, no podía evitar la sorpresa que le suscitaban las palabras de Torra. Y, entre sonrisas, le recordaba lo evidente: “Sr. Torra, que la república no existe y que Puigdemont no ha sido juzgado en Alemania, que no”. La democracia necesita tener presente lo evidente que es, precisamente, aquello de lo que primero se olvida. Necesitamos recordar, hasta la saciedad, que lo somos, y de las más avanzadas. La colaboración del que practica la idiosverdad es imprescindible. Con su intervención, el olvido es imposible. Encerrado en sus asuntos, es capaz de desconocer, incluso, la verdad. Es el fruto quintaesencial del mundo-burbuja en el que vive. ¿Cómo se puede afirmar que la democracia española es de baja calidad, que los Tribunales españoles no son independientes, que la autodeterminación es un derecho, que se juzga a todo un pueblo, o a la democracia?, … Es como afirmar que Puigdemont fue juzgado en Alemania o que la república existe. Ante ese espejo, podemos y debemos recordar lo obvio: España es uno de los Estados democráticos de Derecho más avanzados del mundo. España es una democracia, idiota.
(Expansión, 05/02/2019)
El origen etimológico de “idiota” se encuentra en la palabra griega ἰδιώτης. Su raíz ἴδιος (idios) significaba lo privado, lo particular, lo personal. El idiota era aquel que se preocupaba sólo de sí mismo, de sus intereses, de sus asuntos, sin prestar atención a los públicos o políticos.
El idiota está tan ensimismado en sus asuntos que cae en falacias sorprendentes. Porque sólo el idiota puede desconocer lo obvio, lo evidente. Sus reacciones, incluso, llenas de ingenuidad, fruto de la ignorancia de lo más básico, suscita ternura en el observador, tanto que algunos ponen en duda su inteligencia. No estoy de acuerdo.
El idiota es un egoísta del conocimiento. Repudia aquello que no le interesa. Su tragedia es la incomprensión. No es entendido por los demás, quienes, encima, le regalan una sonrisa. El idiota desconoce la verdad, salvo que encaje en el mundo de sus intereses. Aún más, en caso contrario, la denigrará. La verdad para el idiota está subyugada por el interés propio. Es “idiosverdad”, como idiosincrasia o idioma.
Fiodor Dostoievski |
Este año se cumplirán los 150 años de la publicación de El idiota de Dostoievski. El personaje principal, el príncipe Myshkin es tachado de idiota por su ingenuidad de considerar que todo el mundo es bueno. Es la opinión de los que no conocen a Myshkin. La ignorancia es la que confunde bondad, compasión e ingenuidad con idiocia. El insulto oculta la verdad. Es el cándido; el que se “cree” su verdad y la expone sin restricción porque no sufre prevención alguna ante la maldad, la del oyente, que no admite.
El idiota es el que hace posible que, con sus comentarios de su “verdad”, aflore lo evidente. Con su ingenuidad la verdad-verdad cobra una fuerza extraordinaria. Decir que la Tierra no es redonda no tiene la misma intensidad dicho por cualquiera que por un idiota. Este le incorpora una fuerza especial, desprendida de cualquier mala fe. La estulticia deja de serlo por la firmeza de la creencia. Él se lo cree. Caemos rendidos ante su fe. Nos ofrece el espejo de la obviedad de la verdad. Ésa es la primordial función que despliega en la democracia. Los ciudadanos necesitamos recordar lo obvio, olvidado entre tanto mensaje, información y mentira. Porque el idiota brinda el espejo en el que se refleja lo importante. La democracia existe gracias él; lo necesita. Permite volver la mirada a lo substancial. Nos olvidamos de la ley de la gravedad hasta justo después de la caída. El idiota nos salva del golpe; es el espejo en el que se mira nuestra realidad institucional.
La “república no existe, idiota”, le gritó un Mosso al guarda forestal que le reclamaba que defendiese la república y no a “esos” del Gobierno de la Nación reunidos en La Llotja. La candidez del idiota hizo posible que pudiera resonar, de nuevo, lo evidente. En otro contexto, no habría tenido, ni sentido ni fuerza. Si Sánchez u otro proclamase “la república no existe”, suscitaría el hazmerreir. Se necesita a un idiota; se necesita al cándido de Dostoievski. Y de repente, se hace la luz. Todo el mundo recupera la cordura. Los ojos y la palabra de la inocencia del ingenuo forestal permiten que aflore la verdad sin contaminación o sesgo alguno. Cae sobre nuestras cabezas como la manzana de Newton. Y un rayo de luz nos ciega: el de la verdad.
La pasada semana, el Presidente Torra, en una intervención en el Parlament, afirmaba ufano que Puigdemont había sido juzgado en Alemania y había sido declarado inocente de los delitos de rebelión, sedición y otros.
Inés Arrimadas, en una más de sus excelentes intervenciones, llenas de brillantez y valentía, ante los ojos atribulados de la mayoría, tuvo que recordarle, al licenciado en Derecho Torra, que el Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein, al examinar la petición de extradición del Estado español, en un escandaloso incumplimiento del Derecho de la Unión, entendió que no podía producirse por los delitos de rebelión ni sedición. No se había juzgado a Puigdemont, sólo a la orden de extradición y los motivos por los que se cursaba que, conforme al Derecho alemán, según la discutible interpretación del Tribunal, no podían ser aquellos por los que el juez español la había dictado.
El pasado viernes, continuando con su atrevimiento, Torra aseveraba que en el Tribunal Supremo “nos juzgan a todos, se juzga a todo un pueblo y su derecho a la autodeterminación”; exigió "valentía y coraje" al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para "emprender los cambios democráticos que necesita España"; es " un juicio contra la democracia y contra el derecho a la autodeterminación". Y concluyó, acusando al Estado de "violar los derechos civiles y políticos de ciudadanos europeos que merecen ser protegidos por las instituciones comunitarias".
Arrimadas, en su pasada intervención, no podía evitar la sorpresa que le suscitaban las palabras de Torra. Y, entre sonrisas, le recordaba lo evidente: “Sr. Torra, que la república no existe y que Puigdemont no ha sido juzgado en Alemania, que no”. La democracia necesita tener presente lo evidente que es, precisamente, aquello de lo que primero se olvida. Necesitamos recordar, hasta la saciedad, que lo somos, y de las más avanzadas. La colaboración del que practica la idiosverdad es imprescindible. Con su intervención, el olvido es imposible. Encerrado en sus asuntos, es capaz de desconocer, incluso, la verdad. Es el fruto quintaesencial del mundo-burbuja en el que vive. ¿Cómo se puede afirmar que la democracia española es de baja calidad, que los Tribunales españoles no son independientes, que la autodeterminación es un derecho, que se juzga a todo un pueblo, o a la democracia?, … Es como afirmar que Puigdemont fue juzgado en Alemania o que la república existe. Ante ese espejo, podemos y debemos recordar lo obvio: España es uno de los Estados democráticos de Derecho más avanzados del mundo. España es una democracia, idiota.
(Expansión, 05/02/2019)
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