Cuando a mediados del siglo XVII, los liberales se enfrentaron a la tarea de argumentar el por qué y el cómo había de limitarse los poderes del Rey para garantizar la libertad, acudieron a la descripción idealizada del pasado. Elaboraron un relato según el cual los hombres, antes de entrar en sociedad, vivían libres, en un mundo perfecto, el natural o de la naturaleza, en el que podían disfrutar de sus derechos sin restricción alguna.
Esa libertad era, sin embargo, continúa el relato, fuente de desórdenes. La libertad hizo caer a los hombres en el desvarío de perseguir sólo sus intereses, sin limitación. La libertad atropellaba a la libertad. Era necesario establecer restricciones, un orden precisamente para, paradójicamente, garantizar la libertad.
Los hombres renuncian a la libertad (del estado de la naturaleza) para garantizar la libertad (del estado civil). Este tránsito sólo podía ser fruto del consentimiento, del acuerdo, de la voluntad, del pacto.
El Estado sólo tiene sentido (justificación) si es garante de la libertad. Sólo así se explica que los hombres “renuncien” a la suya.
J. Locke participó, en el Segundo Tratado sobre el Gobierno civil (1690), de esta ficción: “si en el estado de naturaleza la libertad de un hombre es tan grande …; si él es señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones en igual medida que pueda serlo el más poderoso; y si no es súbdito de nadie, ¿por qué decide mermar su libertad? ¿Por qué renuncia a su imperio y se somete al dominio y control de otro poder? La respuesta a estas preguntas es obvia. … aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre todos esos derechos, está, sin embargo, expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser invadido por otros. … Por consiguiente, el grande y principal fin que lleva a los hombres a unirse en Estados y a ponerse bajo un gobierno es la preservación de su propiedad, cosa que no podían hacer en el Estado de naturaleza …”
Locke presenta como una descripción histórica lo que es una invención al servicio de unos objetivos políticos. Es indiferente. La historia de los seres humanos no se construye, sólo, sobre evidencias científicas.
La explicación surtió efecto. Se erigió en pieza central de la argumentación de la justificación para limitar el poder del monarca absoluto y garantizar la libertad.
Los seres humanos necesitamos “comprender” el porqué de lo que nos sucede y de lo que deberíamos hacer para mejorar nuestra situación. Necesitamos construir una suerte de esperanza racionalizada. El liberalismo ofreció el armazón intelectual de esa esperanza. El Estado de la sociedad civil sólo tiene sentido para garantizar la libertad.
Nuestra Constitución se inspira en este esquema ideológico. Cuando afirma que el Estado en que se constituye España tiene como valores que proteger la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo (art. 1) y continúa disponiendo que la dignidad, los derechos individuales y la ley son el fundamento del orden político y de la paz social (art. 10), está reconociendo que España ha constituido un Estado para proteger la libertad.
En Cataluña seguimos viendo episodios donde las libertades, incluso, las más básicas son reiteradamente atropellas sin que el Estado haga nada. El artículo 3 de la Constitución dispone que el castellano es la lengua española oficial, que “todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar”, por lo tanto, el sistema educativo debería hacer posible el cumplimiento del deber y el disfrute del derecho. En cambio, en la escuela catalana recibe el tratamiento propio de una lengua extranjera.
Ya desde el año 1990, como se consignó en el denominado Programa 2000, el partido gobernante en Cataluña, el de Puyol, consagraba que el objetivo, en relación con la enseñanza, era “impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes”. Se sentaron las bases de la escuela nacional que ha alumbrado los frutos políticos hoy conocidos.
El éxito de la escuela nacional ha sido posible por la acción decidida de los nacionalistas (de todos los partidos) y la inacción, igualmente, decidida, de los dos partidos de la alternancia, el PP y el PSOE. Al frente del Gobierno de la Nación, bajo la inspiración conveniente de la “conllevanza” orteguiana, han permitido que la escuela sirva a los objetivos políticos ya trazados en aquellas fechas.
El demoledor informe de la Asamblea por una Escuela Bilingüe de enero de 2019 demuestra, tras examinar 2.000 proyectos lingüísticos, que “el trato del castellano es discriminado en todos los centros públicos”: el catalán es la única lengua vehicular, la propia, la de prestigio y el número de horas en castellano es inferior a las de las lenguas extranjeras.
La pasada semana hemos conocido seis nuevos Autos del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que se suman a la veintena ya producidos con anterior y a las Sentencias del mismo Tribunal y del Tribunal Supremo que reconocen que los padres y alumnos tienen derecho, al menos, a que el 25 por 100 de la docencia se imparta en castellano como lengua vehicular. Un total de 6,25 horas a la semana para garantizar lo que la Constitución exige, o sea, que el castellano sea la lengua que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar.
A pesar de la reiteración de los pronunciamientos judiciales, los padres se ven abocados a seguir emprendiendo el camino judicial; a buscar el amparo de los Tribunales cuando es ineficaz (por la desobediencia reiterada de la Generalitat a ejecutar los fallos), y de su alcance limitado (sólo a los recurrentes). El bilingüismo debería estar garantizado por el Estado a través del Legislativo y del Ejecutivo. No se nos puede reiterar la gran mentira de que el Estado carece de competencias. Aunque se ha repetido durante 40 años para la comodidad del bipartidismo “conllevante”, el Estado dispone de la competencia de la Alta Inspección Educativa, cuyo alcance el Tribunal Constitucional ha perfilado en la reciente Sentencia 14/2018, de 20 de febrero. ¿Para qué sirve el Estado cuando no puede garantizar la libertad? Para nada. El problema de Cataluña no es el golpismo institucional, sino el abandono institucional. Este es el que ha dado alas a aquél. Comencemos por el principio. Que el Estado haga valer sus competencias.
(Expansión, 29/01/2019)
Esa libertad era, sin embargo, continúa el relato, fuente de desórdenes. La libertad hizo caer a los hombres en el desvarío de perseguir sólo sus intereses, sin limitación. La libertad atropellaba a la libertad. Era necesario establecer restricciones, un orden precisamente para, paradójicamente, garantizar la libertad.
Los hombres renuncian a la libertad (del estado de la naturaleza) para garantizar la libertad (del estado civil). Este tránsito sólo podía ser fruto del consentimiento, del acuerdo, de la voluntad, del pacto.
El Estado sólo tiene sentido (justificación) si es garante de la libertad. Sólo así se explica que los hombres “renuncien” a la suya.
John Locke |
Locke presenta como una descripción histórica lo que es una invención al servicio de unos objetivos políticos. Es indiferente. La historia de los seres humanos no se construye, sólo, sobre evidencias científicas.
La explicación surtió efecto. Se erigió en pieza central de la argumentación de la justificación para limitar el poder del monarca absoluto y garantizar la libertad.
Los seres humanos necesitamos “comprender” el porqué de lo que nos sucede y de lo que deberíamos hacer para mejorar nuestra situación. Necesitamos construir una suerte de esperanza racionalizada. El liberalismo ofreció el armazón intelectual de esa esperanza. El Estado de la sociedad civil sólo tiene sentido para garantizar la libertad.
Nuestra Constitución se inspira en este esquema ideológico. Cuando afirma que el Estado en que se constituye España tiene como valores que proteger la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo (art. 1) y continúa disponiendo que la dignidad, los derechos individuales y la ley son el fundamento del orden político y de la paz social (art. 10), está reconociendo que España ha constituido un Estado para proteger la libertad.
En Cataluña seguimos viendo episodios donde las libertades, incluso, las más básicas son reiteradamente atropellas sin que el Estado haga nada. El artículo 3 de la Constitución dispone que el castellano es la lengua española oficial, que “todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar”, por lo tanto, el sistema educativo debería hacer posible el cumplimiento del deber y el disfrute del derecho. En cambio, en la escuela catalana recibe el tratamiento propio de una lengua extranjera.
Ya desde el año 1990, como se consignó en el denominado Programa 2000, el partido gobernante en Cataluña, el de Puyol, consagraba que el objetivo, en relación con la enseñanza, era “impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes”. Se sentaron las bases de la escuela nacional que ha alumbrado los frutos políticos hoy conocidos.
El éxito de la escuela nacional ha sido posible por la acción decidida de los nacionalistas (de todos los partidos) y la inacción, igualmente, decidida, de los dos partidos de la alternancia, el PP y el PSOE. Al frente del Gobierno de la Nación, bajo la inspiración conveniente de la “conllevanza” orteguiana, han permitido que la escuela sirva a los objetivos políticos ya trazados en aquellas fechas.
El demoledor informe de la Asamblea por una Escuela Bilingüe de enero de 2019 demuestra, tras examinar 2.000 proyectos lingüísticos, que “el trato del castellano es discriminado en todos los centros públicos”: el catalán es la única lengua vehicular, la propia, la de prestigio y el número de horas en castellano es inferior a las de las lenguas extranjeras.
La pasada semana hemos conocido seis nuevos Autos del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que se suman a la veintena ya producidos con anterior y a las Sentencias del mismo Tribunal y del Tribunal Supremo que reconocen que los padres y alumnos tienen derecho, al menos, a que el 25 por 100 de la docencia se imparta en castellano como lengua vehicular. Un total de 6,25 horas a la semana para garantizar lo que la Constitución exige, o sea, que el castellano sea la lengua que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar.
A pesar de la reiteración de los pronunciamientos judiciales, los padres se ven abocados a seguir emprendiendo el camino judicial; a buscar el amparo de los Tribunales cuando es ineficaz (por la desobediencia reiterada de la Generalitat a ejecutar los fallos), y de su alcance limitado (sólo a los recurrentes). El bilingüismo debería estar garantizado por el Estado a través del Legislativo y del Ejecutivo. No se nos puede reiterar la gran mentira de que el Estado carece de competencias. Aunque se ha repetido durante 40 años para la comodidad del bipartidismo “conllevante”, el Estado dispone de la competencia de la Alta Inspección Educativa, cuyo alcance el Tribunal Constitucional ha perfilado en la reciente Sentencia 14/2018, de 20 de febrero. ¿Para qué sirve el Estado cuando no puede garantizar la libertad? Para nada. El problema de Cataluña no es el golpismo institucional, sino el abandono institucional. Este es el que ha dado alas a aquél. Comencemos por el principio. Que el Estado haga valer sus competencias.
(Expansión, 29/01/2019)
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