En la novela “Yo, el supremo”, A. Roa Bastos, atribuye al Supremo, al dictador paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia, presidente entre los años 1814 y 1840, y que se autodenominó a sí mismo como Supremo Dictador Perpetuo de la República de Paraguay, una reiterada querencia por la Ley. Era, para el tirano, un “símbolo”; el de su voluntad, nada más, cual Moisés. “Arreciando las distinciones y los limites también le diría que, frente a esos atilas montaraces, me yergo humilde y me siento modesto. Jefe patriarcado de este oasis de paz del Paraguay, no uso la violencia ni permito que la usen contra mí. Digamos, en fin, aunque sea mucho y sólo por figura y movimiento de la mente, sentirme aquí un recatado Abraham empuñando el cuchillo entre estos matorrales del tercer día de la Fundación. Solitario Moisés enarbolando las Tablas de mi propia Ley. Sin nubes de fuego alrededor de la testa. Sin becerros sacrificiales. Sin necesidad de recibir de Jehová las Verdades Rebeladas. Descubriendo por mí mismo las mentiras dominadas.”
O. Junqueras, jefe patriarcado del oasis catalán, ante el Tribunal Supremo, vino a manifestar la misma comprensión “simbólica” de la Ley. En el ámbito “indepe” se ha afirmado, sin rubor alguno, que dio una lección magistral de democracia, o sea, política. Poco o nada de lo que debería ser la finalidad del acto procesal desarrollado. Por increíble que parezca, a lo que hemos asistido debería haber sido un medio de prueba: nada se ha probado, salvo las convicciones políticas del interrogado. Después de 1 hora y 37 minutos de perorata, Junqueras responde a una pregunta de su abogado que retrata perfectamente lo sucedido. Se le pregunta: “¿considera que es ilegal promover la independencia de Cataluña?” Y la pregunta fue admitida, demostrando la Sala una paciencia franciscana.
Fue la culminación de una clase magistral de manipulación política; de recitación del catecismo secesionista con las mentiras conocidas. El discurso tiene dos partes. Por un lado, crear, y digo bien, crear, una “supralegalidad” a la que se ajustarían los comportamientos de los golpistas y, por otra, minusvalorar los hechos que le incriminan.
La supralegalidad la construye sobre la base del principio democrático, los tratados internacionales e, incluso, la moral. La Constitución no existe; sólo es aludida en una única ocasión, para señalar que “está obligada a asumir” el derecho a la autodeterminación. Siendo así que tal derecho, fundamental y humano, está consagrado en los tratados, al igual que el principio democrático en los Tratados de la Unión Europea, el Estado español está “obligado” a respetarlo. En consecuencia, nada de lo que ha hecho es ilegal; no es delito, ni puede serlo. Y concluye, es delito, precisamente, impedir el ejercicio del voto.
Todo aquél que se opone a esa supralegalidad inventada y falaz, es tachado de represor. Un lugar destacado lo ocupa el Tribunal Constitucional. Manipulando escandalosamente sus resoluciones, se dice que ha prohibido el debate parlamentario; que se ha convertido en un “censor ex ante” y no ex post; que ha, incluso, prohibido la constitución de comisiones parlamentarias de estudio.
No existe, en ese mundo inventado, la Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 24 de octubre de 1970, que afirma, en relación con la libre determinación de los pueblos, que “ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descritos y estén, por tanto dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color.” No cabe ningún derecho a la libre determinación cuando el Estado es democrático de Derecho.
En la supralegalidad inventada no encaja la verdad; es un constructo ad hoc, como la propia nación, como sostenía Hobsbawm. La república no existe, idiota, proclamaba el Mosso con aplastante sentido común, tanto y tan contundente que corre el riesgo de ser sancionado. La verdad, en el mundo “indepe”, es merecedora de sanción. Mientras que sus diatribas disfrutan de la absolución permanente.
Los hechos adquieren un carácter flexible; la realidad líquida de Bauman. Los que le incriminan, son minusvalorados: no hubo violencia, fueron reuniones pacíficas y cívicas; concentraciones ejemplares; no hubo gasto de dinero público, además, era imposible, porque estaban las cuentas sometidas a un control absoluto por el Estado; … Y los contrarios, magnificados: la violencia policial fue injustificada, innecesaria, desproporcionada y no ajustada a la resolución judicial.
En conclusión, es un preso político, el proceso es político y la finalidad es la persecución del independentismo, de las ideas, de la ideología. Si el Estado español no respeta la legalidad internacional, si condena por algo que no es delito, persigue las ideas, si el Tribunal Constitucional es un censor ex ante, impide el debate, se violenta la autonomía parlamentaria, los derechos de los diputados y demás, ¿qué es el Estado español? Es un régimen autoritario. No hay duda. Junqueras es el nuevo Mandela. El líder de la revuelta contra el apartheid que sufren los independentistas; la persecución que sufren los secesionistas.
¿Qué le aporta al proceso esta falaz diatriba? Evidentemente, nada. La Sala podría haberlo evitado. El dilema es endemoniado: si la permite, malo; si la impide, peor. Tiene que elegir el camino menos dañino. Haga lo que haga, la democracia española está bajo sospecha. Es inevitable. Cuando una explicación requiere un esfuerzo de dilucidación, mientras que la alternativa, no, la ley del mínimo esfuerzo energético-informativo, más el prejuicio ideológico, se inclinará por el que parece el más débil, o sea, por las víctimas del castigo. Sólo cabe aguantar, resistir y demostrar resiliencia. Mientras tanto, Junqueras ya ha dictado sentencia. A preguntas de su letrado, respondía: “no, no he cometido delito alguno”. En el mundo indepe, la Sala, ante tan categórica proclamación, debería obedecer al Supremo, dando por concluida la vista e inmediatamente dictase el fallo absolutorio. La sentencia ya está dictada; la ha dictado Junqueras, “solitario Moisés enarbolando las Tablas de mi propia Ley”. Amén.
(Expansión, 19/02/2019)
De FF MM - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=8273316 |
O. Junqueras, jefe patriarcado del oasis catalán, ante el Tribunal Supremo, vino a manifestar la misma comprensión “simbólica” de la Ley. En el ámbito “indepe” se ha afirmado, sin rubor alguno, que dio una lección magistral de democracia, o sea, política. Poco o nada de lo que debería ser la finalidad del acto procesal desarrollado. Por increíble que parezca, a lo que hemos asistido debería haber sido un medio de prueba: nada se ha probado, salvo las convicciones políticas del interrogado. Después de 1 hora y 37 minutos de perorata, Junqueras responde a una pregunta de su abogado que retrata perfectamente lo sucedido. Se le pregunta: “¿considera que es ilegal promover la independencia de Cataluña?” Y la pregunta fue admitida, demostrando la Sala una paciencia franciscana.
Fue la culminación de una clase magistral de manipulación política; de recitación del catecismo secesionista con las mentiras conocidas. El discurso tiene dos partes. Por un lado, crear, y digo bien, crear, una “supralegalidad” a la que se ajustarían los comportamientos de los golpistas y, por otra, minusvalorar los hechos que le incriminan.
La supralegalidad la construye sobre la base del principio democrático, los tratados internacionales e, incluso, la moral. La Constitución no existe; sólo es aludida en una única ocasión, para señalar que “está obligada a asumir” el derecho a la autodeterminación. Siendo así que tal derecho, fundamental y humano, está consagrado en los tratados, al igual que el principio democrático en los Tratados de la Unión Europea, el Estado español está “obligado” a respetarlo. En consecuencia, nada de lo que ha hecho es ilegal; no es delito, ni puede serlo. Y concluye, es delito, precisamente, impedir el ejercicio del voto.
Todo aquél que se opone a esa supralegalidad inventada y falaz, es tachado de represor. Un lugar destacado lo ocupa el Tribunal Constitucional. Manipulando escandalosamente sus resoluciones, se dice que ha prohibido el debate parlamentario; que se ha convertido en un “censor ex ante” y no ex post; que ha, incluso, prohibido la constitución de comisiones parlamentarias de estudio.
No existe, en ese mundo inventado, la Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 24 de octubre de 1970, que afirma, en relación con la libre determinación de los pueblos, que “ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descritos y estén, por tanto dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color.” No cabe ningún derecho a la libre determinación cuando el Estado es democrático de Derecho.
En la supralegalidad inventada no encaja la verdad; es un constructo ad hoc, como la propia nación, como sostenía Hobsbawm. La república no existe, idiota, proclamaba el Mosso con aplastante sentido común, tanto y tan contundente que corre el riesgo de ser sancionado. La verdad, en el mundo “indepe”, es merecedora de sanción. Mientras que sus diatribas disfrutan de la absolución permanente.
Los hechos adquieren un carácter flexible; la realidad líquida de Bauman. Los que le incriminan, son minusvalorados: no hubo violencia, fueron reuniones pacíficas y cívicas; concentraciones ejemplares; no hubo gasto de dinero público, además, era imposible, porque estaban las cuentas sometidas a un control absoluto por el Estado; … Y los contrarios, magnificados: la violencia policial fue injustificada, innecesaria, desproporcionada y no ajustada a la resolución judicial.
En conclusión, es un preso político, el proceso es político y la finalidad es la persecución del independentismo, de las ideas, de la ideología. Si el Estado español no respeta la legalidad internacional, si condena por algo que no es delito, persigue las ideas, si el Tribunal Constitucional es un censor ex ante, impide el debate, se violenta la autonomía parlamentaria, los derechos de los diputados y demás, ¿qué es el Estado español? Es un régimen autoritario. No hay duda. Junqueras es el nuevo Mandela. El líder de la revuelta contra el apartheid que sufren los independentistas; la persecución que sufren los secesionistas.
¿Qué le aporta al proceso esta falaz diatriba? Evidentemente, nada. La Sala podría haberlo evitado. El dilema es endemoniado: si la permite, malo; si la impide, peor. Tiene que elegir el camino menos dañino. Haga lo que haga, la democracia española está bajo sospecha. Es inevitable. Cuando una explicación requiere un esfuerzo de dilucidación, mientras que la alternativa, no, la ley del mínimo esfuerzo energético-informativo, más el prejuicio ideológico, se inclinará por el que parece el más débil, o sea, por las víctimas del castigo. Sólo cabe aguantar, resistir y demostrar resiliencia. Mientras tanto, Junqueras ya ha dictado sentencia. A preguntas de su letrado, respondía: “no, no he cometido delito alguno”. En el mundo indepe, la Sala, ante tan categórica proclamación, debería obedecer al Supremo, dando por concluida la vista e inmediatamente dictase el fallo absolutorio. La sentencia ya está dictada; la ha dictado Junqueras, “solitario Moisés enarbolando las Tablas de mi propia Ley”. Amén.
(Expansión, 19/02/2019)
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