El Gobierno Sánchez pasará a la historia de España como el de los excesos. Nunca tan pocos quisieron hacer tanto para terminar haciendo tanto daño.
Es ya un tópico hablar de la calidad de las instituciones, como condición del progreso de una nación.
Con Sánchez, la patrimonialización del Estado ha llegado hasta lo grotesco.
Sensibilizados con la corrupción, nos parece indignante que se haya repartido cargos en la Administración y, en particular, en el denominado sector público institucional (empresas públicas) sin tener en cuenta ni el mérito, ni la experiencia.
Se ha entregado la gestión de empresas con miles de empleados, millones de euros de facturación, a personas que no saben lo que es un balance.
Los nombramientos han obedecido a criterios políticos y, sobre todo, de afinidad o de amistad: a los amigos se les ha regalado un momio a cuenta del Estado.
Así, a un “funcionario” de la Federación Española de Municipios y Provincias, encargado de la organización de viajes, se le nombra presidente de Correos. En otros casos, se pasa de la prevención y extinción de incendios forestales a la construcción de buques (Navantia); de la política municipal a la gestión del combustible nuclear (Enursa); de la formación marítima a la dirección de seguros agrarios (Saeca); de la cooperación municipal, a la gestión del tabaco en rama (Cetarsa); de la política nacional, sin experiencia alguna de gestión, a dirigir Paradores. Y podríamos seguir.
No es nuevo. Ambos partidos de la alternancia, PP y PSOE, han utilizado los cargos para premiar a los acólitos. Ahora bien, sólo las izquierdas lo hacen presumiendo de su compromiso con lo público. ¿Cómo es posible que la defensa de lo público admita que su gestión caiga en manos de los que carecen de conocimiento y experiencia? ¿Por qué defender lo público es compatible con la ineficiencia, las pérdidas, la mala gestión e, incluso, la corrupción?
Es el cinismo de las izquierdas: proclamar la necesidad y la conveniencia de un sector público potente, para entregar su gestión a los incompetentes.
No sólo han patrimonializado al Estado; han patrimonializado la idea del Estado y del servicio público. Es un misterio el cómo lo han conseguido.
Tanto repetir, cual mantra, que ellos son el pueblo, defienden al pueblo y sirven al interés del pueblo, que muchos millones se lo han creído; la ineficiencia se disocia de sus responsables por la varita mágica del sectarismo político.
No es razonable que la fe en las bondades de la izquierda permita transmitir a las arcas públicas, con total impunidad, la incompetencia de los gestores.
La combinación de la proclamación de la fe en lo público, con la irresponsabilidad en la gestión, es la muestra más extrema del cinismo político. En el año 1979, el PSOE hizo gala de “cien años de honradez”, lo que no le impidió, al mismo tiempo, organizar una red clientelar para perpetuarse en el poder; y con enorme éxito: en Andalucía lo han conservado durante casi 40 años.
El sanchismo ha elevado el cinismo hasta la exacerbación. No sólo me refiero a la política sobre Cataluña (y las concesiones a los indepes), sino a la misma concepción de lo público que demuestra con sus nombramientos.
En otros países que nos han de servir de ejemplo se separa, con nitidez, en la Administración pública entre lo político y lo profesional. Aquél reducido, estrictamente, a la dirección estratégica de las organizaciones. En cambio, son profesionales los encargados de la gestión, en particular, las de las empresas públicas. El nombramiento es el fruto de una convocatoria pública y la provisión conforme a criterios de mérito y capacidad, sin discrecionalidad alguna.
El cambio de Gobierno no debería afectar a los directivos profesionales. Ellos se deben, exclusivamente, al servicio al interés general y lo harán, con lealtad, a las directrices políticas que se les dirijan. En el fondo, todos, con independencia de las diferencias políticas, deberían estar interesados en la buena gestión. La profesionalización de la dirección es un requisito imprescindible.
Los ciudadanos han de cambiar su valoración de la gestión pública; transcender del color político para llegar a la eficiencia de los resultados. Un buen Estado precisa buenos gestores; se podrá discutir su tamaño, pero que sea gestionado con eficiencia. La incompetencia es costosa y distrae recursos de aquello que debería ser lo prioritario.
El Estado debe administrarse como lo haría un “buen padre de familia”, utilizando el paradigma del Código Civil, con su peculio. En una frase apócrifa, atribuida a Carmen Calvo, la vicepresidenta del Gobierno, se dice que el dinero, precisamente porque es público, no es de nadie. Es la disociación de la ineficiencia, pero también la del cinismo. Es, también, una forma de corrupción atribuir, a sabiendas, la gestión de los asuntos públicos a malos gestores. Es una forma de prevaricación que debería ser castigada por los ciudadanos. Las instituciones no son adornos; son la estructura de una sociedad moderna y próspera. Respeto.
(Expansión, 16/02/2019)
Es ya un tópico hablar de la calidad de las instituciones, como condición del progreso de una nación.
Con Sánchez, la patrimonialización del Estado ha llegado hasta lo grotesco.
Sensibilizados con la corrupción, nos parece indignante que se haya repartido cargos en la Administración y, en particular, en el denominado sector público institucional (empresas públicas) sin tener en cuenta ni el mérito, ni la experiencia.
Se ha entregado la gestión de empresas con miles de empleados, millones de euros de facturación, a personas que no saben lo que es un balance.
Los nombramientos han obedecido a criterios políticos y, sobre todo, de afinidad o de amistad: a los amigos se les ha regalado un momio a cuenta del Estado.
Así, a un “funcionario” de la Federación Española de Municipios y Provincias, encargado de la organización de viajes, se le nombra presidente de Correos. En otros casos, se pasa de la prevención y extinción de incendios forestales a la construcción de buques (Navantia); de la política municipal a la gestión del combustible nuclear (Enursa); de la formación marítima a la dirección de seguros agrarios (Saeca); de la cooperación municipal, a la gestión del tabaco en rama (Cetarsa); de la política nacional, sin experiencia alguna de gestión, a dirigir Paradores. Y podríamos seguir.
No es nuevo. Ambos partidos de la alternancia, PP y PSOE, han utilizado los cargos para premiar a los acólitos. Ahora bien, sólo las izquierdas lo hacen presumiendo de su compromiso con lo público. ¿Cómo es posible que la defensa de lo público admita que su gestión caiga en manos de los que carecen de conocimiento y experiencia? ¿Por qué defender lo público es compatible con la ineficiencia, las pérdidas, la mala gestión e, incluso, la corrupción?
Es el cinismo de las izquierdas: proclamar la necesidad y la conveniencia de un sector público potente, para entregar su gestión a los incompetentes.
No sólo han patrimonializado al Estado; han patrimonializado la idea del Estado y del servicio público. Es un misterio el cómo lo han conseguido.
Tanto repetir, cual mantra, que ellos son el pueblo, defienden al pueblo y sirven al interés del pueblo, que muchos millones se lo han creído; la ineficiencia se disocia de sus responsables por la varita mágica del sectarismo político.
No es razonable que la fe en las bondades de la izquierda permita transmitir a las arcas públicas, con total impunidad, la incompetencia de los gestores.
La combinación de la proclamación de la fe en lo público, con la irresponsabilidad en la gestión, es la muestra más extrema del cinismo político. En el año 1979, el PSOE hizo gala de “cien años de honradez”, lo que no le impidió, al mismo tiempo, organizar una red clientelar para perpetuarse en el poder; y con enorme éxito: en Andalucía lo han conservado durante casi 40 años.
El sanchismo ha elevado el cinismo hasta la exacerbación. No sólo me refiero a la política sobre Cataluña (y las concesiones a los indepes), sino a la misma concepción de lo público que demuestra con sus nombramientos.
En otros países que nos han de servir de ejemplo se separa, con nitidez, en la Administración pública entre lo político y lo profesional. Aquél reducido, estrictamente, a la dirección estratégica de las organizaciones. En cambio, son profesionales los encargados de la gestión, en particular, las de las empresas públicas. El nombramiento es el fruto de una convocatoria pública y la provisión conforme a criterios de mérito y capacidad, sin discrecionalidad alguna.
El cambio de Gobierno no debería afectar a los directivos profesionales. Ellos se deben, exclusivamente, al servicio al interés general y lo harán, con lealtad, a las directrices políticas que se les dirijan. En el fondo, todos, con independencia de las diferencias políticas, deberían estar interesados en la buena gestión. La profesionalización de la dirección es un requisito imprescindible.
Los ciudadanos han de cambiar su valoración de la gestión pública; transcender del color político para llegar a la eficiencia de los resultados. Un buen Estado precisa buenos gestores; se podrá discutir su tamaño, pero que sea gestionado con eficiencia. La incompetencia es costosa y distrae recursos de aquello que debería ser lo prioritario.
El Estado debe administrarse como lo haría un “buen padre de familia”, utilizando el paradigma del Código Civil, con su peculio. En una frase apócrifa, atribuida a Carmen Calvo, la vicepresidenta del Gobierno, se dice que el dinero, precisamente porque es público, no es de nadie. Es la disociación de la ineficiencia, pero también la del cinismo. Es, también, una forma de corrupción atribuir, a sabiendas, la gestión de los asuntos públicos a malos gestores. Es una forma de prevaricación que debería ser castigada por los ciudadanos. Las instituciones no son adornos; son la estructura de una sociedad moderna y próspera. Respeto.
(Expansión, 16/02/2019)
Comentarios
Publicar un comentario