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Descontrol aéreo, descontrol político

El pasado jueves día 9 de diciembre publiqué en el diario Expansión un artículo dedicado a valorar los aspectos jurídicos de la declaración de estado de alarma como medio para hacer frente a la huelga salvaje de los controladores aéreos. El artículo lo reproduzco a continuación

Los acontecimientos vividos en los aeropuertos españoles el pasado viernes son de una extraordinaria gravedad. Los calificativos utilizados y las comparaciones manejadas así lo ilustran. Mas no es ésta la única coincidencia que podemos apreciar: se conviene en que se ha tratado de una huelga salvaje de los controladores, calificada como chantaje, por la que deben responder. Es la hora de la justicia, ha proclamado enfáticamente el Ministro de Fomento. El castigo disciplinario e, incluso, penal, parece indudable. Es innegable también que los daños y perjuicios sufridos por los viajeros, mas también por las empresas, deben ser compensados. Incluso, sería paradójico que se instase, lo que parece razonable, la responsabilidad patrimonial del Estado por el evidente mal funcionamiento del servicio público (art. 106.2 Constitución). En tal caso, sería de esperar que el Estado hiciese uso de la denominada acción de regreso contra los empleados públicos responsables del daño, en este caso, los controladores. Aunque sabemos que ésta no es una práctica habitual.
Sin embargo hay un capítulo en el que la unanimidad comienza a desaparecer: el de las responsabilidades. No parece razonable pensar que el caos aeroportuario tenga un único responsable. Hay un responsable inmediato, esto es evidente, pero no es ésta la única responsabilidad que interesa depurar cuando se pretende que no se vuelva a producir. Cuando desde el año 1999 se está negociando un nuevo marco de relaciones laborales que afecta a este personal y no se ha encontrado la solución, las responsabilidades deben compartirse entre muchos. La responsabilidad mayor es la del Gobierno que debe adoptar todas las medidas adecuadas (y oportunas) para solucionar un problema que está enquistado. Este problema no se podía dejar en el tintero. Al final se ha corrompido y ha estallado en el peor momento posible, lo que ha producido unos daños de extraordinaria gravedad.
Las medidas adoptadas por el Gobierno son, desde el punto de vista jurídico, cuestionables. Entiendo que los ciudadanos quieran soluciones. Pero no vale cualquier solución en el Estado de Derecho. Un Estado sometido al Derecho y, en particular, a la Constitución, no admite cualquier solución. La línea recta no es, necesariamente, la mejor línea en términos jurídicos. Es para algunos el incomprensible papel del Derecho y de los juristas: recordar que hay límites que no pueden, ni deben franquearse. Está en juego las bases de nuestro Estado democrático.
Se ha acudido a la declaración del Estado de alarma (Real Decreto 1673/2010). A mi juicio, esta figura no encaja en el supuesto aplicado. No concurren las razones previstas en el artículo 4 de la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio. Este precepto exige, en el caso de paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, que no se garantice la prestación de los servicios mínimos “y concurra alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo”. La lógica del precepto es la siguiente: el estado de alarma podrá ser declarado cuando hay una paralización de los servicios públicos esenciales (sin garantía del mantenimiento de los servicios esenciales) pero, y esto es lo importante, concurre una situación de catástrofe, calamidad o desgracia pública, crisis sanitaria o desabastecimiento de productos de primera necesidad. Por esta razón, el Real Decreto 1673/2010 ha debido acudir a la fórmula de la “calamidad pública”. Sin embargo, este término tiene un significado muy preciso asociado a la protección civil (Ley 2/1985, de 21 de enero, sobre protección civil). En esta ley, la protección civil es definida como “protección física de las personas y de los bienes, en situación de grave riesgo colectivo, calamidad pública o catástrofe extraordinaria, en la que la seguridad y la vida de las personas pueden peligrar y sucumbir masivamente”. En nuestro Derecho, la interrupción de un servicio no puede ser la causa de la calamidad pública. Es ésta la que convierte la interrupción del servicio en motivo del estado de alarma. La huelga salvaje de los controladores no es la causante de la calamidad porque no es creadora, en términos jurídicos, de una situación en la que la seguridad y la vida de las personas pueden peligrar y sucumbir masivamente.
Más importancia tiene, a mi juicio, que no encontremos en nuestro Ordenamiento jurídico medio alguno para hacer frente a la situación vivida. Y ello supone un completo fracaso de nuestro Estado democrático. Algunos han considerado que podría aplicarse el “estado de excepción”. No comparto esta opinión. No concurren las razones para que, conforme a la Ley Orgánica 4/1981, se pudieran afectar derechos fundamentales como la privación de libertad, la intervención de la correspondencia, la violación de los domicilios, … La gravedad de lo sucedido no habilita adoptar estas medidas.
El Estado democrático debe dotarse de los instrumentos jurídicos adecuados para hacer frente a estos chantajes. Habría que reformar la legislación en dos aspectos que considero críticos. Por un lado, la legislación de seguridad aérea para reducir el poder de un colectivo tan poderoso, al mismo tiempo que minoritario y conflicto. Su irresponsabilidad carece de precedentes. Es una oportunidad para solucionar definitivamente este problema. Y, por otro, la legislación de huelga. Cuando ésta afecta a servicios esenciales y en circunstancias extraordinarias como las vividas, el abandono del servicio o el incumplimiento de los servicios esenciales debería dar lugar a la adopción, por la Administración responsable de aquél, de unas medidas eficaces que hagan posible el restablecimiento del servicio. Esto exige un poder de coacción y de sanción creíbles. Es crítico que los castigos funcionen realmente como instrumento de disuasión. Creo que la irresponsabilidad manifestada por los controladores es el fruto de la impunidad. Han abusado tanto de su poder que se han creído impunes. Y dicha impunidad es el caldo de cultivo de problemas futuros de mayor gravedad.
Los controladores no son los únicos responsables. A mi juicio, aún más responsables son todas nuestras autoridades políticas y administrativas que han permitido que este problema crezca y crezca hasta explotar en el peor momento posible. Ahora es el momento de aprovechar la crisis para solucionar, no sólo el problema de los controladores, sino el de la garantía de la prestación de los servicios esenciales cuya esencialidad es manejada por algunos irresponsables como medio para chantajear a los ciudadanos. El Estado debe tener medios con los que acabar con cualquier tipo de chantaje, no sólo con el de los controladores aéreos.

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