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¿Los más corruptos?


El lunes 3 la Comisión Europea publicaba el primer informe sobre la corrupción en la Unión Europea. Se acompañaba de un detallado Eurobarómetro sobre la corrupción. La prensa española titulaba de manera casi unánime: “España entre los más corruptos de la Unión”. Así se podía afirmar a la vista del resultado de la encuesta. El 95 por 100 de los españoles encuestados considera que la corrupción está ampliamente extendida. Mucha porquería. Más alimento para el pesimismo, el inducido por el propio pesimismo.

¿Qué es la corrupción? “Cualquier abuso de poder para beneficio propio”, según la define la Comisión. Abuso de poder tanto público como privado. Se ha calculado en más de 120.000 millones de euros anuales las pérdidas que supone la corrupción en Europa. Sin embargo, la principal pérdida es la institucional. La corrupción destruye a las instituciones. Las destruye en su credibilidad, en su legitimidad y en su eficacia. Y no hay progreso económico y social, como han argumentado con éxito Acemoglu y Robinson, si una nación no cuenta con instituciones políticas, pero también jurídicas sólidas, o sea, creíbles, previsibles y seguras. La inseguridad cotiza en Bolsa, afirmaba la Vicepresidenta hace unas semanas. Cotiza y mucho. Y la corrupción aniquila la seguridad. Una gravosa hipoteca para el crecimiento económico. Así lo reconoce el 83% de los españoles encuestados, frente al 69 % de la media europea.

Qué es lo que hay que hacer es conocido. Más prevención y más represión. Y más medios y más transparencia. Y más de más. Todo para que se sepa quién corrompe y quién se deja corromper. El principal peligro está igualmente identificado en la encuesta: los partidos políticos y los políticos. España reúne los porcentajes más elevados de toda la Unión, al considerar que la corrupción está ampliamente extendida entre los partidos (84% frente al 59% de la Unión), los políticos (72% frente a 56%) y los bancos (62% frente a 36%). Los políticos y los banqueros, los responsables de la crisis en el imaginario colectivo. La crisis es el telón de fondo. Es la que ha hecho aflorar el descontento general pero también la indignación frente a la corrupción. La desesperación y el sufrimiento reduplica la ira contra aquéllos que, además de habernos conducido a la situación presente, encarnan todos los males y, en particular, la corrupción, el abuso y el latrocinio. Es lógico que para los españoles la corrupción les afecte personalmente. De este forma lo afirma el 63 %, mientras que la media de la Unión es el 28%.

Indignación. Mucho enfado. A mi juicio, está aflorando una reacción que no es coyuntural (la crisis y sus penurias) sino un cambio más profundo. La acusación de la corrupción se dirige derechamente contra los políticos. Es la acusación contra un régimen político cada vez más alejado de los ciudadanos. O mejor, éstos se sienten, cada vez, más alejados de aquéllos. Es un problema recurrente en la Historia de España; el conflicto entre la gobernabilidad y la representación, entre la estabilidad y la democracia. El régimen surgido de la transición ha primado en exceso aquélla, arrojando tanto la representación y la democracia a un lugar secundario. Tanto que el “temor al pueblo” ha desaparecido. La impunidad es la respuesta. Los casos de corrupción no son perseguidos suficientemente. De tal manera lo considera el 88% de los encuestados. El porcentaje más elevado de toda la Unión.

A mi juicio, la indignación contra los políticos se ha travestido en denuncia de la corrupción. Los escándalos producidos y profusamente publicitados han reduplicado sus efectos escandalosos, en manos de unos ciudadanos enfurecidos con el régimen político. Es elocuente, muy elocuente la enorme distancia que la encuesta pone de relieve entre la valoración política de la corrupción y la experiencia personal de la misma. Ni hay un conocimiento personal de autoridades que admitan dádivas (87%), ni se les ha pedido una en los últimos 12 meses por algún servicio público (96%). Se podría estar tentado en considerar que se trata de la denominada pequeña corrupción. Si la corrupción tuviese la magnitud que se afirma, seguro que los porcentajes que comento no serían tan altos. Tanto que nos coloca precisamente al mismo nivel que el país menos corrupto de la Unión, o, al menos, el que así es considerado por sus propios ciudadanos: Dinamarca. Otra encuesta del Eurobarómetro sobre la corrupción centrada en el mundo empresarial confirma lo que digo. Éste es tan crítico como el común de los ciudadanos. El 97% de los empresarios considera que está ampliamente extendida. Y culpan también a los políticos: el 85% (a los nacionales) y el 88% (a los regionales). Ahora bien, como sucedía con la otra encuesta, el salto entre la valoración y la experiencia es importante. A la pregunta de si alguien le había pedido un soborno por obtener algún permiso o licencia, la respuesta es negativa (93%); casi como en Dinamarca (99%) y por encima de la media europea (91%).

La distancia entre la valoración (política) y la experiencia (personal) de la corrupción es la que hay entre el régimen político y los ciudadanos. Una señal más del peligroso desacople. La estabilidad ha creado un régimen que puede estar viviendo sus últimos coletazos. Tanta estabilidad ha enterrado la representatividad y la democracia. Los ciudadanos están indignados con los políticos, incluso por lo que no hacen, pero se sospecha que hacen. Cuando se ha llegado a esta fase, es posible que se esté entrando en una fase de no retorno. El cambio es imprescindible.

(Expansión, 11/02/2014)

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