En la cultura occidental, desde Platón, el gobernante debe estar adornado de distintas virtudes: inteligencia, magnanimidad, bondad, honradez, templanza, … Las que eran atributos imprescindibles para que el poder sirviese a aquello que le daba sentido: la voluntad de Dios, del Rey, del pueblo, de la Ley, … En el Estado democrático, la procedencia de todo poder del pueblo, como dispone la Constitución española, determina que a aquél al que se le entrega, en el nivel que sea y en el ámbito que corresponda, debe disfrutar de unas cualidades que le hagan merecedor de la confianza del pueblo y que justifique, en última instancia, dicha cesión. Es un poder fiduciario. La consecuencia es la responsabilidad de no frustrar la confianza, para lo que debe ejercer el poder al servicio de aquellos que se lo han entregado. Y ésta conduce a la legitimidad, no sólo de nombramiento (legalidad), sino de ejercicio. Y volvemos al principio, la confianza, ese aceite maravilloso, mágico que engrase el ejercicio del poder. Confianza, responsabilidad, legitimidad y más confianza. Así hasta el infinito. El circuito virtuoso que sostiene al Estado democrático de Derecho. Una vez se arrojan sombras sobre la confianza, como consecuencia de una acusación penal fundada, la dimisión es obligada. No se trata de anticipar el castigo. Se trata de mantener vivo el circuito virtuoso del Estado democrático.
Entre nosotros está tan extendido el que la dimisión debería ser la respuesta normal, que, cuando no se produce, todos hablamos de “aferrarse” al cargo. El cargo ya deja de ser del otro, del gobernado, del pueblo, para convertirse en un bien privado de disfrute particular y al servicio exclusivo del interés personal. Se produce una apropiación de aquello que no le pertenece. Se aferra. Se agarra fuertemente porque lo vive como propio. Es “su” cargo.
La apropiación rompe la confianza, la responsabilidad y la legitimidad. El gobernante pasa a serlo de su propio y exclusivo interés. Ni es legítimo, ni es eficiente. Se convierte en un obstáculo. Lagarde va a seguir manteniendo la sombra de la sospecha hasta que un juez produzca la resolución exculpatoria o de condena. Mientras tanto, el ejercicio eficiente de sus funciones se verá comprometido. Esto no lo ha entendido ni Lagarde, ni muchos políticos españoles. Cuántos escándalos hemos visto en los que, desde que comienza la sospecha basada en una resolución judicial preliminar, como la inculpación, ésta no se acompaña de una dimisión. Dimitir no es reconocer la culpa, sino que se ha quebrado aquello que le permitía disfrutar del cargo. Aferrarse no es posible, no “debería” ser posible, porque no se trata de su propiedad.
Los ciudadanos observan que se produce la apropiación del poder. La auténtica privatización del mismo. Y cuando este fenómeno está tan extendido, el poder se deslegitima. No es un accidente el que la corrupción haya dado lugar a lo que se ha dado en llamar como regeneración democrática. La corrupción no sólo roba al patrimonio de todos, supone también la apropiación privada de los cargos. Rompe el círculo virtuoso del poder en el Estado democrático de Derecho. La regeneración democrática no es más que la exigencia de que el Estado vuelva a ser un Estado democrático de Derecho, no la finca en la que unos cuantos se aprovechan para extraer las máximas riquezas. Dimitir es reconocer que el poder no les pertenece; es entregar la llave de la casa a su legítimo dueño. El ciudadano observa perplejo que los ocupas siguen instalados y sin pretensión de irse. Impotencia. Indignación. Es la rabia frente a los okupas del poder, a los que se lo han apropiado, a los que se han aferrado a aquello que no les pertenece.
(Expansión, 2/09/2014)
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