El pasado día 17 conocíamos que el Departamento de Justicia de Estados Unidos está investigando el enésimo fraude en los mercados. Según The Washington Post, se trataría de la manipulación del mercado diario de divisas, el cual mueve 5,3 billones de dólares. En los próximos meses, se espera presentar cargos contra bancos y empleados de Wall Street. Se une así a las investigaciones del denominado “Forex Affair”, emprendidas desde junio de 2013, por varios Estados. El impacto que la eventual sanción tendría, sobre la cuenta de resultados de los bancos implicados, podría superar al de la manipulación del LIBOR (unos 6,5 billones de dólares).
El mismo día, el Fiscal General, Eric H. Holder Jr., en una conferencia impartida en New York University School of Law, explicaba la importancia de la persecución de las ilegalidades en el ámbito de los mercados. Recordaba el monto económico de los acuerdos extrajudiciales con Citi (7.000 millones de dólares), JPMorgan Chase (13.000 millones) y Bank of America (16.650 millones) y los 60 casos contra instituciones financieras, seguidos desde 2009, que han permitido recuperar 85.000 millones de dólares.
La tesis de Holder es que, después de haber superado las consecuencias de la pasada “Gran Recesión”, “estamos asistiendo al problemático retorno de la misma forma de asumir riesgos lucrativos que contribuyó al colapso de 2008.” En realidad, los datos que aporta lo son sobre las consecuencias de la pasada crisis. Las indemnizaciones que los bancos han pagado, lo fueron por hechos relacionados con los excesos, cometidos en relación con las hipotecas otorgadas durante la burbuja. Siempre el sistema sancionador actúa, debe actuar, a posteriori. Es un sistema represivo de hechos ya consumados. No cabe el castigo a priori en un Estado democrático de Derecho.
La prevención es obra del ejemplo. Cuanto más y más duramente se haya castigado en el pasado, más intensa y eficaz será la disuasión. Es de suponer que, con éstos y otros datos, los sujetos del mercado se verán más inclinados a no delinquir ante el riesgo vivido, con la intensidad de la certeza del castigo y, además, importante. Sin embargo, sabemos que esta disuasión es limitada. Nunca habrá un sistema represivo, ni siquiera, el más sanguinario, que consiga el resultado de “0” delitos. Serán una u otras razones, y, en última instancia, la ambición del lucro personal, las que conduzcan a la comisión de la ilegalidad. Aunque, sí cabe atemperarla.
Holder anunciaba ciertas reformas que podrían tener una eficacia relevante en relación con lo que explico. En primer lugar, propone, siguiendo la senda marcada por la nueva legislación británica, que las empresas nombren a un responsable de la correcta actuación de las empresas. En caso de irregularidad, sería contra quien inicialmente se dirigirían las actuaciones del Estado. En segundo lugar, reforzar el papel del confidente. Cuanto más difícil es encontrar las pruebas para sostener las acusaciones, más importancia tiene el delator. El incentivo económico es esencial pero considera excesivamente restrictiva la limitación a 1,6 millones de dólares que la legislación establece como premio. Y, en tercer lugar, dotar de más y mejores medios a la policía y al FBI, en el caso norteamericano, para llevar a cabo la investigación de estas irregularidades, cada vez más complejas.
Las líneas maestras de la persecución de los delitos de cuello blanco son comunes. Entre nosotros nos enfrentamos con las mismas dificultades y retos. Y también, allí como aquí, afloran las parecidas críticas. Por un lado, la idea, rebatida por Holder, de que el tamaño de la empresa actúa como cobertura, puesto que su carácter sistémico la protege frente al eventual castigo. Y, por otro, como informaba The Wall Street Journal la semana pasada, una cosa es la imposición de los castigos económicos y otra bien distinta es que se puedan efectivamente recaudar. Así, se afirma que no se han podido recuperar 97.000 millones de dólares de multas e indemnizaciones impuestos en proceso penales.
El contraste entre lo dicho y lo hecho es un potente incentivo para seguir cometiendo delitos. Al final, el panorama es desalentador. El castigo a la empresa es substituido por acuerdos de indemnización sin reconocimiento de culpa, por lo que el efecto disuasorio es limitado. Los directivos, muy raramente del más alto nivel, son condenados a penas de prisión criticadas, a veces, por su benignidad, y al pago de cantidades que son irrecuperables. Al final, sólo la amenaza de la pena de prisión es realmente disuasoria. Como se trata de privar a un ciudadano de su libertad, el bien más preciado, el sistema punitivo se rodea de todas las garantías adecuadas. Incluso, en exceso. Los procesos son lentos, garantistas y en manos de jueces, como sucede entre nosotros, que tienen que repartir su tiempo entre múltiples asuntos (¿cómo el Magistrado P. Ruz puede recordar el contenido de las miles de páginas de cada una de las instrucciones que tiene entre sus manos?). Es imposible.
En definitiva, vuelven los risk-taking y los mismos errores en su persecución y castigo. Y retornaremos otra vez al punto de partida, en esta rueda eterna de imprudencia, de irresponsabilidad, de ambición, …de ruina, que será objeto de persecución, incompleta e ineficaz, y castigo, intentado e insuficiente. Y vuelta a comenzar.
(Expansión, 26/09/2014)
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