El pasado día 11 de septiembre se manifestaron cientos de miles de personas por Barcelona pidiendo la independencia. En un ejercicio de transparencia, reclamado desde hace mucho tiempo, han expresado al mundo lo que quieren. El día 9 de noviembre es la excusa. Es el momento para escenificar lo que ya está decidido de antemano.
La consulta no se va a celebrar, … legalmente. Se aprobará la Ley de consultas, el Gobierno la impugnará ante el Tribunal Constitucional, y quedará suspendida automáticamente, según dispone el artículo 161.2 de la Constitución. Y, después, ¿qué? El President Mas, presa de la ambigüedad, dice que “habrá votación, pero no sabemos en qué condiciones”. Las “condiciones” son lo fundamental. Marcan las diferencias entre un referéndum legítimo y, sobre todo, creíble, de aquél que no lo es. Montar un espectáculo de cientos o de miles de urnas, y de catalanes, introduciendo una papeleta, es complejo, pero factible. El problema es la legitimidad, la credibilidad y el reconocimiento. No lo tendrán. Ya el mismo President lo adelantaba, en otro de sus mensajes contradictorios: no sirve para nada la independencia, si nadie la reconoce. Y si nadie la reconoce, siguiendo el principio básico del Derecho internacional público, no tiene efectividad y, en consecuencia, no existe.
¿Qué hará el Gobierno de la Nación? Si el resultado final es el expuesto, debe actuar, a mi juicio, con prudencia. Con mucha prudencia. No puede caer en la trampa de crear las condiciones para la aplicación de la doctrina Kosovo del Tribunal Internacional de Justicia. Mucha calma. No se puede desconocer que cientos de miles de catalanes, millones, incluso, son partidarios de la independencia, pero no tantos lo son de la ilegalidad. La fortaleza de la reacción del Estado democrático de Derecho está en la templanza. Hacer las cosas que hay que hacer, pero sin excederse ni un ápice. Por dos razones: primera, para mantener e incrementar la legitimidad, puesto que la legalidad es incuestionable; y, segunda, para no ofrecer ninguna oportunidad para que el secesionismo encuentre un argumento con el que incrementar la tensión.
La situación del Estado democrático de Derecho es paradójica. Debe, por un lado, mantener la templanza pero, por otro, sabe, sabemos, que el independentismo más moderado necesita desesperadamente de una excusa para desengancharse con honores. Y, como ha sucedido en la Historia de Cataluña, esos honores significan imputar la responsabilidad a España, a Madrid o al Real Madrid, e, incluso, al PP. Si aquéllos son capaces de construir un discurso coherente (para los convencidos) de que la independencia no ha podido llevarse a cabo por la responsabilidad de los malos, podrán salvar, eso creen, la cara. Más aún si se persiguiese penalmente a los dirigentes nacionalistas, o se interviniese la Comunidad, o se enviase a las fuerzas armadas. Es lo que necesitan. Necesitan descolgarse de este proceso, atribuyéndole la responsabilidad a la incuria de España. Como siempre.
El Estado democrático de Derecho no puede ofrecer esa excusa. Se estarían sentando las bases para la siguiente y, tal vez, definitiva, andanada independentista. El independentismo tiene que enfrentarse a su propio monstruo. El que ha creado después de más de 30 años de maquinaria política e ideológica, en la que la escuela y los medios de comunicación, han jugado un papel decisivo. La independencia no sólo no es legalmente posible, sino que tampoco es conveniente, ni política, ni económicamente. La secesión de Escocia lo está poniendo de manifiesto. ¿Creen los catalanes, sinceramente, que la situación en la que quedaría la Cataluña unilateralmente independiente sería mejor que la Escocia independiente cuando ésta tendría la cobertura de la legalidad? No, por favor. Seamos serios. La situación sería peor, muchísimo peor, que la Escocia independiente y ya se sabe qué es lo que le esperaría.
Será muy difícil mantener el temple, cuando los secesionistas den el paso a la ruptura unilateral. España, toda España, entraría en una situación de gran incertidumbre política y económica, pero los más gravemente perjudicados serían los catalanes. Lo más “fácil” es suspender la autonomía, pero es una solución que se agota en el minuto “2” porque, una vez intervenida, ¿qué se hace? Nadie lo sabe, porque la “solución” del artículo 155 de la Constitución nunca se ha ensayado, ni aquí ni en Alemania, de cuya Constitución, la Ley Fundamental de Bonn, se trajo. Queda la esperanza de que surgirían, en estas terribles circunstancias, las condiciones para reconducir la situación con un secesionismo dividido y en plena crisis política, social y económica. Mientras tanto, el secesionismo es un gran buque que va a toda marcha hacia las rocas. Pararlo es muy difícil o imposible. Asistiremos al espectáculo de cómo se hunde y de los destrozos que va a provocar. Por primera vez, el nacionalismo catalán se va a enfrentar al vértigo y a las consecuencias de lo que ha creado. Las rocas se divisan. El capitán, A. Mas, pide que le obliguen a cambiar el rumbo. Pero algunos pasajeros le siguen empujando a que siga adelante e incremente la marcha. Los destrozos los soportaremos todos. Sólo ellos serán los responsables.
La consulta no se va a celebrar, … legalmente. Se aprobará la Ley de consultas, el Gobierno la impugnará ante el Tribunal Constitucional, y quedará suspendida automáticamente, según dispone el artículo 161.2 de la Constitución. Y, después, ¿qué? El President Mas, presa de la ambigüedad, dice que “habrá votación, pero no sabemos en qué condiciones”. Las “condiciones” son lo fundamental. Marcan las diferencias entre un referéndum legítimo y, sobre todo, creíble, de aquél que no lo es. Montar un espectáculo de cientos o de miles de urnas, y de catalanes, introduciendo una papeleta, es complejo, pero factible. El problema es la legitimidad, la credibilidad y el reconocimiento. No lo tendrán. Ya el mismo President lo adelantaba, en otro de sus mensajes contradictorios: no sirve para nada la independencia, si nadie la reconoce. Y si nadie la reconoce, siguiendo el principio básico del Derecho internacional público, no tiene efectividad y, en consecuencia, no existe.
¿Qué hará el Gobierno de la Nación? Si el resultado final es el expuesto, debe actuar, a mi juicio, con prudencia. Con mucha prudencia. No puede caer en la trampa de crear las condiciones para la aplicación de la doctrina Kosovo del Tribunal Internacional de Justicia. Mucha calma. No se puede desconocer que cientos de miles de catalanes, millones, incluso, son partidarios de la independencia, pero no tantos lo son de la ilegalidad. La fortaleza de la reacción del Estado democrático de Derecho está en la templanza. Hacer las cosas que hay que hacer, pero sin excederse ni un ápice. Por dos razones: primera, para mantener e incrementar la legitimidad, puesto que la legalidad es incuestionable; y, segunda, para no ofrecer ninguna oportunidad para que el secesionismo encuentre un argumento con el que incrementar la tensión.
La situación del Estado democrático de Derecho es paradójica. Debe, por un lado, mantener la templanza pero, por otro, sabe, sabemos, que el independentismo más moderado necesita desesperadamente de una excusa para desengancharse con honores. Y, como ha sucedido en la Historia de Cataluña, esos honores significan imputar la responsabilidad a España, a Madrid o al Real Madrid, e, incluso, al PP. Si aquéllos son capaces de construir un discurso coherente (para los convencidos) de que la independencia no ha podido llevarse a cabo por la responsabilidad de los malos, podrán salvar, eso creen, la cara. Más aún si se persiguiese penalmente a los dirigentes nacionalistas, o se interviniese la Comunidad, o se enviase a las fuerzas armadas. Es lo que necesitan. Necesitan descolgarse de este proceso, atribuyéndole la responsabilidad a la incuria de España. Como siempre.
El Estado democrático de Derecho no puede ofrecer esa excusa. Se estarían sentando las bases para la siguiente y, tal vez, definitiva, andanada independentista. El independentismo tiene que enfrentarse a su propio monstruo. El que ha creado después de más de 30 años de maquinaria política e ideológica, en la que la escuela y los medios de comunicación, han jugado un papel decisivo. La independencia no sólo no es legalmente posible, sino que tampoco es conveniente, ni política, ni económicamente. La secesión de Escocia lo está poniendo de manifiesto. ¿Creen los catalanes, sinceramente, que la situación en la que quedaría la Cataluña unilateralmente independiente sería mejor que la Escocia independiente cuando ésta tendría la cobertura de la legalidad? No, por favor. Seamos serios. La situación sería peor, muchísimo peor, que la Escocia independiente y ya se sabe qué es lo que le esperaría.
Será muy difícil mantener el temple, cuando los secesionistas den el paso a la ruptura unilateral. España, toda España, entraría en una situación de gran incertidumbre política y económica, pero los más gravemente perjudicados serían los catalanes. Lo más “fácil” es suspender la autonomía, pero es una solución que se agota en el minuto “2” porque, una vez intervenida, ¿qué se hace? Nadie lo sabe, porque la “solución” del artículo 155 de la Constitución nunca se ha ensayado, ni aquí ni en Alemania, de cuya Constitución, la Ley Fundamental de Bonn, se trajo. Queda la esperanza de que surgirían, en estas terribles circunstancias, las condiciones para reconducir la situación con un secesionismo dividido y en plena crisis política, social y económica. Mientras tanto, el secesionismo es un gran buque que va a toda marcha hacia las rocas. Pararlo es muy difícil o imposible. Asistiremos al espectáculo de cómo se hunde y de los destrozos que va a provocar. Por primera vez, el nacionalismo catalán se va a enfrentar al vértigo y a las consecuencias de lo que ha creado. Las rocas se divisan. El capitán, A. Mas, pide que le obliguen a cambiar el rumbo. Pero algunos pasajeros le siguen empujando a que siga adelante e incremente la marcha. Los destrozos los soportaremos todos. Sólo ellos serán los responsables.
(Expansión, 16/09/2014)
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