Todo el mundo, al menos los informados y los no capturados por la propaganda, sabíamos que la consulta no se iba a celebrar. Era ilegal. Y era absurda. El Gobierno de España ha tenido la inmensa habilidad de colocar al nacionalismo ante el espejo. Con el Derecho, y nada más que el Derecho. Y el resultado ha alcanzado cotas de absurdidad que no eran imaginables. Sabíamos que el nacionalismo era una ideología excluyente, contraria a la libertad, uniformadora, sectaria, … antidemocrática. Sabíamos que el nacionalismo catalán siempre había hecho profesión de fe de la superioridad, incluso racial, catalana. Sabíamos muchas cosas. Sinceramente, nunca me pude imaginar que el Molt Honorable President de la Generalitat, el número 129, según sus cálculos, fuese a representar la patochada que pudimos ver ayer.
Es inimaginable que una persona mínimamente informada pueda proponer que hay consulta, pero no hay consulta. Y que la “nueva” consulta consiste en tener locales, urnas y papeletas. No se puede entender. Podrá haber locales, urnas, papeletas, incluso votantes, … pero no tendrá, ni legalidad, ni legitimidad. Eso no es una consulta. No es ni una encuesta. Es otra cosa cuya calificación dejo a la libertad de los lectores. Seguro que encontrarán un término más apropiado a aquél que la prudencia y la educación me impiden escribir.
Al final, tanta fanfarria, tanto acto institucional en la Sala Gótica del Palau de la Generalitat, tanto hecho histórico, tanto de tanto, se ha quedado en la nada. La nada de lo absurdo. En la nada que sólo alimenta la frustración. ¿Cómo explicárselo a los ciudadanos? Han utilizando tantas veces el socorrido argumento de que la culpa la tiene España, Madrid y el Real Madrid, que hoy sólo los capturados por la propaganda se lo pueden seguir creyendo. El nacionalismo ante el espejo es la nada. Un monstruo que habla y habla, amenaza y amenaza, pero que se va diluyendo en su propia arrogancia hasta quedar expedita su real dimensión.
Hay cientos de miles de catalanes que pueden razonablemente sentirse engañados. Y tienen toda la razón para estarlo. La política y la propaganda nacionalistas, que van estrechamente de la mano, les hizo concebir la ilusión de que con la independencia todo se conseguiría, todo se haría realidad. Cuando asistíamos al recuento de las bondades del desiderátum nacionalista, la pregunta que surgía era la de cómo personas razonables e inteligentes podían creer que todo lo que se les decía iba a hacerse realidad. Esta especie de locura colectiva ha acabado como sólo puede acabar: con el baño de la realidad. Y ¡qué baño!.
Sin embargo, debajo de la frustración, hay un sentimiento que se debe atender. Es la primera vez en la Historia de España que el denominado problema catalán se reconduce con el Derecho en la mano. En esta ocasión, no ha habido ningún Espartero. No. No ha sido necesario. Se ha demostrado la fortaleza de nuestro Estado democrático de Derecho. Ha funcionado y debe seguir funcionado. Eficacia, legalidad y, sobre todo, legitimidad. Éstos deben ser los tres soportes de la reacción del Estado. Se necesita el pulso firme, pero sereno.
Se abre un nuevo período. Un terreno ignoto. Cuando hemos llegado hasta la patochada, cualquier cosa puede suceder. Cuando se ha perdido, incluso, el sentido del ridículo, lo que puede ocurrir no lo sabe nadie. Cualquier cosa, inclusive, la declaración unilateral de independencia. Es posible. Y la actitud del Estado debe continuar como hasta ahora: Derecho, Derecho y más Derecho. Y mucha sangre fría.
El Derecho no prescribe soluciones. No hay una meta jurídica y aún menos inamovible. El Derecho ha permitido reconducir la situación. Ha trazado el campo de juego. Y ha impuesto las reglas. Pero ahora, unos y otros deben jugar el juego de la política. El Derecho ha marcado el cauce, el procedimiento, pero no ha establecido la solución. Ahora se requiere mucha política y mucho sentido de Estado. No hay una victoria. Y no creo que la haya. No puede considerarse que lo sea la garantía de la normalidad constitucional. Nunca la alternativa tuvo visos de éxito. El Estado democrático de Derecho debe ahora ofrecer con generosidad una oferta que permita a los catalanes ver reconocida, incluso constitucionalmente, sus singularidades, que no sus privilegios. No hay privilegios territoriales, ni puede haberlos. Hay las singularidades históricas, culturales, lingüísticas y políticas. Pero no hay privilegios. Estas singularidades deberían tener su reconocimiento constitucional.
Santiago Muñoz Machado, en su excelente libro “Cataluña y las demás Españas”, ha propuesto el mecanismo de cómo se ha de reconocer. Es una propuesta que se suma a las ya formuladas por otros juristas respecto de una nueva Disposición adicional a incluir en la Constitución; la que reconozca la singularidad catalana, como las que contemplan las del País Vasco y Navarra e, incluso, la de Canarias. El reto es cómo llenar de contenido esa Disposición, para que dé buena cuenta del fundamento de la singularidad, pero sin que ofrezca, ni la apoyatura a los privilegios, ni sea el nuevo Caballo de Troya del nacionalismo en la próxima batalla en pro de la secesión. Éste es el ámbito de la negociación política. ¿Y ahora qué? Política y sólo política, pero dentro del marco del Estado democrático de Derecho. Fuera de ese marco, la nada. Sólo la nada en la que no es posible ni la libertad, ni la razón; sólo la arrogancia.
(Expansión, 15/10/2014)
Es inimaginable que una persona mínimamente informada pueda proponer que hay consulta, pero no hay consulta. Y que la “nueva” consulta consiste en tener locales, urnas y papeletas. No se puede entender. Podrá haber locales, urnas, papeletas, incluso votantes, … pero no tendrá, ni legalidad, ni legitimidad. Eso no es una consulta. No es ni una encuesta. Es otra cosa cuya calificación dejo a la libertad de los lectores. Seguro que encontrarán un término más apropiado a aquél que la prudencia y la educación me impiden escribir.
Al final, tanta fanfarria, tanto acto institucional en la Sala Gótica del Palau de la Generalitat, tanto hecho histórico, tanto de tanto, se ha quedado en la nada. La nada de lo absurdo. En la nada que sólo alimenta la frustración. ¿Cómo explicárselo a los ciudadanos? Han utilizando tantas veces el socorrido argumento de que la culpa la tiene España, Madrid y el Real Madrid, que hoy sólo los capturados por la propaganda se lo pueden seguir creyendo. El nacionalismo ante el espejo es la nada. Un monstruo que habla y habla, amenaza y amenaza, pero que se va diluyendo en su propia arrogancia hasta quedar expedita su real dimensión.
Hay cientos de miles de catalanes que pueden razonablemente sentirse engañados. Y tienen toda la razón para estarlo. La política y la propaganda nacionalistas, que van estrechamente de la mano, les hizo concebir la ilusión de que con la independencia todo se conseguiría, todo se haría realidad. Cuando asistíamos al recuento de las bondades del desiderátum nacionalista, la pregunta que surgía era la de cómo personas razonables e inteligentes podían creer que todo lo que se les decía iba a hacerse realidad. Esta especie de locura colectiva ha acabado como sólo puede acabar: con el baño de la realidad. Y ¡qué baño!.
Sin embargo, debajo de la frustración, hay un sentimiento que se debe atender. Es la primera vez en la Historia de España que el denominado problema catalán se reconduce con el Derecho en la mano. En esta ocasión, no ha habido ningún Espartero. No. No ha sido necesario. Se ha demostrado la fortaleza de nuestro Estado democrático de Derecho. Ha funcionado y debe seguir funcionado. Eficacia, legalidad y, sobre todo, legitimidad. Éstos deben ser los tres soportes de la reacción del Estado. Se necesita el pulso firme, pero sereno.
Se abre un nuevo período. Un terreno ignoto. Cuando hemos llegado hasta la patochada, cualquier cosa puede suceder. Cuando se ha perdido, incluso, el sentido del ridículo, lo que puede ocurrir no lo sabe nadie. Cualquier cosa, inclusive, la declaración unilateral de independencia. Es posible. Y la actitud del Estado debe continuar como hasta ahora: Derecho, Derecho y más Derecho. Y mucha sangre fría.
El Derecho no prescribe soluciones. No hay una meta jurídica y aún menos inamovible. El Derecho ha permitido reconducir la situación. Ha trazado el campo de juego. Y ha impuesto las reglas. Pero ahora, unos y otros deben jugar el juego de la política. El Derecho ha marcado el cauce, el procedimiento, pero no ha establecido la solución. Ahora se requiere mucha política y mucho sentido de Estado. No hay una victoria. Y no creo que la haya. No puede considerarse que lo sea la garantía de la normalidad constitucional. Nunca la alternativa tuvo visos de éxito. El Estado democrático de Derecho debe ahora ofrecer con generosidad una oferta que permita a los catalanes ver reconocida, incluso constitucionalmente, sus singularidades, que no sus privilegios. No hay privilegios territoriales, ni puede haberlos. Hay las singularidades históricas, culturales, lingüísticas y políticas. Pero no hay privilegios. Estas singularidades deberían tener su reconocimiento constitucional.
Santiago Muñoz Machado, en su excelente libro “Cataluña y las demás Españas”, ha propuesto el mecanismo de cómo se ha de reconocer. Es una propuesta que se suma a las ya formuladas por otros juristas respecto de una nueva Disposición adicional a incluir en la Constitución; la que reconozca la singularidad catalana, como las que contemplan las del País Vasco y Navarra e, incluso, la de Canarias. El reto es cómo llenar de contenido esa Disposición, para que dé buena cuenta del fundamento de la singularidad, pero sin que ofrezca, ni la apoyatura a los privilegios, ni sea el nuevo Caballo de Troya del nacionalismo en la próxima batalla en pro de la secesión. Éste es el ámbito de la negociación política. ¿Y ahora qué? Política y sólo política, pero dentro del marco del Estado democrático de Derecho. Fuera de ese marco, la nada. Sólo la nada en la que no es posible ni la libertad, ni la razón; sólo la arrogancia.
(Expansión, 15/10/2014)
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