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Corrupción, de la ignorancia a la indignación




El último sondeo del CIS (barómetro de septiembre 2014) sitúa la “corrupción y fraude” como uno de los principales problemas de España según el 42,7% de los encuestados. Continúa una tendencia que se inicia con el Barómetro de febrero de 2013, en el que la corrupción pasa del 17,7% al 40%. Y se ha instalado en estas cifras, sin perspectivas de que vaya a disminuir. Antes de febrero de 2013, el porcentaje era, como digo, inferior al 10%. Incluso, cuando la crisis económica se manifestaba con singular dureza, los porcentajes se mantenían bajos. En enero de 2010, era del 2,9%. El salto está relacionado con las informaciones de los casos Bárcenas y Urdangarín, pero también con otros, como el de los Pujol y los ERE de Andalucía. Una vez producido el cambio de tendencia, se ha consolidado y se ha ido alimentando hasta permanecer, además, en altas cotas. Las informaciones no dejan de aparecer, alimentando la percepción colectiva de la corrupción, la cual no necesariamente coincide con la real. Es más, probablemente, ésta será inferior.

Hay una sensación de asfixia. Todo es corrupto. Todo es corrupción. A mi juicio, ya se ha identificado como una consecuencia del “sistema”, de la “casta”, según la expresión que se ha popularizado. Se corre el riesgo de que se identifique la democracia española con la corrupción. Amenaza con convertirse en el problema del sistema político, de la democracia y de los partidos. Y nadie está libre de culpa, ni los partidos sedicentemente alternativos. Lo sucedido con mi colega y amigo Sosa Wagner es ilustrativo. Sólo por haber pedido que se reconsiderase la estrategia de alianzas, ha sido denigrado y vilipendiado por la dirección de su partido. Si eso es lo que entienden por democracia los “alternativos”, se pone de manifiesto que el mal es muy profundo. Es una manera autoritaria de concebir la política y el poder; una suerte de patrimonio que, llegado el caso, también puede ser objeto de transacción. Y esto está calando muy profundamente entre los ciudadanos.

Por primera vez, la preocupación por la corrupción supera a la de los políticos. Tradicionalmente, éstos han sido valorados críticamente en un porcentaje que se ha mantenido constante por encima del 20%. En el último barómetro, así lo consideraba el 25,8% de los encuestados. La corrupción ha irrumpido en nuestro sistema político para instalarse en unas cotas superiores al 40%, pero en un escenario en el que ya había una música de fondo crítica con los políticos. La suma de estos dos elementos arrojan inquietud. Un auténtico griterío se ha adueñado de la escena política española. No es descabellado pensar que la crítica a la corrupción y a los políticos arrojan sombras de sospecha y de ilegitimidad sobre nuestra democracia.

El Estado democrático de Derecho debe, a mi juicio, reaccionar con contundencia y rapidez. Cada día que pasa sin dar la debida respuesta a esta impresión, más dudas se arrojan. La reacción debe ser política, aún cuando está bajo sospecha. No bastan nuevas leyes. No. Les puede resultar suficiente a la mentalidad de profesor de Derecho de nuestros políticos pero no a los ciudadanos. Éstos quieren hechos. La depuración judicial es imprescindible. No me canso de repetir lo que todos, absolutamente todos, sabemos: una justicia lenta no sólo no es justicia sino que, en relación con estos casos, es aún más perniciosa. El que la Audiencia Nacional, como denunciaba su presidente, no tenga, por ejemplo, una plantilla de peritos contables permanentes, por lo que debe recabar el auxilio del Banco de España caso a caso, introduce incertidumbre y una lentitud asfixiantes.

Una de las dificultades para la reacción es la propia magnitud que ha alcanzado la valoración crítica de la corrupción. Cualquier irregularidad, tanto en el ámbito público como en el privado, es considerada corrupción. Si HEIDENHEIMER clasificó la corrupción en negra, gris y blanca en función del grado de rechazo ciudadano, en la España actual todo es corrupción y, además, negra, muy negra, a la que se le aplica el rechazo más contundente. Esta circunstancia es el resultado de pasar de 2,9% al 42,7% en poco más de 4 años. La distancia que va de la ignorancia a la indignación. Y ésta es muy difícil de gestionar. Se está introduciendo una distancia, incluso, considerable, entre lo que el Derecho prescribe y, sobre todo, sus aplicadores establecen, y lo que la ciudadanía considera como reprobable. En el caso de las tarjetas opacas de Caja Madrid, se da la circunstancia de que las dudas penales, que parecen embargar a la Fiscalía, se contraponen al inmenso rechazo social. Éste es aún más sensible cuanto que se trata de una entidad financiera que ha practicado desahucios por impagos de los créditos. Ante los ojos de ciudadanos se presenta un retrato demoledor. Unos directivos que llevaron a la ruina a una Caja que luego debió ser rescatada con el dinero de todos los españoles, han utilizado las tarjetas para pagarse sus vicios, incluso, los inconfesables. No es fácil de digerir. Es difícil que los que han creado el marco institucional que hizo posible lo expuesto y otros casos más, sean capaces de ofrecer las respuestas que los ciudadanos reclaman. Sin embargo, la democracia española está en una nueva encrucijada. Si no hay respuesta política adecuada y si la depuración judicial sigue sin llegar, los necrófagos prosperarán. Y éstos amenazan con pasar de la corrupción del sistema al sistema corrupto. Menudo dilema.

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