Alan Henning, un taxista de Manchester, de 47 años, fue llevado, con su vestimenta anaranjada, a un lugar no especificado del norte de Siria; fue puesto de rodilla y decapitado. Esto sucedía el día 3 de octubre. Era el cuarto rehén occidental, ejecutado de la misma forma; a manos del mismo asesino; una persona que habla con un fuerte acento londinense. Mientras sujetaba a Henning, profería la siguiente amenaza: “Si usted, Cameron, persiste en atacar al Estado Islámico, entonces usted, como su amo Obama, tendrá la sangre de su pueblo en sus manos”.
¿Es realmente un Estado el autodenominado Estado islámico? Según las coordenadas clásicas de la teoría del Estado, es un poder que de manera efectiva se proyecta sobre un territorio y un pueblo. Es el poder desnudo, entregado a unas convicciones religiosas que impone a sangre y fuego; atrocidades según nuestras convicciones o valores. Ha surgido de la ausencia de Estado. De un Estado probablemente fallido. El de Irak, pero también el de Siria. Ese fracaso se ha puesto de relieve cuando el régimen dictatorial o ha desaparecido (Irak) o ha entrado en crisis (Siria). Ha aflorado la incapacidad del poder y la de su institucionalización, de proyectarse con efectividad sobre territorio y población; y es directamente proporcional a su ineptitud para permearse con los intereses de la población. Cuando es una mera máquina de extracción, la falta de “inclusión” social lo desnuda de todos los atributos. Una vez caído el talón de las formalidades, de las apariencias, el poder refulge con su intensidad, pero también con su debilidad.
El Estado español no es un Estado fallido, ni muchísimo menos, pero la última semana se ha dado una vuelta de tuerca, otra más, a nuestro sistema institucional. El escándalo de las tarjetas de Caja Madrid-Bankia y la gestión de la enfermedad del Ébola son ejemplos de fallo del Estado. El primero, porque retrata un poder que creó las condiciones para publificar y politizar las Cajas que permitió que administradores-políticos las gestionaran para extraer rentas con las que enriquecerse. Que es un producto del sistema institucional lo demuestra la implicación de todos los partidos, los sindicatos y las organizaciones empresariales. Todos. En la gestión del virus de Ébola concurre lo peor del euro-centrismo. La OMS ha reconocido que no estamos preparados. Hemos creído aquello que se nos repetía hasta la saciedad: que no llegaría. Y ya está aquí. Se da la circunstancia de que, como consecuencia de la distribución de competencias, el Estado central sólo tiene competencias de coordinación. Son las Comunidades autónomas las que prestan los servicios sanitarios. En cambio, el Estado sí tiene competencias en la denominada sanidad exterior. El reparto competencial hace más complicada la gestión por la multiplicidad de actores que, además, sólo se pueden coordinar voluntariamente. En nuestra organización territorial falla la cooperación, la colaboración y la lealtad. Es la peor crisis y, encima, tratada cuales boy scouts, con voluntarismo, comités, reuniones, diálogos, negociación, … Napoleón decía "si quieres que algo se haga, encárgaselo a una persona; si quieres que algo no se haga, encárgaselo a un comité".
La diferencia entre un Estado fallido y aquél que no lo es, lo marcan dos elementos relevantes. Por un lado, la ciudadanía, con sus derechos garantizados de manera efectiva. Unas personas que valoran sus intereses y sus libertades. Y que están en disposición de ejercer su contra-poder. La indignación los moviliza pero se necesita algo más. A veces, la indignación se convierte en venganza que ciega el objetivo principal: evitar que se repitan los errores. Y, por otro, que las instituciones funcionen y lo hagan de manera eficaz. El sistema de salud pública no ha funcionado adecuadamente, mas tampoco el sistema judicial. El “aprendizaje institucional” es esencial; uno de los requisitos de la sostenibilidad del Estado. Aprender de los errores. En la crisis del Ébola, se han cometido muchos y muy relevantes. Y las tarjetas vuelven a poner en cuestión al Poder Judicial. Éste debe castigar las conductas que no se ajustan a la Ley. Y no cumple su función cuando lo hace con lentitud. Cuando el Presidente de la Audiencia Nacional denuncia, como lo ha hecho esta semana, que los Magistrados de la Audiencia no cuentan con una plantilla de peritos contables permanentes que les auxilien en la toma de decisiones, nos está mostrando el verdadero rostro de la Justicia. Una Justicia infradotada que debe, además, seguir un procedimiento excesivamente garantista que ofrece todas las oportunidades a los “malos” para entorpecer su desarrollo hasta conseguir la impunidad.
La crisis de las tarjetas y del Ébola proyectan una sombra de ilegitimidad sobre las instituciones que las mina. Unas instituciones deslegitimadas alimentan a las alternativas precisamente “anti-sistemas”. España no es un Estado fracasado. No, no lo es. Pero su sistema institucional no está funcionando adecuadamente y esta deficiencia está nutriendo a todos aquellos que buscan, precisamente, empujarlo al fracaso, porque quieren acabar con él. No es extraño que los nacionalistas catalanes hablen del Ébola como la “peste española”. O hay regeneración o los necrófagos terminarán liquidando al Estado.
¿Es realmente un Estado el autodenominado Estado islámico? Según las coordenadas clásicas de la teoría del Estado, es un poder que de manera efectiva se proyecta sobre un territorio y un pueblo. Es el poder desnudo, entregado a unas convicciones religiosas que impone a sangre y fuego; atrocidades según nuestras convicciones o valores. Ha surgido de la ausencia de Estado. De un Estado probablemente fallido. El de Irak, pero también el de Siria. Ese fracaso se ha puesto de relieve cuando el régimen dictatorial o ha desaparecido (Irak) o ha entrado en crisis (Siria). Ha aflorado la incapacidad del poder y la de su institucionalización, de proyectarse con efectividad sobre territorio y población; y es directamente proporcional a su ineptitud para permearse con los intereses de la población. Cuando es una mera máquina de extracción, la falta de “inclusión” social lo desnuda de todos los atributos. Una vez caído el talón de las formalidades, de las apariencias, el poder refulge con su intensidad, pero también con su debilidad.
El Estado español no es un Estado fallido, ni muchísimo menos, pero la última semana se ha dado una vuelta de tuerca, otra más, a nuestro sistema institucional. El escándalo de las tarjetas de Caja Madrid-Bankia y la gestión de la enfermedad del Ébola son ejemplos de fallo del Estado. El primero, porque retrata un poder que creó las condiciones para publificar y politizar las Cajas que permitió que administradores-políticos las gestionaran para extraer rentas con las que enriquecerse. Que es un producto del sistema institucional lo demuestra la implicación de todos los partidos, los sindicatos y las organizaciones empresariales. Todos. En la gestión del virus de Ébola concurre lo peor del euro-centrismo. La OMS ha reconocido que no estamos preparados. Hemos creído aquello que se nos repetía hasta la saciedad: que no llegaría. Y ya está aquí. Se da la circunstancia de que, como consecuencia de la distribución de competencias, el Estado central sólo tiene competencias de coordinación. Son las Comunidades autónomas las que prestan los servicios sanitarios. En cambio, el Estado sí tiene competencias en la denominada sanidad exterior. El reparto competencial hace más complicada la gestión por la multiplicidad de actores que, además, sólo se pueden coordinar voluntariamente. En nuestra organización territorial falla la cooperación, la colaboración y la lealtad. Es la peor crisis y, encima, tratada cuales boy scouts, con voluntarismo, comités, reuniones, diálogos, negociación, … Napoleón decía "si quieres que algo se haga, encárgaselo a una persona; si quieres que algo no se haga, encárgaselo a un comité".
La diferencia entre un Estado fallido y aquél que no lo es, lo marcan dos elementos relevantes. Por un lado, la ciudadanía, con sus derechos garantizados de manera efectiva. Unas personas que valoran sus intereses y sus libertades. Y que están en disposición de ejercer su contra-poder. La indignación los moviliza pero se necesita algo más. A veces, la indignación se convierte en venganza que ciega el objetivo principal: evitar que se repitan los errores. Y, por otro, que las instituciones funcionen y lo hagan de manera eficaz. El sistema de salud pública no ha funcionado adecuadamente, mas tampoco el sistema judicial. El “aprendizaje institucional” es esencial; uno de los requisitos de la sostenibilidad del Estado. Aprender de los errores. En la crisis del Ébola, se han cometido muchos y muy relevantes. Y las tarjetas vuelven a poner en cuestión al Poder Judicial. Éste debe castigar las conductas que no se ajustan a la Ley. Y no cumple su función cuando lo hace con lentitud. Cuando el Presidente de la Audiencia Nacional denuncia, como lo ha hecho esta semana, que los Magistrados de la Audiencia no cuentan con una plantilla de peritos contables permanentes que les auxilien en la toma de decisiones, nos está mostrando el verdadero rostro de la Justicia. Una Justicia infradotada que debe, además, seguir un procedimiento excesivamente garantista que ofrece todas las oportunidades a los “malos” para entorpecer su desarrollo hasta conseguir la impunidad.
La crisis de las tarjetas y del Ébola proyectan una sombra de ilegitimidad sobre las instituciones que las mina. Unas instituciones deslegitimadas alimentan a las alternativas precisamente “anti-sistemas”. España no es un Estado fracasado. No, no lo es. Pero su sistema institucional no está funcionando adecuadamente y esta deficiencia está nutriendo a todos aquellos que buscan, precisamente, empujarlo al fracaso, porque quieren acabar con él. No es extraño que los nacionalistas catalanes hablen del Ébola como la “peste española”. O hay regeneración o los necrófagos terminarán liquidando al Estado.
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