Entre nosotros la Constitución plasma el desiderátum
colectivo de lo que queremos para el Estado y la Nación. Es la plasmación de
los sueños colectivos. La Constitución de Cádiz en su artículo 6 disponía que
“el amor de la patria es una de las principales obligaciones de todo los
españoles, y asimismo el ser justos y benéficos”. Era el deseo de que los
españoles así lo fueran, y la confianza de que bastaba imponer aquellas
obligaciones para que se convirtieran en realidad. La Constitución de 1978 no
está lejos de aquella esperanza: la de cambiarlo todo para que seamos
colectivamente mejores. Es la que proclama como valores superiores la libertad,
la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1), así como enumera
unos principios rectores de la política social y económica, en coherencia con
aquellos valores, que establecen las tareas de los poderes públicos de
asegurar, promover, fomentar, velar, garantizar, … unos objetivos relativos a
la familia, el progreso social y económico, la Seguridad Social, la salud, la
cultura, el medio ambiente, patrimonio histórico, la vivienda, la juventud, los
discapacitados, las pensiones, los consumidores, las organizaciones
profesionales, … La garantía de los derechos y libertades individuales, pero
también el compromiso de hacer realidad otros objetivos sociales, en sentido
amplio. En definitiva, hacer realidad aquella aspiración a la libertad, la
justicia, la igualdad y el pluralismo político. Este es el desiderátum de
nuestra constitución como Estado. España se constituye en Estado para hacer
realidad aquellos objetivos. En el fondo, creemos que necesitamos el Estado, el
poder, el imperium, … para que nuestros deseos colectivos se hagan realidad. Es
nuestra mentalidad profunda. Nuestra manera de concebir la Constitución.
Nuestro sentimiento constitucional. No basta con que se establezcan las reglas
del juego sino que, además, queremos ganar el juego. Nuestra Constitución no
sólo establece las reglas del partido de fútbol sino que además proclama que se
ganará el partido por goleada.
No nos puede extrañar que, cuando surgen problemas,
inmediatamente se mira a la Constitución. Es la responsable, la culpable de los
problemas y debe ser la artífice de las soluciones. Si se cambia la
Constitución, los problemas se solucionarán. Tenemos, en el fondo, una visión
mítica de la Constitución. Otras Constituciones están centradas en las reglas
del juego, no en el resultado. Es el caso de la Constitución de Estados Unidos.
Es el fruto de otra época, bien distinta a la nuestra, pero también de otra
concepción del papel de la Constitución. Tenía como tarea erigir una nación y
un Estado más y más fuerte que los Estados que se unían para integrar la
Federación. Como se ha afirmado en Estados Unidos, el sistema federal americano
no es el resultado de las reglas constitucionales sino de la interpretación que
de las mismas ha llevado a cabo el Tribunal Supremo. Es este el auténtico
hacedor del sistema federal según hoy lo conocemos. La Constitución marca la
reglas pero es la tarea de los jugadores hacer realidad el máximo desiderátum
de la Constitución: la unidad nacional. Es un deseo pero alzado sobre los
hombros de los actores políticos y, en primer lugar, sobre el de los
ciudadanos. Hay una conciencia colectiva de que el partido hay que jugarlo, con
las reglas constitucionales, pero hay que ganarlo día a día. El papel de los
interpretes y aplicadores del Derecho es esencia. En particular, el papel del
Tribunal Supremo.
Entre nosotros, la situación es distinta. La mitología
constitucional se acompaña de cierto abandono de la responsabilidad del
interprete y aplicador del Derecho. Basta que la Constitución lo diga; es
suficiente. En cambio, es aún más importante que es lo que dicen los
Tribunales, en especial, el Tribunal Constitucional. Este es el que hace la
Constitución viva. El papel de la Constitución cobra vida a través de la
interpretación y aplicación que hacemos todos de las normas constitucionales
pero, en particular, aquél Tribunal. Si este interpreta de una u otra manera el
texto constitucional, la Constitución vivirá de una u otra manera. Nos hemos
preocupado en exceso por lo que dice, y menos por el quién interpreta y aplica
lo dicho por la Constitución. El resultado, es a mi juicio, una contradicción
entre lo que deseamos, plasmado en la Constitución, como expresión de nuestro
desiderátum colectivo, y la interpretación y aplicación que se hacen de
aquellos deseos.
El mito constitucional es social y políticamente necesario pero se corre el riesgo de que se olvide que la Constitución "viva" necesita de aplicadores adecuados. Es la responsabilidad de todos pero, en particular, los Tribunales y, singularmente, el Tribunal Constitucional, que la Constitución sea la que gobierna nuestra convivencia colectiva pero con una directriz clara y, escandalosamente evidente: la unidad. La Constitución es Constitución viva de una nación que quiere seguir siendo nación. No es Constitución para liquidar la nación o lo que es lo mismo, liquidar la Constitución. Esta carece total y absolutamente de espíritu suicida. Que los interpretes y aplicadores no se empeñen en poner en boca de la Constitución aquello que ésta no ha podido ni imaginar.
Comentarios
Publicar un comentario