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Diez tesis sobre la corrupción

Leyendo lo publicado estos días sobre la corrupción en España la imagen que me viene a la cabeza es la de un torrente o, incluso, un gran río. Las propuestas para su erradicación están en consonancia. Más y más trámites y más y más controles. Sería como establecer nuevas barreras, pero ¿desaparecería el agua? A mi juicio, sobre la corrupción hay una enorme confusión. Creo que es imprescindible establecer algunas ideas básicas.

En primer lugar, no toda irregularidad o ilegalidad es corrupción. La ola de indignación ha conseguido confundir los términos. La corrupción es, en sentido estricto, lo que dispone el artículo 419 Código penal, recogiendo la legislación internacional en la materia (Convenio Civil sobre la Corrupción, número 174 del Consejo de Europa, hecho en Estrasburgo el 4/11/1999). O sea, “la autoridad o funcionario público que, en provecho propio o de un tercero, recibiere o solicitare, por sí o por persona interpuesta, dádiva, favor o retribución de cualquier clase o aceptare ofrecimiento o promesa para realizar en el ejercicio de su cargo un acto contrario a los deberes inherentes al mismo o para no realizar o retrasar injustificadamente el que debiera practicar”.

En segundo lugar, la confusión entre corrupción, irregularidad e, incluso, ilegalidad, alienta aún más la desazón colectiva. No toda irregularidad es ilegal, y no toda ilegalidad es corrupta. Hay irregularidades que no tienen ninguna consecuencia jurídica. Sólo la tienen las ilegalidades, pero éstas no abocan necesariamente a su toma en consideración como corrupción. En otros términos, el Derecho administrativo no puede desaparecer como mecanismo de control de la actividad administrativa. Que este mejore no impide, al contrario, que se refuercen los mecanismos de castigo penal con los que afrontar la corrupción como ilegalidad cualificada y agravada.

En tercer lugar, la causa de la corrupción es variada. Una que me parece relevante es la avaricia. El deseo inmoderado de poseer riquezas. No es el deseo de prosperar, sino el de hacerlo prescindiendo de cualquier restricción, incluida la moral. Un afán desordenado, como lo define la Real Academia Española; sin orden, sin restricción. La corrupción se produciría cuando fallan las restricciones, no cuando está ausente el afán o el deseo de riquezas. El ser humano sin pecado no existe.

En cuarto lugar, esta avaricia inmoderada e inmoral se puede encontrar en todos los países y en todas las circunstancias. Ni la crisis la ha incrementado, ni la ha reducido. La relación con los valores colectivos es inevitable. El contraste entre Estados Unidos y España es interesante. Aquél es un país individualista, mientras que éste es lo contrario. Así resulta tradicionalmente del Pew Research Studies. El individualismo sería refractario a las restricciones. El yo se intenta desplegar sin admitir límites. La avaricia desmedida tendría el caldo de cultivo ideal. En cambio, entre nosotros, la sociabilidad se despliega con normalidad alrededor del yo, estableciendo límites y restricciones. El resultado sería, conforme a este esquema de valores, que la corrupción allí sería mayor que aquí. El resultado es, sin embargo, distinto: Estados Unidos ocupa el puesto 19, mientras España el 40, según Corruption Perceptions Index 2013 de Transparency International. La diferencia no está, a mi juicio, en el terreno de los valores, sino en el de la efectividad de las restricciones. No se puede controlar o moderar la pulsión, el afán, pero sí hacer que las restricciones sean eficaces.

En quinto lugar, si no se puede eliminar la causa, entramos en el terreno de cómo controlarla. Se sostiene que hay que incrementar los controles. Más trámites, más cargas, más restricciones, más prohibiciones, … más y más regulación. Se olvidan las exigencias de la PQR, de la política de calidad de la regulación, la del mejor frente al más. No se necesitan más controles, sino mejores; una mejor regulación frente a la corrupción, o sea, ajustada a las necesidades, proporcionada y siempre favorable a la libertad de los ciudadanos. Ni más cargas innecesarias, ni más restricciones onerosas y, sobre todo, menos oportunidades para que el corrupto pueda dar rienda suelta a su avaricia desmedida.

En sexto lugar, la libertad o discrecionalidad de las autoridades no se puede eliminar, como se ha propuesto. Es un falaz desiderátum pretender que administrar se convierta en una suerte de apretar un botón. Administrar es decidir y dentro del marco de la Ley, lo que supone, por la propia naturaleza de la técnica normativa, reconocerle a la autoridad correspondiente un margen de libertad. Esa libertad podrá ser utilizada, inevitablemente, para canalizar la avaricia inmoderada que he comentado. Tampoco se elimina la corrupción multiplicando los controles. Hay que mejorar los que existen, los internos (intervención) y los externos (Tribunal de Cuentas). No es admisible que la fiscalización actúe tarde y mal.

En séptimo lugar, más y más restricciones a la gestión pública suponen más cargas. Y esto no es gratuito. Si los procedimientos de la Administración son más gravosos, la obra se retrasará, la puesta en servicio de la actividad quedará pospuesta, o la apertura del negocio se retrasará. No deja de ser paradójico que al mismo tiempo que se denuncia la discrecionalidad de la Administración y se proponen nuevos controles, el Doing Business Index nos coloca en el puesto 33. España no es un país amigable para hacer negocios por la presión regulatoria y, sin embargo, se quiere incrementar ésta por la vía de aumentar los controles. ¿Por qué se silencian las ventajas de la liberalización?

En octavo lugar, quien la hace, la paga. Se debe trabajar con determinación en el campo de los incentivos. Uno de ellos es el del efecto disuasivo de la condena penal. Si la avaricia es un impulso o una pulsión consustancial al ser humano, sólo la efectividad de la restricción podrá hacer posible su reconducción. La única manera de que el corrupto la interiorice es mediante la seguridad del castigo. El refuerzo del Poder Judicial es esencial. Más medios y la reforma del procedimiento penal para que los malos no se puedan beneficiar de unas posibilidades infinitas de recurso. Todo tiene un límite; también las garantías.

En noveno lugar, la corrupción tiene una dimensión social. No es un acto individual. Hay corruptos y corruptores; también hay colaboradores por activa y por pasiva, así como testigos. La socialización de la corrupción ofrece oportunidades para su combate: la delación y, en particular, la de los insiders; así como el papel de ciertas organizaciones que deciden asumir el rol social de su lucha, al convertir la indignación en motor de la acción que desencadena la del Estado.

En décimo y último lugar, desnudar al poder es imprescindible. La transparencia es un medio importante. No porque la impudicia sea un desiderátum en sí mismo, sino porque facilita los rudimentos informativos que son necesarios para que la maquinaria del Estado de Derecho se ponga en marcha para combatir esta ilegalidad cualificada.

En definitiva, el combate contra la corrupción en España tiene una solución paradójica: por un lado, mejor regulación y mejores controles, eliminando las trabas innecesarias, desproporcionadas e intervencionistas y, por otro, la efectividad de la restricción por la vía de su interiorización mediante la certidumbre de que el castigo penal se producirá y, además, de manera rápida y ejemplar. El único disuasivo realmente eficaz. El único que permite interiorizar las restricciones efectivas a la avaricia. Entre uno y otro, los ciudadanos. La corrupción es un acto social y con implicaciones sociales. No hay corrupción si no hay corruptos. Los ciudadanos deben ser beligerantes. La transparencia les debe facilitar información para desencadenar la acción de la Justicia. Ésta, con los medios adecuados, debería aplicar el castigo, el que revigoriza las restricciones a la avaricia.

(Expansión, 04/11/2014)

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