La claridad en democracia es una virtud. Ahora que hemos elevado a los altares de los mitos políticos la transparencia, la nueva metonimia de la democracia, podemos conocer con rigor y exactitud qué es lo que propone y cómo lo defiende cada uno. El pasado día 9 de noviembre ha sido un acto de transparencia, de claridad, que las democracias necesitan. Según los organizadores, participaron más de 2 millones de personas y 1,8 millones se manifestaron a favor de la independencia. Esto supone menos del 29 por 100 del total de los que tenían derecho a participar. Unas cifras que, si las asumimos como válidas, coinciden con el número de votos que las fuerzas independentistas obtuvieron en las pasadas elecciones autonómicas. No hay ningún vuelco significativo. No se ha multiplicado el número de partidarios de la ruptura con España. Lo relevante ha sido la escenificación del camino elegido por los nacionalistas para hacer realidad sus objetivos, el de la ilegalidad. Nunca en la Historia de la democracia española habíamos vivido una ilegalidad tan escandalosa, grave y tan arrogantemente representada.
Se ha incumplido la Constitución, las leyes y las resoluciones del Tribunal Constitucional. Se han desconocido las piezas más importantes de nuestro ordenamiento jurídico. Una inobservancia que resulta aún más grave, cuanto expresamente el Tribunal Constitucional, por dos ocasiones, ordenó la suspensión de cualquier acto relacionado con las sedicentes consultas. El que 1,8 millones de catalanes se manifieste a favor de la independencia concuerda con el número ya conocido de secesionistas. Que lo hayan hecho a través de una farsa, consentida por el Estado de Derecho es, no sólo ilegal, sino doloroso. Todos aquellos que “sentimos Cataluña”, nos hemos sentido abandonados por el Estado democrático de Derecho. Primero, porque lo sucedido se sabía que iba a suceder. Y no se hizo nada, más allá de buscar la declaración jurídica y confiar en el supuesto sentido común de los organizadores. No ha habido plan “B” con el que afrontar la situación. La reacción de la Fiscalía ha sido tardía. Se quería evitar la alteración del orden público y la consiguiente imagen internacional. Ahora bien, para evitar esa imagen, se han hecho demasiadas cesiones que han producido otra aún peor: la inacción de un Estado que muestra una debilidad extrema.
Un Estado débil no es garante de las libertades. Es un excitante para los enemigos de los derechos. “No se atreverán; no se atreverán”, se repitió una y mil veces. Y se han atrevido. Los denominados nacionalistas moderados no controlan el proceso. Están siendo arrastrados por los más radicales. Son empujados, como títeres, a hacer aquello que es necesario para el proceso. Y seguirán actuando de esa manera.
El paso siguiente es el de la “declaración unilateral de independencia”. Un Estado que no ha sido capaz de reaccionar de manera efectiva para evitar el acto masivo de ilegalidad que hemos visto, ¿qué hará cuando se produzca la declaración?, porque se producirá. Y cuando lo hagan, ¿qué hará el Estado? Ésta es la gran pregunta que nos hacemos los demócratas. Si sigue aplicando la misma estrategia que hemos visto en el 9 N, sabemos el resultado: Cataluña será independiente o, aún peor, será el nuevo Kosovo de Europa, una entelequia que no se sabe qué es y que pulula por la Comunidad internacional. Reconocida por algunos y ninguneada por la mayoría. En el caso de Cataluña, la situación sería aún peor, porque no habría nadie, al menos importante, que la reconozca. El problema no estaría en la existencia, legalidad o legitimidad de la nueva entidad independiente, de la que carecería completamente, sino en la situación de incertidumbre que crearía, que perjudicaría, en primer lugar, a Cataluña pero, también, a España. Cuando estamos a las puertas de la definitiva recuperación económica, esta incertidumbre política, sería una pesadísima losa que tendríamos que soportar.
En el fondo, soy optimista. Los demócratas podemos aún ganar en esta lucha por la defensa de la democracia y el Estado de Derecho. Habrá que asumir y soportar la carga de la deslealtad del nacionalismo. La que llevamos arrastrando desde hace mucho tiempo, pero que había sido ocultada por unos, los que miraban hacia otro lado, y por otros, los que querían hacer del engaño al Estado su estrategia política y la manifestación de su superioridad. España ha salido adelante, incluso, en coyunturas más complicadas.
La gestión de la ilegalidad, sobre todo, la masiva, es muy compleja. Es la gran paradoja del Estado de Derecho. La ilegalidad extendida puede alumbrar el surgimiento de una nueva legalidad. Brota fruto de las revueltas, las revoluciones o los golpes de Estado. El reto es evitarlas, así como el nacimiento de una nueva legalidad en contra del Estado democrático de Derecho constituido por la Constitución española de 1978.
La mentalidad de profesor de Derecho de la que han hecho gala los políticos españoles según la cual bastaba una o varias resoluciones del Tribunal Constitucional para que el problema no sólo se solucionara sino que desapareciera, ha mostrado, una vez más, su propia inanidad. Es la mentalidad autocomplaciente que pospone el problema hasta enervarlo y hacer imposible su gestión.
Hemos asistido a una dolorosa manifestación de la debilidad del Estado de Derecho. Seguramente, el episodio de mayor gravedad en la historia de la democracia española. La debilidad hace aún más complicado afrontar el desafío secesionista. Siempre ha sido el mayor excitante para los secesionistas. Están crecidos para dar el siguiente paso: la declaración de independencia. La debilidad sólo produce más debilidad.
Es imprescindible, a mi juicio, recapitalizar la legitimidad democrática del Estado con un gran acuerdo de regeneración que fortalezca nuestra democracia. El Estado recapitalizado podrá afrontar con legalidad pero también con legitimidad el desafío. Un mensaje claro: la soberanía nacional reside en el pueblo español. Esa soberanía no sólo no se negocia sino que ese pueblo soberano no dejará nunca de garantizar los derechos y las libertades de todos los españoles, con independencia del lugar en el que residan. No bastan declaraciones o resoluciones. O la garantía de los derechos es un hecho, o se está dando pábulo al surgimiento de una nueva legalidad por vías antidemocráticas. España se constituyó en Estado democrático de Derecho por obra de la Constitución. La desidia de las instituciones del Estado está frustrando la obra de la Constitución. Una gravísima dejación. Un gravísimo atentado a los derechos de los ciudadanos.
(Expansión, 11/11/2014)
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