Garrett Hardin, en el año 1968, acuñó una expresión que ha hecho una extraordinaria fortuna más allá de su ámbito inicial. Sostenía que, en relación con los recursos naturales, se produce la “tragedia de lo común”, de los bienes comunes: el conflicto entre el interés personal de la explotación y el interés colectivo de la conservación, acaba convirtiendo la despreocupación por lo común en un perjuicio individual.
El proceso contra el golpismo catalán es otro ejemplo, salvando las distancias, de la tragedia de lo común; la de las instituciones que, como las definiera Ralf Dahrendorf, sirven para la construcción normativa de la sociedad de la democracia liberal. Por un lado, la Abogacía General del Estado ha presentado un escrito de acusación de los golpistas que rebaja la calificación inicial. Y, por otro, la Fiscalía General del Estado, mantiene la acusación en los términos ya conocidos.
Los escritos procesales, en coherencia con su función en el seno del proceso, llevan a cabo la “inserción” de los hechos, según las pruebas practicadas, en los tipos penales, deduciendo unas penas. Mientras que, para la Abogacía, los hechos encajan en los delitos de sedición y malversación de caudales públicos, para la Fiscalía, en cambio, en los de rebelión, malversación y desobediencia. El resultado práctico es bien distinto. En el primer caso, los golpistas pueden recibir penas que llegan, como máximo, hasta los 12 años, mientras que, en el segundo, hasta los 25 años.
La Abogacía del Estado obedece al Gobierno, como dispone su Ley, mientras que la Fiscalía sólo persigue el interés de la Ley (art. 124 Constitución). La primera es dependiente de los políticos, mientras que la segunda, no. Se podría considerar que, sobre todo, la discrepancia es fruto de un debate jurídico sobre la diferencia entre rebelión y sedición, y si los hechos acaecidos en Cataluña encajan en una u otra figura penal. A mi juicio, no cabe duda de que hubo una rebelión. Considerar que la referencia al alzamiento violento y público del artículo 472 del Código penal debe entenderse como sublevación militar, conduce al absurdo de descartar el amplio elenco de formas de violencia que, incluso, en otros ámbitos y figuras delictivas, se admiten con normalidad. Y lo vivido los días 19 y 20 de septiembre y el día 1 de octubre de 2017, así como los días posteriores, encajan en lo que convencionalmente todos entendemos por violencia. Desde las instituciones de la Generalitat, ocupadas por los secesionistas, se alentó una revuelta contra la legalidad constitucional con el objetivo de separar Cataluña del resto de España, para lo que se utilizó la violencia, como detalla el escrito de la Fiscalía.
Es en el terreno político donde el cambio de la calificación tiene mayor transcendencia. Es, sin duda, un gesto con una importante carga simbólica en el contexto de una negociación con los secesionistas. No es el resultado de un cambio de criterio técnico que, incluso, de haberlo, lo que dudo, sería secundario. Se pretende enviar a los partidos secesionistas un mensaje de complicidad buscando su comprensión y, en consecuencia, su apoyo para sostener el Gobierno del Presidente Sánchez.
En el corto plazo, este gesto no conseguirá el resultado perseguido. Los secesionistas seguirán sintiéndose agraviados; forma parte del juego y de su estrategia. No pueden conformarse con una rebaja de la pena, como consecuencia del cambio de calificación, cuando su objetivo es la liberación. Sin embargo, ni el Gobierno ni los secesionistas están dispuesto a romper los puentes del acuerdo; comparten un interés: mantener el único gobierno que podrá solucionar tanto el “problema catalán”, como la situación de los presos.
Habrá tensión, pero sólo será de aspavientos. Ambos saben que cualquier otra alternativa será peor para sus intereses. El proceso y las penas posteriores servirán para seguir alimentando el discurso del odio hacia la democracia española; los presos son, también, los rehenes del secesionismo. Son el botín que seguirá enriqueciendo el discurso de los separatistas. A su vez, el Gobierno Sánchez marca la hoja de ruta para “solucionar” el asunto. Y esta solución sólo se alcanzará con el indulto. Es significativo que el Presidente Sánchez, para evitar volver a ser víctima como en tantas otras ocasiones de sus palabras, no quiso comprometerse, en sede parlamentaria, ante la perentoria exigencia de Albert Rivera, de que no va a indultar a los golpistas.
Ahora bien, hasta llegar ahí habrá que recorrer un tortuoso camino en el que es esencial el progresivo debilitamiento de la acusación. Se ha dado un primer paso. Y quedan otros como que, por ejemplo, la condena lo sea por el delito de sedición e, incluso, en su grado de tentativa. Las penas podrían caer exponencialmente. Reducida a pocos años que, sumados a los ya cumplidos, haría factible la salida, incluso, inmediata de los golpistas. Y si todo falla, queda el indulto para lo que habrá que alentar un contexto general de “comprensión” y generosidad para “solucionar” el denominado “problema catalán”, como se alienta desde Podemos. En todo caso, es imprescindible ir debilitando poco a poco la acusación hasta desembocar, en el contexto político adecuado, en el indulto.
Ahora bien, como demuestra la tragedia de los comunes, la satisfacción del interés a corto plazo, el interés político de Sánchez, puede serlo a costa de la conservación y el mantenimiento de las instituciones que forman la construcción normativa de la sociedad. Nadie está, inicialmente, a favor de acabar con las instituciones comunes, que son tan importantes para nuestra convivencia, pero, como prima la inmediatez del éxito de la conservación del poder, nadie se preocupa de su preservación. El resultado, la des-legitimidad institucional.
El cómo se juega con la Abogacía del Estado, se presiona a la Fiscalía, así como al Tribunal Supremo, conduce al aparato jurídico y judicial del Estado a soportar una intimidación que amenaza su credibilidad y, por tanto, su legitimidad. Si, además, el mismo Sánchez ya sostuvo, con contundencia, que se trataba de delito de rebelión, el cambio de criterio ilustra, a la perfección, que se trata de un cambalache oportunista que obedece al interés político de mantenerse en el Gobierno. Su electorado podría entenderlo, pero a costa de romper otro mito sagrado de nuestra democracia, asentado desde la transición: que no hay en la sociedad española unos bloques tan contrapuestos que impidan la existencia de puentes de entendimiento. El consenso definitivamente queda enterrado. El frentismo se instala en nuestra política, con todas las consecuencias. Alimentado con la memoria histórica y la momia de Franco, ganaría nuevo combustible con la “comprensión” hacia el golpismo catalán. El resultado es, igualmente, trágico en términos de Hardin. Se podrá satisfacer el interés político, pero a costa de la conservación y subsistencia de las instituciones que hacen posible nuestra convivencia en el contexto de la democracia.
Cuando el populismo llama a las puertas de la democracia, las instituciones se deberían reforzar para evitar que su debilitamiento, su decaimiento o su crisis, las abrieran de par en par. Una vez dentro, los bárbaros no se irán; asentados en el poder harán todo lo posible para eternizarse, como vemos en Venezuela. Nuestras instituciones deberían ser gestionadas con la responsabilidad del patrimonio que se ha de conservar y mejorar para su transmisión a las generaciones futuras. Cuando, en cambio, se administran como si de un manirroto se tratase, sin responsabilidad, bajo el ansia de saciar el interés a corto plazo, es el camino más rápido para su liquidación. Y sin instituciones de la democracia, no hay democracia. Sánchez podrá tener éxito en sus maniobras, pero lo que dejará será un páramo en el que podrán gobernar los enemigos de la democracia. Lo paradójico es que, en tal caso, su proverbial oportunismo lo convertirá en “luchador infatigable contra el fascismo”. Los que han llamado a Atila, se travestirán, sin sonrojo alguno, en los nuevos luchadores contra Atila. ¡Qué desfachatez!
El proceso contra el golpismo catalán es otro ejemplo, salvando las distancias, de la tragedia de lo común; la de las instituciones que, como las definiera Ralf Dahrendorf, sirven para la construcción normativa de la sociedad de la democracia liberal. Por un lado, la Abogacía General del Estado ha presentado un escrito de acusación de los golpistas que rebaja la calificación inicial. Y, por otro, la Fiscalía General del Estado, mantiene la acusación en los términos ya conocidos.
Los escritos procesales, en coherencia con su función en el seno del proceso, llevan a cabo la “inserción” de los hechos, según las pruebas practicadas, en los tipos penales, deduciendo unas penas. Mientras que, para la Abogacía, los hechos encajan en los delitos de sedición y malversación de caudales públicos, para la Fiscalía, en cambio, en los de rebelión, malversación y desobediencia. El resultado práctico es bien distinto. En el primer caso, los golpistas pueden recibir penas que llegan, como máximo, hasta los 12 años, mientras que, en el segundo, hasta los 25 años.
La Abogacía del Estado obedece al Gobierno, como dispone su Ley, mientras que la Fiscalía sólo persigue el interés de la Ley (art. 124 Constitución). La primera es dependiente de los políticos, mientras que la segunda, no. Se podría considerar que, sobre todo, la discrepancia es fruto de un debate jurídico sobre la diferencia entre rebelión y sedición, y si los hechos acaecidos en Cataluña encajan en una u otra figura penal. A mi juicio, no cabe duda de que hubo una rebelión. Considerar que la referencia al alzamiento violento y público del artículo 472 del Código penal debe entenderse como sublevación militar, conduce al absurdo de descartar el amplio elenco de formas de violencia que, incluso, en otros ámbitos y figuras delictivas, se admiten con normalidad. Y lo vivido los días 19 y 20 de septiembre y el día 1 de octubre de 2017, así como los días posteriores, encajan en lo que convencionalmente todos entendemos por violencia. Desde las instituciones de la Generalitat, ocupadas por los secesionistas, se alentó una revuelta contra la legalidad constitucional con el objetivo de separar Cataluña del resto de España, para lo que se utilizó la violencia, como detalla el escrito de la Fiscalía.
Es en el terreno político donde el cambio de la calificación tiene mayor transcendencia. Es, sin duda, un gesto con una importante carga simbólica en el contexto de una negociación con los secesionistas. No es el resultado de un cambio de criterio técnico que, incluso, de haberlo, lo que dudo, sería secundario. Se pretende enviar a los partidos secesionistas un mensaje de complicidad buscando su comprensión y, en consecuencia, su apoyo para sostener el Gobierno del Presidente Sánchez.
En el corto plazo, este gesto no conseguirá el resultado perseguido. Los secesionistas seguirán sintiéndose agraviados; forma parte del juego y de su estrategia. No pueden conformarse con una rebaja de la pena, como consecuencia del cambio de calificación, cuando su objetivo es la liberación. Sin embargo, ni el Gobierno ni los secesionistas están dispuesto a romper los puentes del acuerdo; comparten un interés: mantener el único gobierno que podrá solucionar tanto el “problema catalán”, como la situación de los presos.
Habrá tensión, pero sólo será de aspavientos. Ambos saben que cualquier otra alternativa será peor para sus intereses. El proceso y las penas posteriores servirán para seguir alimentando el discurso del odio hacia la democracia española; los presos son, también, los rehenes del secesionismo. Son el botín que seguirá enriqueciendo el discurso de los separatistas. A su vez, el Gobierno Sánchez marca la hoja de ruta para “solucionar” el asunto. Y esta solución sólo se alcanzará con el indulto. Es significativo que el Presidente Sánchez, para evitar volver a ser víctima como en tantas otras ocasiones de sus palabras, no quiso comprometerse, en sede parlamentaria, ante la perentoria exigencia de Albert Rivera, de que no va a indultar a los golpistas.
Ahora bien, hasta llegar ahí habrá que recorrer un tortuoso camino en el que es esencial el progresivo debilitamiento de la acusación. Se ha dado un primer paso. Y quedan otros como que, por ejemplo, la condena lo sea por el delito de sedición e, incluso, en su grado de tentativa. Las penas podrían caer exponencialmente. Reducida a pocos años que, sumados a los ya cumplidos, haría factible la salida, incluso, inmediata de los golpistas. Y si todo falla, queda el indulto para lo que habrá que alentar un contexto general de “comprensión” y generosidad para “solucionar” el denominado “problema catalán”, como se alienta desde Podemos. En todo caso, es imprescindible ir debilitando poco a poco la acusación hasta desembocar, en el contexto político adecuado, en el indulto.
Ahora bien, como demuestra la tragedia de los comunes, la satisfacción del interés a corto plazo, el interés político de Sánchez, puede serlo a costa de la conservación y el mantenimiento de las instituciones que forman la construcción normativa de la sociedad. Nadie está, inicialmente, a favor de acabar con las instituciones comunes, que son tan importantes para nuestra convivencia, pero, como prima la inmediatez del éxito de la conservación del poder, nadie se preocupa de su preservación. El resultado, la des-legitimidad institucional.
El cómo se juega con la Abogacía del Estado, se presiona a la Fiscalía, así como al Tribunal Supremo, conduce al aparato jurídico y judicial del Estado a soportar una intimidación que amenaza su credibilidad y, por tanto, su legitimidad. Si, además, el mismo Sánchez ya sostuvo, con contundencia, que se trataba de delito de rebelión, el cambio de criterio ilustra, a la perfección, que se trata de un cambalache oportunista que obedece al interés político de mantenerse en el Gobierno. Su electorado podría entenderlo, pero a costa de romper otro mito sagrado de nuestra democracia, asentado desde la transición: que no hay en la sociedad española unos bloques tan contrapuestos que impidan la existencia de puentes de entendimiento. El consenso definitivamente queda enterrado. El frentismo se instala en nuestra política, con todas las consecuencias. Alimentado con la memoria histórica y la momia de Franco, ganaría nuevo combustible con la “comprensión” hacia el golpismo catalán. El resultado es, igualmente, trágico en términos de Hardin. Se podrá satisfacer el interés político, pero a costa de la conservación y subsistencia de las instituciones que hacen posible nuestra convivencia en el contexto de la democracia.
Cuando el populismo llama a las puertas de la democracia, las instituciones se deberían reforzar para evitar que su debilitamiento, su decaimiento o su crisis, las abrieran de par en par. Una vez dentro, los bárbaros no se irán; asentados en el poder harán todo lo posible para eternizarse, como vemos en Venezuela. Nuestras instituciones deberían ser gestionadas con la responsabilidad del patrimonio que se ha de conservar y mejorar para su transmisión a las generaciones futuras. Cuando, en cambio, se administran como si de un manirroto se tratase, sin responsabilidad, bajo el ansia de saciar el interés a corto plazo, es el camino más rápido para su liquidación. Y sin instituciones de la democracia, no hay democracia. Sánchez podrá tener éxito en sus maniobras, pero lo que dejará será un páramo en el que podrán gobernar los enemigos de la democracia. Lo paradójico es que, en tal caso, su proverbial oportunismo lo convertirá en “luchador infatigable contra el fascismo”. Los que han llamado a Atila, se travestirán, sin sonrojo alguno, en los nuevos luchadores contra Atila. ¡Qué desfachatez!
(El Mundo, 03/11/2018)
Comentarios
Publicar un comentario