Desde que, en los años 60 del siglo pasado, Daniel Bell escribiera su famoso libro sobre el fin de las ideologías, se discute sobre la tendencia de los polos ideológicos a aproximarse en una suerte de pensamiento único. Como afirma Bell, “en el mundo occidental existe un robusto consenso entre los intelectuales sobre las cuestiones políticas: la aceptación del Estado del bienestar; lo deseable de la descentralización del poder; un sistema de economía mixta y el pluralismo político. En este sentido, la era ideológica ha terminado.” En otros sentidos, no ha terminado: en el de los caminos a seguir para alcanzar los fines, incluso, los consensuados.
La ideología sigue siendo una construcción teórica que cumple dos finalidades esenciales. Por un lado, una explicación de los hechos sociales y, por otro, una llamada a la acción para su transformación. El problema surge, como alertó I. Berlín, cuando esa construcción se vuelve monista: es la única explicación y es la única guía de acción. Nos encontraríamos ante el autoritarismo.
El liberalismo no es monista porque se asienta sobre un pilar esencial: la libertad; no hay una explicación única, y aún menos, verdadera, como tampoco hay una guía única y verdadera para la acción. Hay tantas explicaciones y tantas guías, como actores en ejercicio de su libertad.
El fin de la Historia augurado por Fukuyama sobreviene por que el Estado de Derecho y la economía de mercado eran, por fin, el marco institucional global. No había otro en el mundo. La derrota del comunismo así lo confirmaba.
Hasta que llegó el “cambio climático”. Es un hecho el que los seres humanos durante siglos han emitido gases de efecto invernadero que son los responsables del incrementando la temperatura del Planeta y que tal incremento pone en riesgo la civilización, al menos, según hoy la concebimos (no pongo en cuestión la capacidad de resiliencia de los seres humanos, como han demostrado a lo largo de millones de años).
Ese hecho es el punto de partida de la ideología. El objetivo es compartido: la reducción de las emisiones. El problema, también ideológico, es el cómo conseguirlo. Hay que cambiar el modo de actuar de los seres humanos. Un cambio que afecta a las facetas de nuestra vida, tantas como en las que las emisiones se producen, tanto de manera directa como indirecta.
Las dificultades vienen de la mano de los sacrificios que hoy habremos de asumir por beneficios que, en su caso, obtendrán las generaciones futuras. Y que tales beneficios sólo se conseguirán mediante la acción de todas las naciones.
El cambio climático es un reto para las generaciones presentes para beneficiar a las futuras y es, también, un reto global. Si las generaciones presentes no se implican y tampoco lo hacen todos los Estados, no habrá futuro. La dificultad es la insolidaridad intergeneracional, tanto como estatal.
Se ha elevado como el terreno propicio para la lógica derecha e izquierda, al menos, entre nosotros.
El Ministerio de Transición Ecológica presentó la semana pasada un Anteproyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética. La lectura hace resaltar, dando por sentado los objetivos que propone, en línea con los de la Unión Europea, dos observaciones. Por un lado, la fe planificadora y, por otro, las obligaciones que impone.
La fe planificadora es sobresaliente. Contempla hasta 10 planes directamente relacionados con el cambio climático (plan integrado de energía y clima, tanto estatal como autonómico y local; presupuesto de carbono; estrategia de bajas emisiones a 2050; plan nacional de adaptación al cambio climático; programas de trabajo de desarrollo del plan nacional de adaptación; planes sectoriales de adopción; estrategia de transición justa; y estrategia de financiación climática internacional) y otros tantos sectoriales al servicio de los objetivos de cambio climático (planificación de la red de transporte de electricidad; planificación energética específica de las redes extra-peninsulares; planificación urbana; estrategia a largo plazo para la rehabilitación energética en el sector de la edificación; y los instrumentos sectoriales de planificación de agua, costas, infraestructuras de transporte y forestal).
Merecen destacarse, por un lado, la Estrategia de Bajas Emisiones a 2050, el plan quinquenal “indicativo” que “define la senda de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y de incremento de las absorciones por los sumideros del conjunto de la economía española hasta 2050”. Y, por otro, la “Estrategia de Transición Justa” que “constituye el instrumento de ámbito estatal dirigido a la identificación y adopción de medidas que garanticen un tratamiento equitativo y solidario para trabajadores y territorios en la transición hacia una economía baja en emisiones de gases de efecto invernadero.” Aprobado por el Consejo de Ministros, a propuesta conjunta de los Ministerios para la Transición Ecológica, de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social, y de Industria, Comercio y Turismo, previa consulta al Consejo Nacional del Clima.
El mecanismo de implementación de esta última estrategia son los denominados “Contratos de Transición Justa”. Los convenios que la Administración General del Estado subscribe con otras Administraciones, especialmente, las locales, y los “actores afectados” (empresas y trabajadores) “para incentivar la adaptación de los trabajadores”. Ninguna referencia a cómo se va a decidir quién merece tales ayudas. Ya sabemos qué es lo que implica: se van a regar discrecionalmente con dinero público a aquellos que el Gobierno decida.
No es el único compromiso estatalista. La lista de prohibiciones/obligaciones no son menores. Desde la de la exploración de hidrocarburos, el fracking, la matriculación y venta de vehículos con emisiones de dióxido de carbono, el otorgamiento de subsidios al consumo de combustibles fósiles, las inversiones del Estado en empresas de explotación y extracción de combustibles fósiles; hasta las obligaciones de instalar infraestructuras de recarga eléctrica en gasolineras, la información por parte del sistema financiero sobre riesgos financieros asociados al cambio climático; … Sin olvidar las medidas de fomento, apoyo y dispendio del dinero público.
La ideología sigue siendo una construcción teórica que cumple dos finalidades esenciales. Por un lado, una explicación de los hechos sociales y, por otro, una llamada a la acción para su transformación. El problema surge, como alertó I. Berlín, cuando esa construcción se vuelve monista: es la única explicación y es la única guía de acción. Nos encontraríamos ante el autoritarismo.
El liberalismo no es monista porque se asienta sobre un pilar esencial: la libertad; no hay una explicación única, y aún menos, verdadera, como tampoco hay una guía única y verdadera para la acción. Hay tantas explicaciones y tantas guías, como actores en ejercicio de su libertad.
El fin de la Historia augurado por Fukuyama sobreviene por que el Estado de Derecho y la economía de mercado eran, por fin, el marco institucional global. No había otro en el mundo. La derrota del comunismo así lo confirmaba.
Hasta que llegó el “cambio climático”. Es un hecho el que los seres humanos durante siglos han emitido gases de efecto invernadero que son los responsables del incrementando la temperatura del Planeta y que tal incremento pone en riesgo la civilización, al menos, según hoy la concebimos (no pongo en cuestión la capacidad de resiliencia de los seres humanos, como han demostrado a lo largo de millones de años).
Ese hecho es el punto de partida de la ideología. El objetivo es compartido: la reducción de las emisiones. El problema, también ideológico, es el cómo conseguirlo. Hay que cambiar el modo de actuar de los seres humanos. Un cambio que afecta a las facetas de nuestra vida, tantas como en las que las emisiones se producen, tanto de manera directa como indirecta.
Las dificultades vienen de la mano de los sacrificios que hoy habremos de asumir por beneficios que, en su caso, obtendrán las generaciones futuras. Y que tales beneficios sólo se conseguirán mediante la acción de todas las naciones.
El cambio climático es un reto para las generaciones presentes para beneficiar a las futuras y es, también, un reto global. Si las generaciones presentes no se implican y tampoco lo hacen todos los Estados, no habrá futuro. La dificultad es la insolidaridad intergeneracional, tanto como estatal.
Se ha elevado como el terreno propicio para la lógica derecha e izquierda, al menos, entre nosotros.
El Ministerio de Transición Ecológica presentó la semana pasada un Anteproyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética. La lectura hace resaltar, dando por sentado los objetivos que propone, en línea con los de la Unión Europea, dos observaciones. Por un lado, la fe planificadora y, por otro, las obligaciones que impone.
La fe planificadora es sobresaliente. Contempla hasta 10 planes directamente relacionados con el cambio climático (plan integrado de energía y clima, tanto estatal como autonómico y local; presupuesto de carbono; estrategia de bajas emisiones a 2050; plan nacional de adaptación al cambio climático; programas de trabajo de desarrollo del plan nacional de adaptación; planes sectoriales de adopción; estrategia de transición justa; y estrategia de financiación climática internacional) y otros tantos sectoriales al servicio de los objetivos de cambio climático (planificación de la red de transporte de electricidad; planificación energética específica de las redes extra-peninsulares; planificación urbana; estrategia a largo plazo para la rehabilitación energética en el sector de la edificación; y los instrumentos sectoriales de planificación de agua, costas, infraestructuras de transporte y forestal).
Merecen destacarse, por un lado, la Estrategia de Bajas Emisiones a 2050, el plan quinquenal “indicativo” que “define la senda de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y de incremento de las absorciones por los sumideros del conjunto de la economía española hasta 2050”. Y, por otro, la “Estrategia de Transición Justa” que “constituye el instrumento de ámbito estatal dirigido a la identificación y adopción de medidas que garanticen un tratamiento equitativo y solidario para trabajadores y territorios en la transición hacia una economía baja en emisiones de gases de efecto invernadero.” Aprobado por el Consejo de Ministros, a propuesta conjunta de los Ministerios para la Transición Ecológica, de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social, y de Industria, Comercio y Turismo, previa consulta al Consejo Nacional del Clima.
El mecanismo de implementación de esta última estrategia son los denominados “Contratos de Transición Justa”. Los convenios que la Administración General del Estado subscribe con otras Administraciones, especialmente, las locales, y los “actores afectados” (empresas y trabajadores) “para incentivar la adaptación de los trabajadores”. Ninguna referencia a cómo se va a decidir quién merece tales ayudas. Ya sabemos qué es lo que implica: se van a regar discrecionalmente con dinero público a aquellos que el Gobierno decida.
No es el único compromiso estatalista. La lista de prohibiciones/obligaciones no son menores. Desde la de la exploración de hidrocarburos, el fracking, la matriculación y venta de vehículos con emisiones de dióxido de carbono, el otorgamiento de subsidios al consumo de combustibles fósiles, las inversiones del Estado en empresas de explotación y extracción de combustibles fósiles; hasta las obligaciones de instalar infraestructuras de recarga eléctrica en gasolineras, la información por parte del sistema financiero sobre riesgos financieros asociados al cambio climático; … Sin olvidar las medidas de fomento, apoyo y dispendio del dinero público.
El objetivo es compartido, pero, en cambio, hay diferencias en cuanto el camino a seguir, y, además, son importantes. El trazado por el Gobierno es el estatalista. Falta por trazar el de la oportunidad: el cambio climático es una oportunidad; para el progreso tecnológico y económico de España. Es el motor que necesitamos para el desarrollo de nuestra nación en lo que resta de siglo. La condición, que explica su omisión, es la que para que sea una oportunidad, se requiere que se afronte desde la libertad. El planificador, el déspota ilustrado nunca será capaz de apreciar la oportunidad que el cambio climático significa. Es el sino del planificador. Su conocimiento será siempre inferior, muy inferior al de miles o millones de personas inspiradas por su libertad. Es lógico que en el anteproyecto no se hable del mercado. El cambio climático es, para Sánchez, otra trinchera del frentismo sobre el que construir su proyecto.
(Expansión, 23/11/2018)
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