La decadencia de los Estados ha suscitado siempre un extraordinario interés. Por su carácter alegórico, la del imperio romano es el mejor ejemplo (Gibbons; entre otros). La de la democracia, aunque presente, incluso, desde sus primeros teóricos (Aristóteles), ha sido convertida en la actualidad en uno de los temas centrales de la reflexión política.
La decadencia de la democracia desafía la opinión convencional sobre su consolidación y estabilidad. Hoy se reconoce que está en retroceso (según el último informe de Freedom House: “Freedom in the World 2018”) e, incluso, se habla de su posible desaparición. Es la tesis de autores como Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (“Cómo mueren las democracias”) y Yascha Mounk (“El pueblo contra la democracia: Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla”).
El populismo sería una de sus manifestaciones. Trump es la culminación de un largo proceso de debilitamiento de la democracia norteamericana. Igualmente, la elección de Bolsonaro, el nuevo presidente Brasil, sólo puede entenderse si tenemos en cuenta la corrupción de los gobiernos de Lula da Silva y de Dilma Rousseff. El populismo es el ave carroñera de la democracia.
La causa de la decadencia radicaría en las instituciones, en su captura o patrimonialización por las élites o los actores políticos implicados en el sistema político (Fukuyama). Las instituciones son las reglas del contrato social; las que hacen posible la existencia de la sociedad; las que la “construyen normativamente” (Dahrendorf). Las del Estado democrático de Derecho son las de la división de poderes, el imperio de la ley y el carácter representativo del poder. Los rudimentos para garantizar la libertad y la igualdad ante la Ley.
Se suele utilizar el término “calidad institucional” como requisito para el progreso de las naciones (Acemoglu y Robison). Sin embargo, se olvida que las instituciones no son artefactos de existencia separada de las personas. Como cualquier otra regla jurídica, su eficacia depende, paradójicamente, de los obligados. El reconocimiento determinará su capacidad para ordenar de manera efectiva la convivencia de las personas.
La valoración positiva es la que hace surgir la confianza en las instituciones y, por extensión, en los gobernantes. La Constitución utiliza en diez ocasiones la palabra confianza como eje de la relación entre el Congreso de los Diputados y el Gobierno. Precisamente porque los ciudadanos confían en ellos les “entregan”, a través de sus representantes, el ejercicio del poder y se dejan “ordenar” (“gobernar”); les dan el poder en la “esperanza firme” de que el gobernante hará honor a la responsabilidad facilitada: gobernar para todos y no para una minoría. El problema político sobreviene cuando se rompe la confianza y, en consecuencia, la credibilidad del gobernante y la legitimidad, incluso, del conjunto del sistema, de las instituciones.
La ristra de escándalos asociados a los Ministros del Gobierno Sánchez no deja de crecer. Comenzó con Máxim Huerta, continuó con la ministra Carmen Montón, ha seguido con Dolores Delgado y Pedro Duque, así como la ministra Isabel Celaá y sus “errores patrimoniales”. Tampoco han sido esclarecidas las sospechas que rodean a la tesis doctoral del Presidente, ni en lo relativo al plagio, ni a las condiciones en que fue juzgada. A este lamentable panorama se van sumado el Ministro Borrell, la Ministra Calviño, la Secretaria de Estado Rienda, etc.
A estos escándalos hay que sumar otros: los nombramientos de los altos cargos de la Administración, de los organismos y de las empresas públicas entre los fieles, sin atender a ningún criterio ni lógico, ni político, ni jurídico de idoneidad; la conversión de la rueda de prensa que cada viernes, supuestamente, debe dar cuenta de los acuerdos del Consejo de Ministros en un mitin para hacer política contra la oposición; la firma por el Gobierno de España, como ya destacara John Müller, de un acuerdo con Podemos, sin respetar que lo gubernativo sólo puede verse comprometido por la Constitución y las leyes (art. 97 Constitución); la crítica por el Gobierno a las actuaciones judiciales emprendidas contra los golpistas en Cataluña en relación con la prisión provisional e, incluso, la calificación de los delitos; la utilización del indulto como arma política en la negociación con los golpistas; el abuso del Decreto Ley; etc.
El Poder Judicial no se libra. A la torpísima gestión de la resolución de los recursos sobre el pago del impuesto de Actos Jurídicos Documentados en el caso de las hipotecas, que ha lesionado muy gravemente la imagen de la Sala tercera del Tribunal Supremo, nos enfrentamos, a los pocos días, al espectáculo del reparto entre los partidos de la alternancia (PP y PSOE), al que se ha sumado Podemos, de los puestos en el órgano de gobierno del Poder Judicial. Y nos anuncian, con el mismo descaro, cuál va a ser la primera decisión que adoptarán los elegidos (el nombramiento del presidente). Se degradan a los miembros del consejo, con impudicia, a la condición de títeres en manos de unos y de otros. Y así se hace respecto del órgano que nombra, a su vez, a la alta magistratura judicial.
Al Ejecutivo se le pide respeto a la Ley y servicio al interés general; al Poder Judicial, independencia para el ejercicio imparcial de la función jurisdiccional; y a la política, obediencia a la palabra dada; no se puede decir una cosa en la oposición y otra en el Gobierno. En cambio, los políticos son como los bucaneros que asaltan las instituciones como si no hubiese un mañana; lo que venga después no les interesa, ni les preocupa, ni les ocupa.
Las instituciones deberían ser como un patrimonio que exige a aquél que hoy lo administra la conservación e, incluso, su mejora, para la transmisión a las generaciones futuras. Sólo así se mantendrá el capital de legitimidad que se necesita para afrontar las situaciones en las que el Estado democrático de Derecho está en peligro.
Los golpistas catalanes lo han entendido perfectamente. Quebrar la legitimidad de las instituciones es quebrar su propia existencia. Y, en ese maremágnum, hacer realidad su objetivo. Sorprende la miopía de los dos grandes partidos. No son capaces de captar la situación de peligro en la que nos encontramos: el cómo se van socavando, poco a poco, los pilares, las instituciones; el cómo se va alimentando la decadencia; la corrupción endógena, promovida por aquellos que dicen sostener el Estado.
El populismo es oportunista. Si hay Trump, Bolsonaro, Iglesias, Torra, Puigdemont y compañía, es porque otros se han empeñado con encono y durante años en alimentar el ocaso de las instituciones. Cuando los políticos y los gobernantes son los primeros que no creen en las instituciones y en sus exigencias, con independencia de su situación de poder, los ciudadanos seguirán su ejemplo y reduplicarán el descrédito. Es lógico que se terminen decantando por los que les ofrecen una alternativa de soluciones mágicas no manchada por la complicidad con los corruptos. De qué nos sorprende.
El éxito del secesionismo en Cataluña es el fruto de que durante 40 años los dos partidos de la alternancia decidieron mirar hacia otro lado. Debilitaron las instituciones que debían hacerle frente; se mantuvieron callados y no actuaron cuando se organizaba y ponía en marcha la maquinaria de propaganda, como la de la educación.
Los brexiters, los trumpistas, y demás populistas no son fruto de una calentura de los pueblos. Son el resultado del contumaz empeño de algunos en alimentar la decadencia de las instituciones democráticas. El primer paso: quebrar la confianza, la credibilidad y la legitimidad. Cuando así sucede, de manera reiterada, pertinaz y escandalosa, tarde o temprano terminarán llegando los enterradores. Estos cumplen su función social: sepultar el cadáver que otros han matado. Trump no es el culpable. Otros son los homicidas.
La decadencia de la democracia desafía la opinión convencional sobre su consolidación y estabilidad. Hoy se reconoce que está en retroceso (según el último informe de Freedom House: “Freedom in the World 2018”) e, incluso, se habla de su posible desaparición. Es la tesis de autores como Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (“Cómo mueren las democracias”) y Yascha Mounk (“El pueblo contra la democracia: Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla”).
El populismo sería una de sus manifestaciones. Trump es la culminación de un largo proceso de debilitamiento de la democracia norteamericana. Igualmente, la elección de Bolsonaro, el nuevo presidente Brasil, sólo puede entenderse si tenemos en cuenta la corrupción de los gobiernos de Lula da Silva y de Dilma Rousseff. El populismo es el ave carroñera de la democracia.
La causa de la decadencia radicaría en las instituciones, en su captura o patrimonialización por las élites o los actores políticos implicados en el sistema político (Fukuyama). Las instituciones son las reglas del contrato social; las que hacen posible la existencia de la sociedad; las que la “construyen normativamente” (Dahrendorf). Las del Estado democrático de Derecho son las de la división de poderes, el imperio de la ley y el carácter representativo del poder. Los rudimentos para garantizar la libertad y la igualdad ante la Ley.
Se suele utilizar el término “calidad institucional” como requisito para el progreso de las naciones (Acemoglu y Robison). Sin embargo, se olvida que las instituciones no son artefactos de existencia separada de las personas. Como cualquier otra regla jurídica, su eficacia depende, paradójicamente, de los obligados. El reconocimiento determinará su capacidad para ordenar de manera efectiva la convivencia de las personas.
La valoración positiva es la que hace surgir la confianza en las instituciones y, por extensión, en los gobernantes. La Constitución utiliza en diez ocasiones la palabra confianza como eje de la relación entre el Congreso de los Diputados y el Gobierno. Precisamente porque los ciudadanos confían en ellos les “entregan”, a través de sus representantes, el ejercicio del poder y se dejan “ordenar” (“gobernar”); les dan el poder en la “esperanza firme” de que el gobernante hará honor a la responsabilidad facilitada: gobernar para todos y no para una minoría. El problema político sobreviene cuando se rompe la confianza y, en consecuencia, la credibilidad del gobernante y la legitimidad, incluso, del conjunto del sistema, de las instituciones.
La ristra de escándalos asociados a los Ministros del Gobierno Sánchez no deja de crecer. Comenzó con Máxim Huerta, continuó con la ministra Carmen Montón, ha seguido con Dolores Delgado y Pedro Duque, así como la ministra Isabel Celaá y sus “errores patrimoniales”. Tampoco han sido esclarecidas las sospechas que rodean a la tesis doctoral del Presidente, ni en lo relativo al plagio, ni a las condiciones en que fue juzgada. A este lamentable panorama se van sumado el Ministro Borrell, la Ministra Calviño, la Secretaria de Estado Rienda, etc.
A estos escándalos hay que sumar otros: los nombramientos de los altos cargos de la Administración, de los organismos y de las empresas públicas entre los fieles, sin atender a ningún criterio ni lógico, ni político, ni jurídico de idoneidad; la conversión de la rueda de prensa que cada viernes, supuestamente, debe dar cuenta de los acuerdos del Consejo de Ministros en un mitin para hacer política contra la oposición; la firma por el Gobierno de España, como ya destacara John Müller, de un acuerdo con Podemos, sin respetar que lo gubernativo sólo puede verse comprometido por la Constitución y las leyes (art. 97 Constitución); la crítica por el Gobierno a las actuaciones judiciales emprendidas contra los golpistas en Cataluña en relación con la prisión provisional e, incluso, la calificación de los delitos; la utilización del indulto como arma política en la negociación con los golpistas; el abuso del Decreto Ley; etc.
El Poder Judicial no se libra. A la torpísima gestión de la resolución de los recursos sobre el pago del impuesto de Actos Jurídicos Documentados en el caso de las hipotecas, que ha lesionado muy gravemente la imagen de la Sala tercera del Tribunal Supremo, nos enfrentamos, a los pocos días, al espectáculo del reparto entre los partidos de la alternancia (PP y PSOE), al que se ha sumado Podemos, de los puestos en el órgano de gobierno del Poder Judicial. Y nos anuncian, con el mismo descaro, cuál va a ser la primera decisión que adoptarán los elegidos (el nombramiento del presidente). Se degradan a los miembros del consejo, con impudicia, a la condición de títeres en manos de unos y de otros. Y así se hace respecto del órgano que nombra, a su vez, a la alta magistratura judicial.
Al Ejecutivo se le pide respeto a la Ley y servicio al interés general; al Poder Judicial, independencia para el ejercicio imparcial de la función jurisdiccional; y a la política, obediencia a la palabra dada; no se puede decir una cosa en la oposición y otra en el Gobierno. En cambio, los políticos son como los bucaneros que asaltan las instituciones como si no hubiese un mañana; lo que venga después no les interesa, ni les preocupa, ni les ocupa.
Las instituciones deberían ser como un patrimonio que exige a aquél que hoy lo administra la conservación e, incluso, su mejora, para la transmisión a las generaciones futuras. Sólo así se mantendrá el capital de legitimidad que se necesita para afrontar las situaciones en las que el Estado democrático de Derecho está en peligro.
Los golpistas catalanes lo han entendido perfectamente. Quebrar la legitimidad de las instituciones es quebrar su propia existencia. Y, en ese maremágnum, hacer realidad su objetivo. Sorprende la miopía de los dos grandes partidos. No son capaces de captar la situación de peligro en la que nos encontramos: el cómo se van socavando, poco a poco, los pilares, las instituciones; el cómo se va alimentando la decadencia; la corrupción endógena, promovida por aquellos que dicen sostener el Estado.
El populismo es oportunista. Si hay Trump, Bolsonaro, Iglesias, Torra, Puigdemont y compañía, es porque otros se han empeñado con encono y durante años en alimentar el ocaso de las instituciones. Cuando los políticos y los gobernantes son los primeros que no creen en las instituciones y en sus exigencias, con independencia de su situación de poder, los ciudadanos seguirán su ejemplo y reduplicarán el descrédito. Es lógico que se terminen decantando por los que les ofrecen una alternativa de soluciones mágicas no manchada por la complicidad con los corruptos. De qué nos sorprende.
El éxito del secesionismo en Cataluña es el fruto de que durante 40 años los dos partidos de la alternancia decidieron mirar hacia otro lado. Debilitaron las instituciones que debían hacerle frente; se mantuvieron callados y no actuaron cuando se organizaba y ponía en marcha la maquinaria de propaganda, como la de la educación.
Los brexiters, los trumpistas, y demás populistas no son fruto de una calentura de los pueblos. Son el resultado del contumaz empeño de algunos en alimentar la decadencia de las instituciones democráticas. El primer paso: quebrar la confianza, la credibilidad y la legitimidad. Cuando así sucede, de manera reiterada, pertinaz y escandalosa, tarde o temprano terminarán llegando los enterradores. Estos cumplen su función social: sepultar el cadáver que otros han matado. Trump no es el culpable. Otros son los homicidas.
(El Mundo, 20/11/2018)
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