Una de las aportaciones nucleares del liberalismo a la configuración del Estado es la de la división de poderes. No porque antes de las reflexiones de Locke, Hume y, fundamentalmente, Montesquieu no se hubiese teorizado por tal división, sino porque fueron éstos, especialmente Montesquieu, los que asociaron esta forma de organización del Estado con la protección de las libertades.
Frente al absolutismo y a la concentración del poder, Montesquieu afirmaba, en 1748, que “todo estaría perdido si el mismo hombre y el mismo cuerpo ejerciese los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutarlas y el de juzgar.” El valor supremo es la libertad, el mayor enemigo, el poder. Para contrarrestar la tendencia natural del poder el abuso es imprescindible dividirlo, a la par que someterlo a controles mutuos. El resultado, es el “checks and balances”.
A partir de aquí, el influjo se dejó sentir. La Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 afirmaba, en el artículo 16, que “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes determinada carece de Constitución”. Desde entonces, el principio de la división de poderes pasó a formar parte integrante del Derecho constitucional liberal (García-Pelayo).
A medida que la representación ciudadana pasó a insuflar la legitimidad del Estado, hasta completarse en el siglo XX (con el reconocimiento a las mujeres del derecho a voto), el Estado, con poder dividido, pasó a ser, también, democrático.
El problema constitucional sobreviene con la preeminencia del poder más directamente representativo del pueblo. Nuestra Constitución dispone que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” (art. 1.2) y que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” (art. 1.3), porque “las Cortes Generales representan al pueblo español” (art. 66.1). En consecuencia, tanto el Ejecutivo como el Judicial están “sometidos” a la voluntad de aquella expresada o exteriorizada mediante la Ley (arts. 103.1 y 117.1), y todos obedientes a la Constitución.
En los últimos días hemos asistido a cómo se pone en cuestión la división de poderes. Me refiero al pacto entre los dos grandes partidos (PSOE y PP) para el nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Hasta que, en un encomiable alarde de dignidad, el designado para ocupar la presidencia, dijo basta. Sin embargo, el que el pacto se haya roto no impide que, en el futuro, tal vez con menos alharacas, se repita. La Constitución establece la procedencia de los vocales (“doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales”) pero se remite a la Ley orgánica el cómo han de ser elegidos (art. 122.3). Y el legislador ha interpretado que esos vocales los puede designar, sin mayor restricción.
La vicepresidenta Carmen Calvo ha justificado el pacto en sede parlamentaria aludiendo al carácter representativo de las Cortes. Como representa al pueblo español, podría decidir cualquier cosa, incluso, eliminar la división de poderes, violentar derechos, o atropellar a la minoría. Confunde representación con soberanía; democracia con tiranía; división con concentración de poder. El resultado es el peligro que Montesquieu había alertado: “todo estaría perdido” para la libertad si el poder está unido. El poder “democrático” puede ser tan tiránico como el del absolutismo. La esencia de la democracia es la garantía de los derechos y, en particular, los de las minorías.
El Tribunal Constitucional en su reciente Sentencia de 14 de noviembre de 2018 ha sentenciado que las Cortes Generales pueden desplegar su función de control, incluso, respecto del Gobierno en funciones. En este caso, no hay relación de confianza entre Congreso y Gobierno porque el presidente no ha sido investido. El Tribunal entiende que no hay obstáculo. La función de control no admite excepción alguna. “La función de control que corresponde a las Cortes Generales está implícita en su carácter representativo y en la forma de gobierno parlamentario que establece el art 1.3 CE, no pudiendo negarse a las Cámaras todo ejercicio de la función de control, ya que con ello se afectaría al equilibrio de poderes previsto en nuestra Constitución.”
Es la doble cara de la división de poderes. Por un lado, el carácter representativo no puede atropellar a los otros poderes y, por otro, ese mismo carácter es el que le permite a las Cortes desplegar su función de control sobre el Gobierno, incluso, el que está en funciones. La Constitución es la que administra la relación entre los poderes; no permite que la representación atropelle a los otros poderes y establece un control respectivo. Es el check and balance esencial en el Estado democrático de Derecho. El problema que el liberalismo intentó resolver sigue estando vivo: el cómo proteger la libertad. La división de poderes sigue siendo imprescindible, porque el monismo, ahora atrincherado tras la representación popular, es el gran peligro para la libertad.
Frente al absolutismo y a la concentración del poder, Montesquieu afirmaba, en 1748, que “todo estaría perdido si el mismo hombre y el mismo cuerpo ejerciese los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutarlas y el de juzgar.” El valor supremo es la libertad, el mayor enemigo, el poder. Para contrarrestar la tendencia natural del poder el abuso es imprescindible dividirlo, a la par que someterlo a controles mutuos. El resultado, es el “checks and balances”.
A partir de aquí, el influjo se dejó sentir. La Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 afirmaba, en el artículo 16, que “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes determinada carece de Constitución”. Desde entonces, el principio de la división de poderes pasó a formar parte integrante del Derecho constitucional liberal (García-Pelayo).
A medida que la representación ciudadana pasó a insuflar la legitimidad del Estado, hasta completarse en el siglo XX (con el reconocimiento a las mujeres del derecho a voto), el Estado, con poder dividido, pasó a ser, también, democrático.
El problema constitucional sobreviene con la preeminencia del poder más directamente representativo del pueblo. Nuestra Constitución dispone que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” (art. 1.2) y que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” (art. 1.3), porque “las Cortes Generales representan al pueblo español” (art. 66.1). En consecuencia, tanto el Ejecutivo como el Judicial están “sometidos” a la voluntad de aquella expresada o exteriorizada mediante la Ley (arts. 103.1 y 117.1), y todos obedientes a la Constitución.
En los últimos días hemos asistido a cómo se pone en cuestión la división de poderes. Me refiero al pacto entre los dos grandes partidos (PSOE y PP) para el nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Hasta que, en un encomiable alarde de dignidad, el designado para ocupar la presidencia, dijo basta. Sin embargo, el que el pacto se haya roto no impide que, en el futuro, tal vez con menos alharacas, se repita. La Constitución establece la procedencia de los vocales (“doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales”) pero se remite a la Ley orgánica el cómo han de ser elegidos (art. 122.3). Y el legislador ha interpretado que esos vocales los puede designar, sin mayor restricción.
La vicepresidenta Carmen Calvo ha justificado el pacto en sede parlamentaria aludiendo al carácter representativo de las Cortes. Como representa al pueblo español, podría decidir cualquier cosa, incluso, eliminar la división de poderes, violentar derechos, o atropellar a la minoría. Confunde representación con soberanía; democracia con tiranía; división con concentración de poder. El resultado es el peligro que Montesquieu había alertado: “todo estaría perdido” para la libertad si el poder está unido. El poder “democrático” puede ser tan tiránico como el del absolutismo. La esencia de la democracia es la garantía de los derechos y, en particular, los de las minorías.
El Tribunal Constitucional en su reciente Sentencia de 14 de noviembre de 2018 ha sentenciado que las Cortes Generales pueden desplegar su función de control, incluso, respecto del Gobierno en funciones. En este caso, no hay relación de confianza entre Congreso y Gobierno porque el presidente no ha sido investido. El Tribunal entiende que no hay obstáculo. La función de control no admite excepción alguna. “La función de control que corresponde a las Cortes Generales está implícita en su carácter representativo y en la forma de gobierno parlamentario que establece el art 1.3 CE, no pudiendo negarse a las Cámaras todo ejercicio de la función de control, ya que con ello se afectaría al equilibrio de poderes previsto en nuestra Constitución.”
Es la doble cara de la división de poderes. Por un lado, el carácter representativo no puede atropellar a los otros poderes y, por otro, ese mismo carácter es el que le permite a las Cortes desplegar su función de control sobre el Gobierno, incluso, el que está en funciones. La Constitución es la que administra la relación entre los poderes; no permite que la representación atropelle a los otros poderes y establece un control respectivo. Es el check and balance esencial en el Estado democrático de Derecho. El problema que el liberalismo intentó resolver sigue estando vivo: el cómo proteger la libertad. La división de poderes sigue siendo imprescindible, porque el monismo, ahora atrincherado tras la representación popular, es el gran peligro para la libertad.
(Expansión, 27/11/2018)
Comentarios
Publicar un comentario