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Malestar y esperanza

La Constitución se inicia -en su Preámbulo- proclamando el deseo de “la Nación española, [de] establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran”.

Después de la dictadura de Franco, sólo cabía la esperanza de alumbrar otro Estado, el democrático de Derecho. El que propugna como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1.1).

Frente a la esperanza, hoy se alza el malestar. El malestar es definido, en el Diccionario de la Lengua española, como desazón, incomodidad indefinible. Hoy se habla del malestar de la política, del malestar de la democracia, del malestar de la globalización, … Desde Trump, el Brexit, pasando por la revuelta francesa, Italia y otros. Entre nosotros, el golpismo en Cataluña, la irrupción de la extrema derecha en Andalucía, pasando por la situación del Gobierno de la Nación. Miramos a nuestros vecinos, a nuestros compañeros, … caras de enfado, de desagrado.

Es el “fin de las promesas”, afirmaba un votante de Vox, según recogía un artículo de El Mundo. Y, sin promesas, no hay política.

La política y los políticos, así como los partidos son, como se viene repitiendo desde hace ya mucho tiempo, el segundo problema de España. En el último barómetro del CIS (noviembre de 2018) fue calificado por el 31,3 de los encuestados como uno de los tres problemas principales de España. Se está cuestionando su papel como vehículo de intermediación entre la sociedad y el Estado. Los partidos son un instrumento de agrupación de intereses, así como de gobierno del Estado. No hay otra fórmula. Nos podrá gustar más o menos, pero no la hay.

El surgimiento de las redes sociales como actores sociales y políticos está demostrando, paradójicamente, la importancia de los partidos.

En las últimas revueltas y, en general, en las manifestaciones políticas, tanto en España como en otros países, por ejemplo, hoy, en Francia, las redes sociales están jugando un papel esencial mas sólo para la movilización, la oposición, pero son incapaces de ofrecer una alternativa, una propuesta, una respuesta.

La falta de sintonía entre la oposición y la proposición alienta, aún más, el malestar.

El caso francés es prototípico. Una reacción a una medida del gobierno, en materia de precios a los combustibles, ha tenido un alcance, incluso, desconocido para sus promotores, derivando en una algarada sin fin, sin causa y sin objetivo.

El malestar se ha convertido, aún más, en indefinible. Y si no toma cuerpo, no es posible que se inserte en el sistema político para alumbrar soluciones; y si no se incorpora, si no es definible, la falta de solución, lo incrementará aún más. El malestar deviene más malestar.

Estamos asistiendo a una forma de hacer política que es la de la anti-política. Generadora de frustración; la de profecía auto-cumplida: la crítica anti-política a la política que, por su propia incapacidad para hacer política, se convierte aún más en anti-política.

La revuelta contra las élites, contra el establishment, contra todo. El descrédito, la desconfianza siembran la semilla de la falta de legitimidad. ¿Cómo se puede gobernar el Estado sin actores que hagan de intermediarios entre la sociedad y los poderes? ¿Cómo se puede gobernar el Estado constituido por la Constitución?

Los partidos políticos, establece el artículo 6 de la Constitución, “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política” (art. 6).

Entre nosotros, sorprende la ausencia de autocrítica. La abstención y la irrupción de Vox son la voz de la protesta. Se intenta criminalizar a los abstencionistas, como a los votantes de Vox. Incluso, se habla de cordón sanitario, echar a sus representantes de las instituciones, … Mientras sea una opción política legal, los ciudadanos tienen derecho a votarlos, a estar presentes en las instituciones e, incluso, a participar en su gobierno.

Si han obtenido representación es la consecuencia de un proceso de años en el que no se ha dado voz, ni respuesta, a las inquietudes de un sector de la población.

Si durante tantos años se ha considerado a los políticos y a los partidos, así como a la política, como el segundo problema más grave de España, ¿cómo nos puede sorprender que unos españoles decidan votar a los anti-políticos?

Advertidos estaban, y no hicieron nada; han alimentado la frustración. Señalaban a los políticos, y ahora, son los políticos los que los señalan a ellos. El resultado, aún más frustración.

H. Rosling (Factfulness) nos alerta de que los seres humanos sufrimos lo que él denomina el “instituto dramático hacia el pensamiento binario”. Es el instinto, consolidado durante tantos miles de años, de reducir la realidad a dos opciones, calificadas como buenas o males, conjugada con una visión negativa o pesimista de las cosas. Está grabado en nuestro ADN, porque sirve a la estrategia de la supervivencia en mitad de los peligros de la sabana.

Ya no estamos en la sabana. Y el pesimismo no tiene espacio. En nuestro cerebro social, el pesimismo; en nuestra realidad, el optimismo. También en política. La esperanza anunciada por la Constitución. La esperanza crítica. Se puede y se debe criticar para corregir lo que estamos viviendo. No es posible seguir cerrando los ojos ante una ciudadanía que lleva anunciando desde hace mucho tiempo que la política y los partidos son uno de los más importantes problemas que tiene España.

Debemos emprender el camino para que la Política, los políticos y los partidos dejen de suscitar desafección, desconfianza y descrédito. El primer requisito: cumplir la palabra dada; recuperar la credibilidad. Y a tal fin, la convocatoria electoral es imprescindible. No es posible, en términos políticos, que presida el Gobierno de España aquél que no ha obtenido el respaldo electoral de los ciudadanos. Es fuente de frustración y desesperanza.

La imagen de un político agarrado al sillón presidencial es patética; sostenido por los enemigos de la democracia española, es aún más.

En el siglo XXI ya no valen las tretas del siglo XIX: no se puede llamar, al mismo tiempo, a que gobierne la lista más votada, cuando gobierna la lista que no lo es; y no se puede llamar a que no se gobierne con extremistas como Vox, cuando se gobierna gracias a los golpistas catalanes e, incluso, a los que han apoyado al terrorismo. Tanta infamia, alienta el descrédito, no sólo de los políticos, sino de las instituciones del Estado democrático de Derecho. Y esto es lo realmente peligroso.

(Expansión, 11/12/2018)

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