Eatwell y Goodwin han explicado, en su libro dedicado a la expansión del populismo nacionalista en la democracia liberal (“National Populism. The Revolt Against Liberal Democracy”), que una de las raíces de su crecimiento radica en la naturaleza elitista de la democracia liberal que vendría a explicar dos fenómenos. Por un lado, la ausencia de representación de ciertos colectivos, intereses, preocupaciones y políticas; y, por otro, la falta de confianza en políticos e instituciones.
Los partidos que encarnan el populismo vendrían a ofrecer una respuesta a la preocupación de un sector de la población en relación con ciertos problemas que le acucian, desde la pérdida de riqueza, de esperanza, de futuro, pasando por la inmigración, la globalización y la delincuencia. Cuando los actores tradicionales ni pueden, ni quieren; cuando ni son capaces de captar ni de entender los problemas dan voz a los que no tienen voz; dan representación a los que no la tienen.
La paradoja, otra más, de la democracia es que su crisis radica, precisamente, en que no es suficientemente democrática. Porque más democracia es dar voz y representación a aquellos que la ponen en cuestión. No tanto porque no crean en ella sino porque creen que la democracia está siendo controlada por aquellos, las élites, que no atienden a sus desasosiegos. Se construye la imagen del pueblo contra la élite corrupta, contra los políticos que roban; incluso, frente a las instituciones, caso del Poder judicial, el cual, se afirma está entregado a la banca, como hemos visto proclamarse repetidas veces en el caso de las hipotecas.
El nacionalismo populista es la respuesta a todo esto; dicen ofrecer la representación auténtica del pueblo auténtico, la de los políticos auténticos; los que, además, no van a defraudar, como repetía Trump. Así se ha presentado entre nosotros Vox.
Tenemos que transcender de la hojarasca electoral. El nacionalismo populista solo puede ser derrotado si se le da una repuesta a lo que lo alienta.
La respuesta de las izquierdas es conocida: el frentismo; el guerra-civilismo. Lo hemos visto en la noche electoral andaluza. Llamadas a la resistencia antifascista, a las trincheras, a la resistencia y demás, como si estuviéramos en los años 30 del siglo pasado.
Las izquierdas no han asumido que la Historia ha cambiado y que no se puede dar marcha atrás. El resultado de las elecciones lo vuelve a confirmar dramáticamente. Los que se han empeñado en desenterrar al muerto (Franco y la dictadura), nos pretenden ahora advertir de los peligros del muerto y de la necesidad de resistir frente al muerto, para ofrecerse como la alternativa que lo volverá a enterrar. Ese viaje de la tumba a la tumba es el escenario del frentismo movilizador de las izquierdas que, en cambio, sólo ha conseguido movilizar al populismo nacionalista. El resultado de las elecciones en Andalucía muestra que sacar a pasear al muerto no ha ayudado en nada. Al contrario.
El populismo se ha instalado entre nosotros y no va a desaparecer. Es una opción política y electoral. Depende de cómo se dé una respuesta a la desesperanza de unos y al hartazgo de tantos otros que crezca o se reduzca.
Las instituciones democráticas no pueden ser temerosas a los retos que se les suscitan por los ciudadanos, por muy minoritarios que sean. La democracia no puede admitir ni guetos ni parias políticos.
La articulación de respuestas a la globalización, a la marginación, a la falta de esperanza, el empobrecimiento, la inmigración, la delincuencia, etc., con ser difícil no es imposible. Ofrecer alternativas integradoras, comprensivas, positivas e, incluso, esperanzadoras, es imprescindible.
El requisito imprescindible es el de la confianza, la credibilidad de los políticos, los “administradores” de las instituciones democráticas. Las instituciones deben ser administradas como si de un patrimonio se tratase: el patrimonio institucional; que los políticos tienen la obligación esencial de conservar para su transmisión a las generaciones futuras, al menos, en las mejores condiciones.
La conservación del patrimonio institucional genera capital, el capital de legitimidad, que resulta imprescindible para la gestión de situaciones de crisis como la actual.
Cuando los políticos se dedican, como ha sucedido en la Comisión de investigación sobre la crisis financiera de España, a taparse las vergüenzas, a no hacer ningún análisis autocrítico sobre la politización de las Cajas de Ahorro, están sembrando la imagen de la impunidad; de que la responsabilidad no va con ellos, de que tienen licencia para corromper y destruir, sin castigo alguno. Estos comportamientos son los que alientan al populismo. Son los que muestran que los administradores de las instituciones no han asumido su responsabilidad; que dilapidan el capital institucional; que alientan a los parias de la tierra; que cierran las puertas de las instituciones; que recrecen los muros de papel para aislarlas. En definitiva, socaba la legitimidad que da esperanza a los populistas de que una democracia sin democracia es posible.
Los partidos que encarnan el populismo vendrían a ofrecer una respuesta a la preocupación de un sector de la población en relación con ciertos problemas que le acucian, desde la pérdida de riqueza, de esperanza, de futuro, pasando por la inmigración, la globalización y la delincuencia. Cuando los actores tradicionales ni pueden, ni quieren; cuando ni son capaces de captar ni de entender los problemas dan voz a los que no tienen voz; dan representación a los que no la tienen.
La paradoja, otra más, de la democracia es que su crisis radica, precisamente, en que no es suficientemente democrática. Porque más democracia es dar voz y representación a aquellos que la ponen en cuestión. No tanto porque no crean en ella sino porque creen que la democracia está siendo controlada por aquellos, las élites, que no atienden a sus desasosiegos. Se construye la imagen del pueblo contra la élite corrupta, contra los políticos que roban; incluso, frente a las instituciones, caso del Poder judicial, el cual, se afirma está entregado a la banca, como hemos visto proclamarse repetidas veces en el caso de las hipotecas.
El nacionalismo populista es la respuesta a todo esto; dicen ofrecer la representación auténtica del pueblo auténtico, la de los políticos auténticos; los que, además, no van a defraudar, como repetía Trump. Así se ha presentado entre nosotros Vox.
Tenemos que transcender de la hojarasca electoral. El nacionalismo populista solo puede ser derrotado si se le da una repuesta a lo que lo alienta.
La respuesta de las izquierdas es conocida: el frentismo; el guerra-civilismo. Lo hemos visto en la noche electoral andaluza. Llamadas a la resistencia antifascista, a las trincheras, a la resistencia y demás, como si estuviéramos en los años 30 del siglo pasado.
Las izquierdas no han asumido que la Historia ha cambiado y que no se puede dar marcha atrás. El resultado de las elecciones lo vuelve a confirmar dramáticamente. Los que se han empeñado en desenterrar al muerto (Franco y la dictadura), nos pretenden ahora advertir de los peligros del muerto y de la necesidad de resistir frente al muerto, para ofrecerse como la alternativa que lo volverá a enterrar. Ese viaje de la tumba a la tumba es el escenario del frentismo movilizador de las izquierdas que, en cambio, sólo ha conseguido movilizar al populismo nacionalista. El resultado de las elecciones en Andalucía muestra que sacar a pasear al muerto no ha ayudado en nada. Al contrario.
El populismo se ha instalado entre nosotros y no va a desaparecer. Es una opción política y electoral. Depende de cómo se dé una respuesta a la desesperanza de unos y al hartazgo de tantos otros que crezca o se reduzca.
Las instituciones democráticas no pueden ser temerosas a los retos que se les suscitan por los ciudadanos, por muy minoritarios que sean. La democracia no puede admitir ni guetos ni parias políticos.
La articulación de respuestas a la globalización, a la marginación, a la falta de esperanza, el empobrecimiento, la inmigración, la delincuencia, etc., con ser difícil no es imposible. Ofrecer alternativas integradoras, comprensivas, positivas e, incluso, esperanzadoras, es imprescindible.
El requisito imprescindible es el de la confianza, la credibilidad de los políticos, los “administradores” de las instituciones democráticas. Las instituciones deben ser administradas como si de un patrimonio se tratase: el patrimonio institucional; que los políticos tienen la obligación esencial de conservar para su transmisión a las generaciones futuras, al menos, en las mejores condiciones.
La conservación del patrimonio institucional genera capital, el capital de legitimidad, que resulta imprescindible para la gestión de situaciones de crisis como la actual.
Cuando los políticos se dedican, como ha sucedido en la Comisión de investigación sobre la crisis financiera de España, a taparse las vergüenzas, a no hacer ningún análisis autocrítico sobre la politización de las Cajas de Ahorro, están sembrando la imagen de la impunidad; de que la responsabilidad no va con ellos, de que tienen licencia para corromper y destruir, sin castigo alguno. Estos comportamientos son los que alientan al populismo. Son los que muestran que los administradores de las instituciones no han asumido su responsabilidad; que dilapidan el capital institucional; que alientan a los parias de la tierra; que cierran las puertas de las instituciones; que recrecen los muros de papel para aislarlas. En definitiva, socaba la legitimidad que da esperanza a los populistas de que una democracia sin democracia es posible.
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