El viernes 27 de octubre de 2017 se publicaba en el Boletín Oficial de Estado, el Acuerdo del Consejo de Ministros por el que se aplicaba lo dispuesto en el artículo 155 de la Constitución ante los gravísimos incumplimientos constitucionales protagonizados por la Generalitat de Cataluña en su empeño secesionista.
El artículo 155 CE regula el típico mecanismo de coerción estatal en los Estados federales o fuertemente descentralizados ante los incumplimientos graves por parte de los Estados federados. Es similar al contemplado en el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn.
Los mecanismos ordinarios tienen en los tribunales su protagonista. Éstos castigan, a posteriori, los actos contrarios a la Constitución. Cuando el incumplimiento es grave, reiterado y sin perspectiva de corrección; cuando supone, como ha señalado el Tribunal Constitucional, una vía de hecho y un manifiesto y voluntario desconocimiento del orden constitucional, sólo caben los extraordinarios. Éste es el del artículo 155.
En definitiva, se procedió al cese del Presidente de la Generalitat, así como de su Govern, y a la disolución del Parlament, con la convocatoria de las elecciones. Además, los altos cargos cesados fueron substituidos por otros nombrados por el Gobierno de la Nación.
No fue la única medida de intervención. Hay que sumar la de la Hacienda, la de los pagos de la Generalitat por el Ministerio de Hacienda cuya autorización se requería para llevarlos a cabo (Acuerdos de la Comisión Delegada del Gobierno de septiembre y de diciembre de 2017).
Las medidas del 155 se dirigieron a afrontar unas circunstancias muy concretas: las del reto secesionista; sus manifestaciones más escandalosas: embajadas, diplocat, Mossos, … En ningún caso, pretendieron actuar sobre las causas. Esto supone una enorme debilidad como se está poniendo de manifiesto: un año después, volvemos al punto de partida.
La primera reflexión: necesitamos un 155 para atacar las causas; acabar con las piezas institucionales que hacen posible que el reto siga alimentándose; las que ponen a las instituciones al servicio del golpe contra el Estado democrático de Derecho. Sentar las bases para que el golpismo institucional e institucionalizado no anide en la Generalitat.
Se ha roto el maleficio; se ha sentado el precedente. Con los errores conocidos, pero se puede afirmar que el Estado democrático de Derecho cuenta, de manera efectiva, con un instrumento poderoso para hacer cumplir y respetar la Constitución. También hemos aprendido que incumplir la Constitución no sólo exige corregir ciertas manifestaciones, sino también afrontar las causas que hacen posible que se haya institucionalizado el incumplimiento. Esto requiere actuar sobre las bases y, además, durante el tiempo necesario.
El otro resorte que se está manifestado como determinante es el del Poder judicial y, en particular, el del Tribunal Supremo. La instrucción del Magistrado Llarena ha puesto de relieve la profundidad e importancia del golpe; los ilícitos penales son graves. El auto de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 25 de octubre acuerda la apertura del juicio oral contra los cabecillas del golpe que están en prisión, por los delitos de rebelión y por otros como los de malversación y de desobediencia. Delitos gravísimos en la arquitectura de bienes protegidos por el Estado democrático de Derecho. El de rebelión supone, como dispone el artículo 472 Código Penal, alzarse, violenta y públicamente para, entre otros fines, “derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución” o “declarar la independencia de una parte del territorio nacional”. Un delito que ataca el orden constitucional; las piezas esenciales de dicho orden. El Tribunal Supremo va a ejercer el ius puniendi del Estado sobre los responsables del ataque más grave que ha sufrido la democracia española en sus 40 años de existencia.
Si la aplicación del 155 lo ha “normalizado”, el Tribunal Supremo habrá de medirse, no en unas circunstancias favorables, ante el reto histórico de administrar el poder del Estado frente a sus enemigos. No como venganza, sino como exigencia básica del Estado de Derecho. No es admisible que los que incumplen las normas, y aún menos, aquellos que se alcen contra las mismas, puedan quedar impunes. Si así fuese, todo el orden constitucional caería. Las normas dejan de ser un papel cuando hay un juez dispuesto a aplicar los castigos a los incumplidores. El Tribunal Supremo se enfrenta al reto de demostrar que en el Estado de Derecho, la Constitución, es algo más y más importante que un mero papel, que una declaración de buenas intenciones. Es la norma sobre la que se asienta la convivencia de los ciudadanos según los parámetros de la libertad.
El golpe de Estado en Cataluña ha reforzado al Estado democrático de Derecho. La puesta en juego de la coerción estatal del artículo 155 CE y la administración del ius puniendi del Estado por el Tribunal Supremo ponen de manifiesto que el Estado es Estado y tiene sus medios para hacer frente a aquellos que lo retan. Paradójicamente, frente a esa fortaleza, nos encontramos con la debilidad política del Gobierno. Cuanto más fuerte el Estado se ha expresado, más débil se ofrece el Gobierno de la Nación. Se podría dar la paradoja de que los golpistas encuentran una vía para debilitar la fortaleza del Estado. Y esta vía es la del Gobierno. Cuanto más fuerte es el Estado, más necesitan debilitarlo; el cauce es el Gobierno. No sólo ha retirado la intervención de los pagos de la Generalitat, sino que está desplegando, incluso, de manera ostentosa, una presión sobre el Tribunal Supremo para “suavizar” el ejercicio de su jurisdicción. Al final, los golpistas, como el agua, siempre encuentran una grieta, un hueco, una debilidad por la que alcanzar su objetivo. En estas fechas que celebramos que el Estado democrático de Derecho tiene mecanismos reforzados de protección, también son las del temor de que esos mecanismos pueden quedar desactivados. Las consecuencias que podrían tener a medio y largo plazo, de repetirse, que se repetirá, la intentona golpista, arrojan las dudas sobre cómo se enfrentarían. El oportunismo cortoplacista puede ser la tumba de la Constitución.
(Expansión, 30/10/2018)
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