En Estados Unidos se está desarrollando un interesante debate sobre la democracia, su futuro y la influencia que, a largo plazo, tendrá el populismo. Las últimas palabras del Presidente Trump lo ha vuelto a suscitar. Según recogía la prensa, Trump había afirmado que "la Reserva Federal (Fed) se está volviendo loca. Quiero decir, no sé cuál es su problema porque están elevando las tasas de interés y es ridículo ". Y reiteraba, “la Fed se está volviendo loca [en castellano], y no hay razón para que lo hagan. No estoy feliz por eso ".
El comentario venía a propósito de la caída de la Bolsa como consecuencia de la tercera subida de los tipos de interés. La Reserva Federal elevó las tasas hasta el 2,25% hace dos semanas; el precio del dinero se ha colocado en su nivel más alto desde 2008. Y hay prevista otra subida antes de finalizar el año.
Se han encendido, una vez más, las señales de alerta. Una comentarista del Washington Post ha afirmado que Trump pretende convertir Estados Unidos en Venezuela. Una exageración que demuestra el grado de enconamiento que se está alcanzando; proporcional al de la preocupación que está suscitando un presidente que ha roto todas las líneas rojas de la democracia norteamericana. Las instituciones democráticas se tambalean. El sueño del populismo: la voluntad del pueblo, interpretada por el líder supremo, no admite límite alguno, aún menos de las instituciones independientes.
El gran líder asalta las instituciones para mantenerlas bajo obediencia. Y cuando el elegido, como Jerome Powell, presidente de la Fed, sólo admite una exigencia (cumplir con la función que la Ley le ha encargado), surge el debate de si es posible su destitución. Trump lo podría hacer, pero sólo si hay una “justa causa”, según la terminología usada en la legislación norteamericana. No parece que concurra. Cumplir con la función que la ley le ha entregado no es un supuesto habilitante de la destitución.
La inserción de las instituciones independientes (ni elegidas por el pueblo, ni sometidas a la obediencia de los representantes del pueblo) en el sistema democrático siempre ha sido compleja. Su legitimidad no es democrática (elección); no tiene por qué serla; no es la única fuente de legitimidad cuando el conjunto del Estado democrático de Derecho la tiene. En el caso de los reguladores, se intenta que su función, en el ámbito de los mercados y, en particular, en el sistema financiero (aproximadamente el 60 por 100 de todas las agencias reguladoras de las 800 que se calcula que hay en 115 países, prestan servicios en el sistema financiero), se aleje de la política; que sirvan exclusivamente al objetivo de interés general relacionado con el buen funcionamiento del sistema financiero, sin interferencia política; sin la contaminación de los políticos y de sus intereses cortoplacistas.
Ahora bien, esto no quiere decir que deban quedar excluidas de cualquier debate político. La democracia es esencialmente debate, controversia, contraste de ideas, principios, ideologías e intereses, sostenida por libertades esenciales, como la de expresión. El que las instituciones independientes sirvan a objetivos a largo plazo, no quiere decir que no puedan ser objeto del debate democrático.
Se suele caer en el simplismo, como se observa en el debate alentado por las palabras de Trump, que polemizar sobre las decisiones de las instituciones merma la confianza. Se argumenta que son instituciones tecnocráticas (que no democráticas) cuya legitimidad se basa en la confianza que suscitan. Si se discute sobre ellas, se quiebra, por lo tanto, el eje central de la legitimidad. Me parece falso y antidemocrático.
En la democracia nada, ni nadie puede quedar al margen del debate. La libertad de expresión no puede quedarse a las puertas de las instituciones, ni la Jefatura del Estado, ni los Tribunales, ni los organismos reguladores. Si el debate comprometiese la independencia sería, probablemente, porque la elección de los directivos ha sido inadecuada. Una institución independiente precisa de profesionales independientes. Y éstos deben saber cuál es el precio a pagar. Mantener su criterio, porque así lo entienden correcto, tiene el coste de la crítica. Ninguna crítica, en términos democráticos, puede comprometer la independencia. Si así fuese, el elegido no es el adecuado.
En el caso de Trump se ha llevado la crítica más allá de los límites del debate democrático. Ha descalificado a la institución. Ha afirmado, en dos ocasiones, y en castellano, que la Fed se está volviendo “loca”. Nuestros populistas van, incluso, aún más lejos. Joan Tardà ha afirmado que “no negociaremos nada si el Gobierno español no insta a la Fiscalía a retirar las acusaciones”.
El Fiscal General del Estado es nombrado por el Gobierno, pero no mantiene relación de jerarquía y, por consiguiente, de obediencia a sus dictados. No puede “instar” nada; como se afirma en el Estatuto orgánico del Ministerio fiscal (Ley 50/1981), el Gobierno sólo puede “interesar” las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público. Ni ese “interesamiento” le obliga. Aún menos cuando se trata de cambiar sus actuaciones procesales precedentes que, en el caso de los golpistas secesionistas, se han desplegado de manera coherente a lo largo del tiempo. Ahora que se aproxima el señalamiento de la vista y el dictado de la sentencia, no es razonable pensar que los fiscales vayan a cambiar de criterio y, aún menos, a instancia de una directriz u orden política que no sólo no se podría producir, sino que, de producirse, estaría incursa en varios delitos.
Trump les llama locos, y los “nuestros” reclaman obediencia; en ambos casos, es la superior causa del pueblo, sin límites. Cuando se deja de entender que la democracia es un mecanismo de limitación del poder, precisamente, para salvaguardar los derechos y libertades de los ciudadanos, se comienzan a dar los pasos hacia la dictadura. Bien lo saben los golpistas catalanes.
El comentario venía a propósito de la caída de la Bolsa como consecuencia de la tercera subida de los tipos de interés. La Reserva Federal elevó las tasas hasta el 2,25% hace dos semanas; el precio del dinero se ha colocado en su nivel más alto desde 2008. Y hay prevista otra subida antes de finalizar el año.
Se han encendido, una vez más, las señales de alerta. Una comentarista del Washington Post ha afirmado que Trump pretende convertir Estados Unidos en Venezuela. Una exageración que demuestra el grado de enconamiento que se está alcanzando; proporcional al de la preocupación que está suscitando un presidente que ha roto todas las líneas rojas de la democracia norteamericana. Las instituciones democráticas se tambalean. El sueño del populismo: la voluntad del pueblo, interpretada por el líder supremo, no admite límite alguno, aún menos de las instituciones independientes.
El gran líder asalta las instituciones para mantenerlas bajo obediencia. Y cuando el elegido, como Jerome Powell, presidente de la Fed, sólo admite una exigencia (cumplir con la función que la Ley le ha encargado), surge el debate de si es posible su destitución. Trump lo podría hacer, pero sólo si hay una “justa causa”, según la terminología usada en la legislación norteamericana. No parece que concurra. Cumplir con la función que la ley le ha entregado no es un supuesto habilitante de la destitución.
La inserción de las instituciones independientes (ni elegidas por el pueblo, ni sometidas a la obediencia de los representantes del pueblo) en el sistema democrático siempre ha sido compleja. Su legitimidad no es democrática (elección); no tiene por qué serla; no es la única fuente de legitimidad cuando el conjunto del Estado democrático de Derecho la tiene. En el caso de los reguladores, se intenta que su función, en el ámbito de los mercados y, en particular, en el sistema financiero (aproximadamente el 60 por 100 de todas las agencias reguladoras de las 800 que se calcula que hay en 115 países, prestan servicios en el sistema financiero), se aleje de la política; que sirvan exclusivamente al objetivo de interés general relacionado con el buen funcionamiento del sistema financiero, sin interferencia política; sin la contaminación de los políticos y de sus intereses cortoplacistas.
Ahora bien, esto no quiere decir que deban quedar excluidas de cualquier debate político. La democracia es esencialmente debate, controversia, contraste de ideas, principios, ideologías e intereses, sostenida por libertades esenciales, como la de expresión. El que las instituciones independientes sirvan a objetivos a largo plazo, no quiere decir que no puedan ser objeto del debate democrático.
Se suele caer en el simplismo, como se observa en el debate alentado por las palabras de Trump, que polemizar sobre las decisiones de las instituciones merma la confianza. Se argumenta que son instituciones tecnocráticas (que no democráticas) cuya legitimidad se basa en la confianza que suscitan. Si se discute sobre ellas, se quiebra, por lo tanto, el eje central de la legitimidad. Me parece falso y antidemocrático.
En la democracia nada, ni nadie puede quedar al margen del debate. La libertad de expresión no puede quedarse a las puertas de las instituciones, ni la Jefatura del Estado, ni los Tribunales, ni los organismos reguladores. Si el debate comprometiese la independencia sería, probablemente, porque la elección de los directivos ha sido inadecuada. Una institución independiente precisa de profesionales independientes. Y éstos deben saber cuál es el precio a pagar. Mantener su criterio, porque así lo entienden correcto, tiene el coste de la crítica. Ninguna crítica, en términos democráticos, puede comprometer la independencia. Si así fuese, el elegido no es el adecuado.
En el caso de Trump se ha llevado la crítica más allá de los límites del debate democrático. Ha descalificado a la institución. Ha afirmado, en dos ocasiones, y en castellano, que la Fed se está volviendo “loca”. Nuestros populistas van, incluso, aún más lejos. Joan Tardà ha afirmado que “no negociaremos nada si el Gobierno español no insta a la Fiscalía a retirar las acusaciones”.
El Fiscal General del Estado es nombrado por el Gobierno, pero no mantiene relación de jerarquía y, por consiguiente, de obediencia a sus dictados. No puede “instar” nada; como se afirma en el Estatuto orgánico del Ministerio fiscal (Ley 50/1981), el Gobierno sólo puede “interesar” las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público. Ni ese “interesamiento” le obliga. Aún menos cuando se trata de cambiar sus actuaciones procesales precedentes que, en el caso de los golpistas secesionistas, se han desplegado de manera coherente a lo largo del tiempo. Ahora que se aproxima el señalamiento de la vista y el dictado de la sentencia, no es razonable pensar que los fiscales vayan a cambiar de criterio y, aún menos, a instancia de una directriz u orden política que no sólo no se podría producir, sino que, de producirse, estaría incursa en varios delitos.
Trump les llama locos, y los “nuestros” reclaman obediencia; en ambos casos, es la superior causa del pueblo, sin límites. Cuando se deja de entender que la democracia es un mecanismo de limitación del poder, precisamente, para salvaguardar los derechos y libertades de los ciudadanos, se comienzan a dar los pasos hacia la dictadura. Bien lo saben los golpistas catalanes.
(Expansión, 16/10/2018)
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