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El Rey, sagrado

Michael Ignatieff, catedrático en Harvard, y antiguo líder del Partido Liberal de Canadá, escribía, en su libro sobre su paso por la política (Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política), que “el arte de la política consiste esencialmente en ser un maestro del oportunismo. Un torpe oportunista político no es más que alguien incapaz de ocultar que está aprovechando una oportunidad. Un oportunista hábil, por el contrario, es alguien que sabe persuadir al público de que ha sido él quien ha creado la oportunidad.”

Cuando oí la “propuesta” de Sánchez de incluir en la reforma de la Constitución, incluso, la eliminación de la inviolabilidad del Rey, ¿cómo calificar a un político que ni es capaz de ocultar que pretende aprovechar una oportunidad, como los torpes, ni sabe persuadir de que está creando una oportunidad, como los hábiles? Ni es torpe, ni hábil, porque la inviolabilidad del Rey no es ninguna oportunidad.

La inviolabilidad del Rey (art. 56.3 Constitución) quiere decir que la persona del Jefe del Estado, como sucede en todas las monarquías, no puede ser perseguida judicialmente ni por sus actos constitucionales (porque son objeto de refrendo por el Presidente o los Ministros: art. 64 CE), ni por sus actos personales, al menos, los que tienen relevancia penal.

Es una regla, como sucede con los aforamientos, y así lo reconoce el Gobierno de Sánchez en su escrito de propuesta de reforma constitucional, de protección de la persona que ocupa ciertos cargos para que pueda desempeñarlos con libertad e independencia. En el caso del Rey es aún más imprescindible: es un símbolo de la unidad y permanencia del Estado y su más alto representante.

Que el debate sobre la inviolabilidad del Rey es inoportuno es escandalosamente evidente. Cualquier persona mínimamente sensata, atenta a las circunstancias presentes de España, repara en que no contribuye al progreso de España, en ningún ámbito, aún menos en el de la estabilidad institucional.

La estabilidad está siendo amenazada por la pinza entre, por un lado, el discurso guerracivilista, frentista, de las izquierdas que tiene en “el muerto” (Franco y la dictadura), su la máxima expresión (lo quieren desenterrar, sacarlo en procesión y, presas de un heroísmo extremo, volverlo a enterrar), y en Vox, su principal activo electoral, con el “éxito” conocido en las elecciones andaluzas. Y, por otro, el golpismo, instalado en las instituciones de la Generalitat de Cataluña, que han convertido la denigración constante del Rey y de la Reina en eje de acción política para debilitar el Estado democrático de Derecho.

Se suscitarán interesantísimos debates sobre la “constitucionalidad” de la inviolabilidad de la persona del Rey en el siglo XXI. Pero como sucedió durante el cerco de Constantinopla por los Otomanos en el siglo XV, cuando los bizantinos se entretuvieron en debatir sobre el sexo de los ángeles, solo servirán para facilitar la realización de los objetivos del golpismo catalán.

Hoy, la persona del Rey no solo es inviolable, sino que es el símbolo y el baluarte frente a los enemigos de la democracia. Puestos a reformar la Constitución, que se recupere lo proclamado en el artículo 168 de la Constitución de Cádiz: “La persona del Rey es sagrada e inviolable”. Frente al golpismo, sagrado.

Y me sigo preguntando: ¿cómo calificar a Sánchez que, con su propuesta, demuestra que no es ni torpe, ni hábil? Una nueva categoría: el político inoportuno de su propia inoportunidad.

(El Mundo, 5/12/2018)

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