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De la crisis catalana a la constitucional

El Consejo de Ministros se va a reunir en Barcelona el día 21 de diciembre. Noticia, notición. Un arrebato de locura recorre España. Titulares, primeras planas, análisis, conjeturas, y, sobre todo, calificativos de “hecho histórico”.

El lugar donde se celebra el Consejo de Ministros es tan irrelevante, jurídicamente, que no es objeto de regulación ni en la Constitución ni en la Ley del Gobierno.

El Consejo de Ministros se puede reunir donde le plazca al presidente del Gobierno. En cualquier parte del territorio nacional se puede constituir para deliberar y decidir; para ejercer sus funciones.

Se ha reunido en los últimos tiempos en Sevilla, con antelación a las elecciones andaluzas y no pasó nada. Fue escasamente noticiable. En ningún caso, se calificó de histórico.

Llega a Barcelona y se abren las puertas de la Historia. Hoy, en Cataluña, como en otras ocasiones, se está escribiendo la Historia de España.

En los despachos de la Generalitat, con el auxilio de la movilización callejera, se está retando el futuro del Estado democrático de Derecho constituido por la Constitución española de 1978.

En los despachos y en las calles se está produciendo, todos los días, un nuevo episodio del golpe de Estado formalmente intentado, y no consumado, con el referéndum del 1 de octubre de 2017 y la declaración unilateral de independencia del 10 y 27 de octubre del mismo año.

Torra, el inquilino del Palau de la Generalitat, ha encarecido al Presidente Sánchez a que no ceda a las tentaciones de las derechas y de la ultraderecha. Que se siente a negociar sobre la autodeterminación, la república y los presos políticos. Está indicando, con inusitada claridad, aquello que el secesionismo pone en cuestión e, incluso, quiere abrogar: unidad, monarquía parlamentaria y democracia. En definitiva, quiere acabar con el Estado democrático de Derecho constituido en 1978.

Precisamente porque los secesionistas consideran que el Estado español es una tiranía a la turca, entienden que Sánchez puede negociar sobre tres aspectos que ponen en cuestión el Estado constituido.

¿Y quién es Torra para negociar en nombre de los catalanes sobre estas tres cuestiones?

En el fondo, su nulo respeto por la democracia y sus exigencias básicas, el Erdogán catalán cree que enfrente se encuentra otro Erdogán, el de la meseta.

Sánchez no puede, ni queriendo, negociar sobre estas tres cuestiones. Ni forma parte de sus atributos, ni está habilitado a tal efecto por el parecer de los ciudadanos o por los diputados.

Se podría considerar que es un tema menor. Un formalismo. El Estado democrático de Derecho es una forma; son unas reglas plasmadas en una Constitución de la que acabamos de celebrar su cuarenta aniversario.

Nadie se puede salir de esas reglas; quien se sale, pierde, no sólo la legalidad, sino, algo más importante, la legitimidad.

La constitución del Consejo de Ministros en el edificio de la Llotja de Mar es solo imagen; una representación; una pantomima. Dice querer acercarse a los problemas de Cataluña y de los catalanes, pero no acuerda nada relevante para afrontarlos. Sánchez ha reservado para ese Consejo la aprobación del nuevo salario mínimo interprofesional. Se va a Barcelona para aprobar la medida social (aunque ruinosa) más relevante del Ejecutivo socialista.

La reunión es la oportunidad para lanzar otros mensajes. Sánchez y Torra quieren demostrar su vocación negociadora y responsabilizar al otro del fracaso. Para Sánchez, el fracaso es la excusa para marcar las distancias respecto de sus socios de la moción de censura para recuperar, después del resultado de las andaluzas, el aliento electoral de cara a las elecciones de mayo.

Torra, en cambio, quiere demostrar, con su provocación, la intolerancia del Estado español y la represión que sufre el poble català. El espectador, querido, es la comunidad internacional. El “no” y la “represión” como ejes de la estrategia de internacionalización.

Los símbolos, para ser efectivos, tienen que tener la capacidad evocadora adecuada para movilizar las voluntades, en este caso, la de los ciudadanos. En la presente situación, el gesto simbólico elegido va a conseguir, justo, el resultado adverso. Por un lado, servirá para demostrar la capacidad de movilización de los independentistas y, por otro, muchos españoles, en particular, los catalanes no secesionistas, lo interpretarán como debilidad frente a aquellos: no se puede negociar con quienes quieren acabar con el Estado constitucional.

Los secesionistas quieren acabar con la unidad, la monarquía parlamentaria y la democracia, o sea, con los tres ejes nucleares del Estado democrático de Derecho constituido por la Constitución de 1978.

Hemos hablado de golpe de Estado. Estamos en una nueva fase. Desde la clásica y primera construcción de la teoría del golpe de Estado, por parte de Gabriel Naudé (1639), han sido considerados, según las palabras de Naudé, como las “acciones osadas y extraordinarias que los príncipes están obligados a realizar en los negocios difíciles y como desesperados, contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia, arriesgando el interés particular por el bien público”. El independentismo más radical, el de Puigdemont y Torra, ha cambiado el bien público superior a perseguir. Ya no es arribar una nueva realidad institucional: el Estat Catalá; es secundario. Hay un paso intermedio imprescindible, precisamente, en clave eslovena: la destrucción del Estado democrático de Derecho.

Son muy elocuentes los tres objetivos sobre los que quiere negociar Torra. Ya no se trata de un golpe “de” Estado, sino “contra” el Estado. Probablemente, porque ese objetivo es el que más capacidad de reacción tiene. El secesionismo se alimenta, cual necrófago, de los detritus del otro. Se va vislumbrando qué es lo que queda por hacer. No hay otra alternativa. La coerción federal está prevista para afrontar estas situaciones (artículo 155 Constitución).

El independentismo se está fracturando cada vez más. Un sector posibilista, sedicentemente negociador, está siendo desbordado por otro cada vez más caudillista y violento. Este, como sucede en todos los procesos revolucionarios, pretende compensar su debilidad táctica con su fortaleza estratégica.

Más y más determinación independentista a cualquier precio; la unilateralidad, la vía eslovena, la violencia, el desorden, … todo vale. Más y más compromiso con la meta a alcanzar. Dejar atrás a los timoratos, a los negociadores, a los posibilistas, …

La debilidad se convierte en determinación y violencia. Sánchez juega al tonto útil de la pelea en el bando secesionista. Y los españoles somos los espectadores atónitos de la función de aquellos que quieren poner fin al Estado constituido, al Estado democrático de Derecho y sus rasgos que lo identifican: unidad, monarquía parlamentaria y democracia. A pesar del ruido, del espectáculo y de los símbolos aventados por unos y otros, la Constitución sigue ofreciendo medios para afrontar la crisis: ya no es una crisis catalana, es una crisis constitucional. Y se ha de afrontar con los instrumentos de la Constitución, con determinación, pero con proporcionalidad y sensatez.

(Expansión, 18/12/2018)

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