Los sindicatos se manifestaron el pasado domingo contra las medidas adoptadas por el Gobierno para afrontar la grave crisis económica. Han propuesto que tales medidas sean sometidas a referéndum de todos los españoles. El nacionalismo independentista catalán reclama, igualmente, otro referéndum para separar a Cataluña de España. ¡Qué coincidencia!. En ambos casos, la llamada al pueblo. Como dijo el President de la Generalitat, la voluntad del pueblo está por encima de la Constitución. ¡Toma ya! Mucho pueblo y poco ciudadanos; mucha nación y poca libertad. Siempre lo colectivo es la excusa: el ente superior pueblo o nación como máquina trituradora de todo, de todo lo relacionado con la libertad individual y, ahora también, de cualquier regla constitucional. La democracia no es de naciones, sino de personas; la libertad no de es los pueblos, sino de los ciudadanos.
En momentos de tanta tensión como los que vivimos en España, la política tiene dos caminos: el de la grandeza (pero suicida) de pensar en el más allá, en el horizonte, en los cambios que hay que afrontar para que la España del futuro sea mejor que la deprimida España del presente; o el de la miseria cortoplacista que sólo piensa en qué es lo que debo hacer para perpetuarme, yo y los míos, en el poder. Mientras que aquél es el camino de los sacrificios, ya digo, suicidas, éste sólo piensa en el “mi cargo, mi empleo, mi partido.” Es el interés más corto; es un pájaro que ni vuela. ¿Estamos en el momento pingüino? Todos arremolinados alrededor del líder que es el que decide cuándo hay que saltar al agua; todos juntitos ejerciendo la democracia colectiva, la nacional, la del pueblo. ¡Ala, a saltar al agua para ser devorados por la orca que espera complacientemente tanta generosidad!
La mentira es casi consustancial a la política. Es un rasgo transversal. ¡Cuántas mentiras hemos oídos en estos días a propósito de la independencia de Cataluña! Me parece esencial que los constitucionalistas expongamos argumentos frente a los sentimientos; razones frente a frivolidades. La Constitución no es un obstáculo insalvable a la independencia de Cataluña: no incluye disposición alguna que no se pueda reformar, ni siquiera la indisoluble unidad de la nación española que proclama en el artículo 2. La Constitución sólo impone que cualquier cambio que se quiera hacer, cualquier reforma que se quiera llevar a cabo, se haga conforme al procedimiento que ella misma establece. Se podría decir que lo único irreformable es el procedimiento de reforma; lo único inmodificable es el cómo se ha de modificar. El cómo, el procedimiento, … eso tan querido para los juristas. La independencia de Cataluña sólo se puede llevar a cabo por el procedimiento de reforma constitucional del artículo 168. Es un procedimiento complejo, muy complejo, extraordinariamente complejo, pero no imposible. El único requisito es el que ambas partes, España y Cataluña, estén de acuerdo. Se trataría de conseguir un acuerdo de divorcio que fuera mutuamente satisfactorio. Ahora bien, en ese acuerdo sería inevitable que Cataluña incluyese junto al coste de la no-España, el de la no-Europa. Aquél se intenta tergiversar; éste, ocultar. Ahora los nacionalistas catalanes sostienen que no hay relación entre independencia y salida de la Unión. Según esta tesis, se podría constituir el Estado propio de Cataluña sin la “expulsión” de la Unión. Es el nuevo argumento para convencer a los convencidos, mas no soporta ni la más mínima lógica, ya no digo jurídica, sino del sentido común: Cataluña forma parte de la Unión en tanto que parte de España, y si deja de formar parte de ésta, deja de formar parte de aquélla. No hay expulsión, porque la expulsión exige formar parte del club y el nuevo Estado catalán no es uno de sus miembros. En definitiva, menos pueblo y más ciudadanos, menos democracia colectiva y nacional y más democracia de las personas. Los ciudadanos, en particular, los catalanes, tienen mucho que decir y que hacer. Los empresarios catalanes no pueden permanecer impasibles; su responsabilidad como ciudadanos es aún mayor porque no pueden cerrar los ojos ante el abismo económico que les proponen los nacionalistas. Tal vez, por primer vez en la Historia, ya no es responsabilidad de los gobernantes españoles el resolver las contradicciones políticas catalanas. Es de la entera responsabilidad de los ciudadanos catalanes. O las resuelven los catalanes, o nadie las resolverán. Los españoles ya no son los bomberos de la “cuestión catalana”. Si quieren mayoritariamente la independencia, la obtendrán, pero conforme a los principios de la democracia y de las reglas constitucionales. Nadie se lo puede ni quiere impedírselo. Deberán decidir conforme a razones y no a sentimientos. Y estas razones son apabullantes. Si es una elección racional, el peso de la Historia, la democracia, el Estado de Derecho y, sobre todo, la economía, no deja lugar a dudas. Los catalanes deberán elegir entre la independencia de Albania o la libertad de España. A ellos les corresponde elegir. Es una elección ciudadana; no una elección nacional. Es la elección de cada uno de los ciudadanos.
En momentos de tanta tensión como los que vivimos en España, la política tiene dos caminos: el de la grandeza (pero suicida) de pensar en el más allá, en el horizonte, en los cambios que hay que afrontar para que la España del futuro sea mejor que la deprimida España del presente; o el de la miseria cortoplacista que sólo piensa en qué es lo que debo hacer para perpetuarme, yo y los míos, en el poder. Mientras que aquél es el camino de los sacrificios, ya digo, suicidas, éste sólo piensa en el “mi cargo, mi empleo, mi partido.” Es el interés más corto; es un pájaro que ni vuela. ¿Estamos en el momento pingüino? Todos arremolinados alrededor del líder que es el que decide cuándo hay que saltar al agua; todos juntitos ejerciendo la democracia colectiva, la nacional, la del pueblo. ¡Ala, a saltar al agua para ser devorados por la orca que espera complacientemente tanta generosidad!
La mentira es casi consustancial a la política. Es un rasgo transversal. ¡Cuántas mentiras hemos oídos en estos días a propósito de la independencia de Cataluña! Me parece esencial que los constitucionalistas expongamos argumentos frente a los sentimientos; razones frente a frivolidades. La Constitución no es un obstáculo insalvable a la independencia de Cataluña: no incluye disposición alguna que no se pueda reformar, ni siquiera la indisoluble unidad de la nación española que proclama en el artículo 2. La Constitución sólo impone que cualquier cambio que se quiera hacer, cualquier reforma que se quiera llevar a cabo, se haga conforme al procedimiento que ella misma establece. Se podría decir que lo único irreformable es el procedimiento de reforma; lo único inmodificable es el cómo se ha de modificar. El cómo, el procedimiento, … eso tan querido para los juristas. La independencia de Cataluña sólo se puede llevar a cabo por el procedimiento de reforma constitucional del artículo 168. Es un procedimiento complejo, muy complejo, extraordinariamente complejo, pero no imposible. El único requisito es el que ambas partes, España y Cataluña, estén de acuerdo. Se trataría de conseguir un acuerdo de divorcio que fuera mutuamente satisfactorio. Ahora bien, en ese acuerdo sería inevitable que Cataluña incluyese junto al coste de la no-España, el de la no-Europa. Aquél se intenta tergiversar; éste, ocultar. Ahora los nacionalistas catalanes sostienen que no hay relación entre independencia y salida de la Unión. Según esta tesis, se podría constituir el Estado propio de Cataluña sin la “expulsión” de la Unión. Es el nuevo argumento para convencer a los convencidos, mas no soporta ni la más mínima lógica, ya no digo jurídica, sino del sentido común: Cataluña forma parte de la Unión en tanto que parte de España, y si deja de formar parte de ésta, deja de formar parte de aquélla. No hay expulsión, porque la expulsión exige formar parte del club y el nuevo Estado catalán no es uno de sus miembros. En definitiva, menos pueblo y más ciudadanos, menos democracia colectiva y nacional y más democracia de las personas. Los ciudadanos, en particular, los catalanes, tienen mucho que decir y que hacer. Los empresarios catalanes no pueden permanecer impasibles; su responsabilidad como ciudadanos es aún mayor porque no pueden cerrar los ojos ante el abismo económico que les proponen los nacionalistas. Tal vez, por primer vez en la Historia, ya no es responsabilidad de los gobernantes españoles el resolver las contradicciones políticas catalanas. Es de la entera responsabilidad de los ciudadanos catalanes. O las resuelven los catalanes, o nadie las resolverán. Los españoles ya no son los bomberos de la “cuestión catalana”. Si quieren mayoritariamente la independencia, la obtendrán, pero conforme a los principios de la democracia y de las reglas constitucionales. Nadie se lo puede ni quiere impedírselo. Deberán decidir conforme a razones y no a sentimientos. Y estas razones son apabullantes. Si es una elección racional, el peso de la Historia, la democracia, el Estado de Derecho y, sobre todo, la economía, no deja lugar a dudas. Los catalanes deberán elegir entre la independencia de Albania o la libertad de España. A ellos les corresponde elegir. Es una elección ciudadana; no una elección nacional. Es la elección de cada uno de los ciudadanos.
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