En este libro se reúnen un conjunto de trabajos que analizan, desde la perspectiva de la regulación, distintos ámbitos de la corrupción.
Es un trabajo que se engloba en el campo del Derecho que afronta la corrupción inspirado por cuatro ideas compartidas: 1) la desazón por los efectos destructivos de la corrupción sobre los pilares esenciales del Estado de Derecho; 2) el efecto contaminador de la política y, en particular, la financiación de los partidos políticos; 3) la esperanza del funcionamiento de los mecanismos de control propios de dicho Estado; y 4) la conveniencia de emprender distintas reformas para mejor dotar al Estado de los medios de lucha contra la corrupción.
No es un accidente que estas ideas rectoras sean compartidas por empleados públicos y juristas. Todos los que participamos en este trabajo tenemos en común nuestra vocación de servicio público, en distintas esferas, desde la universitario, la gestión, pasando, destacadamente, por la judicial.
No es extraño, por consiguiente, que los trabajos aquí reunidos analicen, desde distintas perspectivas, el fenómeno de la corrupción para poner de relieve, no sólo sus males, no sólo los defectos del ordenamiento jurídico por donde se cuela, sino también los efectos perjudiciales que tiene para el Estado democrático de Derecho.
La corrupción corroe el Estado. Se mezclan, en su apreciación, tanto hechos ciertos, como estimaciones sobrevaloradas por el enfado, la frustración y el desengaño frente a la política y los políticos en unas circunstancias particularmente duras como ha sido la crisis económica. Se ha dicho, y con razón, que la denuncia de la corrupción ha sido y es la crítica más eficaz contra los políticos. Qué mayor insulto que tacharlos de corruptos o de sembrar la duda sobre su honorabilidad.
En este contexto de desazón, de fustigación del Estado, nos hemos planteado, sumándonos a otras iniciativas, reflexionar sobre la corrupción, pero, no desde una perspectiva agnóstica, sino comprometida. Todos los trabajos resuman el interés por cambiar las cosas. Se ofrecen recetas, alternativas, incluso, propuestas de reformas, en particular, en los ámbitos de mayor riesgo como el urbanismo y la contratación.
En todas las propuestas hay una idea central: el control de la discrecionalidad en manos de la Administración. Más reglas para reducir el ámbito de libertad del que disfrutan las autoridades en el ejercicio de los poderes administrativos. Es una idea polémica. En todos los espacios en los que la corrupción hace acto de presencia con singular intensidad (subvenciones, urbanismo, contratación), las propuestas caminan en la dirección indicada. Y cuando se ofrece propuestas en otras partes como función pública y empresas públicas, se pretende que empleados públicos o los que participan en los órganos de las empresas, tengan un estatuto jurídico que les proteja frente a las decisiones corruptas. Y esto, igualmente, significa, más reglas, también de garantía que, igualmente, limitan la libertad de las autoridades, en este caso, en el ámbito interno (Administración y empresas).
Como digo, la reducción de la discrecionalidad como antídoto general contra la corrupción. Paralelamente, esta propuesta general está relacionada con el incremento del control en manos de los Tribunales, en particular; reducción de la discrecionalidad e incremento del control por Tribunales realmente independientes. También son propuestas que trabajan en la misma dirección: reducir la libertad de las autoridades por la vía de más reglas o por la vía de más controles. No sólo los judiciales, que serían el último y definitivo, sino también internos (por los empleados públicos con un estatuto garantizador), y externos (por el Tribunal de Cuentas, por ejemplo).
Se podría cuestionar, como se hace desde ciertos ámbitos de la politología, que este sea el camino adecuado. Se alude a que, en los países con menos corrupción, las autoridades actúan con una libertad considerable. No se puede poner en duda que esto es así. Ahora bien, lo que vale para un país no sirve, necesariamente, para otro. La experiencia española, en los ámbitos más sensibles a la corrupción, como el urbanismo y la contratación, demuestran, precisamente, justo lo contrario. Cuanta más libertad, más posibilidades de incurrir en corrupción.
El problema no es de libertad; es el de las reglas adecuadas. Incluso, los términos utilizados en el ámbito de la politología incurren en una simplificación importante. El criterio esencial es el de determinar cuáles son las reglas proporcionales para alcanzar el objetivo de la disuasión en relación con la corrupción. Si se analizan las propuestas, muchas de ellas, como se consignan al final de este trabajo, entienden que la reducción se refiere a la libertad “individual” de un órgano unipersonal (alcalde, o alto cargo que adjudica un contrato), para introducir la intervención de órganos colegiados y técnicos que informan las decisiones que se van a adoptar en los dos ámbitos indicados.
No se trata, sólo, de imponer nuevas restricciones sino de introducir mecanismos para que se requiera el concurso de más personas que disfruten del estatuto adecuado, con conocimientos y reputación profesional, para que las ilegalidades puedan transparentarse y posibilitar la denuncia. Cuando más larga sea la cadena de decisión, y con eslabones adecuados, en términos jurídicos, ciertamente, se ralentiza y dificulta la decisión, porque ya no será la de una única persona, pero se ofrecen posibilidades y debilidades para que la denuncia se produzca. Ese temor disuadirá, de manera muy determinante, las ilegalidades corruptas.
En definitiva, hay muchas maneras de reducir la discrecionalidad y de aumentar los controles. Las propuestas que aquí se consignan pretenden hacerlo siguiendo, en última instancia, el principio de proporcionalidad y, sobre todo, conforme a nuestra cultura jurídica, implementar la intervención de órganos colegiados y técnicos que puedan permitir el afloramiento de los interés espurios.
En el primer trabajo, cuya autoría me corresponde, he intentado ofrecer el marco conceptual de la corrupción, desde los conceptos hasta las causas, las consecuencias y las reacciones. Sin embargo, en correspondencia al objetivo trazado, he analizado el régimen jurídico de las agencias de lucha contra la corrupción. No he querido limitarme a una reflexión dogmática, sino también ofrecer una reflexión comprometida.
Me ha correspondido exponer la organización y las funciones de las agencias. Toda lucha necesita un protagonista y cuanto más cualificado y más independiente, mejor. En el caso de la corrupción son, además, cualidades imprescindibles.
La corrupción en España está asociada a la financiación de los partidos. También aquí se ha ido produciendo una evolución. La contribución al sostenimiento de los gastos partidarios, ha pasado de razón a excusa, tras las que ocultar, en el momento presente, el directo e, incluso, descarnado, latrocinio a las mismas arcas del partido. Este, sorprendido en su ingenuidad, ni se atreve a denunciar al que se ha quedado con “su” dinero porque tendría que explicar su origen ilícito.
Mercedes Fuertes ha analizado con detenimiento los informes del Tribunal de Cuentas para evidenciar esta conexión partidaria. La semilla del mal, como titula su trabajo. Frente al mal, sólo cabe el castigo. La investigación por autoridades independientes y castigo por Tribunales, igualmente, independientes. El reforzamiento de las instituciones es crítico. Mayor y mejor información de la financiación de los partidos. Una “etiqueta” sobre su limpieza es una de las propuestas.
La corrupción sólo puede triunfar con la complicidad activa y pasiva de muchos. Fernando Irurzun nos plantea que el disfrute por los empleados públicos del adecuado estatuto basado, por un lado, en el mérito y en la capacidad para el acceso y provisión de las plazas y, por otro, en las garantías frente a la remoción arbitraria, ofrecería un valladar relevante.
Sin embargo, para reforzar la objetividad en el ejercicio de la función, Irurzun propone varias medidas relevantes. Desde regular la situación jurídica del empleado sometido a investigación por asuntos relacionados con la corrupción, así como la prohibición de la reincorporación del funcionario condenado por delitos, pasando por incompatibilidades y conflictos de intereses, y terminando por el personal eventual. Por último, la excesiva dependencia de la estructura salarial de la complacencia del jefe, contribuye a que el empleado sea condescendiente con sus jefes.
En definitiva, el fortalecimiento de la función pública es uno de los caminos de la lucha contra la corrupción. El empleado público o conoce, consiente o participa de las ilegalidades. Si disfruta de un estatuto jurídico adecuado, podría contar con un instrumento para resistir o para denunciar la corrupción.
Antonio Jiménez Blanco nos ilustra sobre la jurisprudencia producida en dos ámbitos típicos de la corrupción: el urbanismo y la contratación. Ámbitos en los que se conjugan dos circunstancias: amplitud de poderes en manos de la Administración y posibilidad de adjudicar importantes rentas a particulares. En definitiva, el poder, amplio, puede ser utilizado, por gobernantes corruptos, para beneficio de particulares, a cambio de una contrapartida que les beneficie, en particular, a su partido. Si tales poderes están sometidos a controles más intensos y eficaces, mayores dificultades tendrá el abuso corrupto.
Jiménez Blanco nos demuestra que la jurisprudencia ha ido afinando, de manera irregular y progresiva, las técnicas de control para dispensar uno crecientemente efectivo. Así sucede en el caso del urbanismo. La jurisprudencia contenciosa está siendo particularmente diligente. No sucede lo mismo en el ámbito de la contratación. Su “hueco” está siendo ocupado por la penal.
Con todas las singularidades que ofrece el control judicial, en particular, el limitado alcance (jurídico) y casuístico, es indudable que su efectividad, que debería extenderse por igual a todos los ámbitos en los que los poderes de la Administración conjugan las dos características expuestas, ofrece unas posibilidades de “amenaza” sobre la corrupción que, al menos, la dificulta. Así sucede con la jurisdicción contenciosa-administrativa.
La disuasión, sin embargo, viene de la mano de la penal y su poder para disponer de la libertad de los condenados. La contenciosa tiene los medios para la apreciación de la ilegalidad corrupta, pero es la penal la que tiene el instrumento de disuasión. La primera, dificulta, la segunda, disuade.
La transparencia se ha elevado en parámetro central de la lucha contra la corrupción. Todos o casi todos los autores de este libro se han referido a ella. Siendo cierto que a mayor publicidad, mayor dificultad de que los hechos ilícitos se puedan producir, que no eliminar, no es menos veraz que la transparencia sólo será operativa como antídoto, si la información facilitada es útil a estos efectos. Inundar a los interesados en un mar de información es la más eficaz forma de ocultación.
Juan Francisco Mestre reflexiona sobre estas cuestiones. La práctica nos ofrece distintas situaciones en las que la transparencia, paradójicamente, sirve de cobertura a la ilegalidad. El resultado, como expone Mestre, es su banalización. Hemos pasado de acceder y disponer de la información, de toda la información, a que esa sea estructurada en una forma que se pueda consultar a los efectos de dispensar la función de control tan esencial.
Las empresas públicas son uno de los canales utilizados para las prácticas corruptas. La flexibilidad que a estas se les exige, precisamente para operar en el mercado, es utilizado por los corruptos para sus fines ilícitos. No pueden operar conforme a las reglas del Derecho administrativo. Esta “liberación” también lo es de los controles. En consecuencia, los corruptos las utilizan a sus fines.
Jesús Moreno analiza el cómo se debería configurar el estatuto de las empresas a los efectos de evitar esta utilización. El reforzamiento de los órganos de control interno, y sobre todo, la profesionalización de su alta dirección. Unas empresas públicas comprometidas con la función encomendada no debería prestarse como cómplice de las ilegalidades. Unos órganos internos de control deberían, igualmente, impedirlo. Sin embargo, estos puestos son cubiertos en virtud de criterios políticos o de afinidad. La “liberación” también se proyecta internamente.
El ámbito de autorizaciones y licencias también se muestra propicio a la corrupción. Desde el momento en que hace posible que un particular pueda llevar a cabo una actividad que antes tenía prohibida, el poder de la Administración cobra importancia, también, económicamente, en particular, en ciertos ámbitos.
Ángel Ruíz de Apodaca analiza el régimen jurídico de las autorizaciones para desentrañar los huecos por los que el abuso corrupto se puede colar. Igualmente, Rosa María Pérez hace lo propio con el de las subvenciones. Incluso, en este ámbito, la corrupción ofrece casos, algunos, particularmente relevantes, como ha transcendido a la opinión pública. Eliminar las subvenciones directas y garantizar la intervención de órganos colegiados y técnicos en los procedimientos de otorgamiento, así como la prohibición de la subcontratación son, entre otras, las propuestas que se presentan para prevenir las irregularidades.
El urbanismo y la contratación pública son los terrenos propiciatorios de la corrupción. Poderes discrecionales, controles relajados y una enorme repercusión económica, no en todos los casos, pero si en algunos. En los momentos de la burbuja inmobiliaria, la Administración urbanística, esencialmente de naturaleza municipal, tenía un poder que le permitía transformar eriales en maletines de dinero; el único poder que transforma la materia en oro; la piedra filosofal que buscaban los alquimistas durante siglos está entre los artículos de la legislación urbanística.
José María Ortega estudia el cómo se cuela la corrupción. Con los mimbres indicados, los incentivos eran y son inmensos: las ganancias son muy cuantiosas. Ortega propone, en definitiva, en primer lugar, establecer reglas más claras e, incluso, detalladas, para reducir la discrecionalidad; en segundo lugar, crear nuevos mecanismos de control y reforzar los existentes; y, en tercer lugar, la acción de la justicia debe ser eficaz y efectiva; no es admisible que las sentencias que condenan a la Administración no se puedan ejecutar porque, cuando se dicta el fallo, ya se ha consolidado la ilegalidad.
El urbanismo, por su complejidad, requiere Ayuntamientos con las capacidades adecuadas. La debilidad es una de las primeras vías de captura. Si a esto se le añade distintos mecanismos que lo facilitan, caso de los convenios de planeamiento, el resultado es el conocido. La debilidad de los controles internos y externos, contribuye a que la fuerza de la avaricia de los corruptos desborde cualquier mecanismo de freno. Creación de empresas de suelo y vivienda, la ausencia de comprobación de incompatibilidades y conflictos de intereses, permite que en el corazón mismo de la gestión se incorporen lo que beneficia a ciertos particulares. La corrupción se cuela en el corazón mismo de la Administración urbanística.
Cuando la contratación pública mueve en España casi 200.000 millones de euros al año, es muy grande la “tentación”. Se vuelve a repetir el cuadro de vicios que hace lacerante la corrupción en este ámbito: un poder con un considerable margen de discrecionalidad.
José Manuel Martínez ha estudiado la contratación y las necesidades de reforma para evitar que siga siendo un terreno tan propicio. Las propuestas de reforma se mueven en las líneas directrices que ya han sido expuestas por otros autores: regulación más clara, más homogénea, más sencilla; más transparencia durante la preparación del contrato, lo que quiere decir que será más claro el por qué se quiere celebrar el contrato que se quiere adjudicar, la publicidad de las convocatorias, la información sobre los que han de informar y decidir sobre la contratación para conocer los conflictos de intereses y, en definitiva, que la preparación no quede entre los cuartos oscuros de las Administraciones, en los que se cocina los contratos al servicios de ciertos intereses.
En la fase de adjudicación, las propuestas van en la misma dirección: más regulación para eliminar los agujeros de la discrecionalidad e, incluso, establecer determinaciones que “objetiven” las decisiones. Igualmente, más regulación en relación con las zonas oscuras como los procedimientos en los que la competencia desaparece o queda reducida (contrato menor, procedimiento negociado sin publicidad,…). El cómo se han de valorar los méritos de las ofertas. También los controles como el carácter exclusivamente técnico de las mesas de contratación, el carácter público de sus sesiones y la obligatoriedad de publicar sus actas. Y, por último, extender el recurso especial a todos los contratos.
En la fase de ejecución, las propuestas se mueven en las dos coordenadas indicadas: más reglas para reducir la discrecionalidad, más controles para dispensar mayores garantías y más transparencia para arrojar luz sobre todas las zonas oscuras por las que el poder se cuela para servir a los corruptos.
Por último, el Magistrado Jorge Rodríguez Zapata se enfrenta al esencialísimo papel de la Justicia. No comparte la opinión de la “ruina” de la Justicia. Afirma que la Justicia sigue careciendo de los medios adecuados, lo que retrasa en forma indudable su funcionamiento, pero también lo es que combate con eficacia los casos de corrupción. A tal fin contribuye, sin duda que, como afirma, se puede demostrar que los datos formales de organización constitucional de nuestro sistema judicial deberían situar al modelo de Justicia española entre los primeros del mundo.
Una Justicia independiente es la condición imprescindible de la lucha efectiva contra la corrupción. No obstante, Rodríguez Zapata formula propuestas en relación con el estatuto de jueces y magistrados, así como la composición del Consejo General del Poder Judicial. Reformas imprescindibles para garantizar, como digo, la independencia de la pieza más esencial para la protección del Estado de Derecho y de los derechos de los ciudadanos contra la corrupción.
En definitiva, este es un libro de juristas, con propuestas jurídicas, que se resumen en el último capítulo. Unas propuestas que no pretenden solucionar la corrupción. El Derecho no soluciona ni este ni ningún otro problema.
Su pretensión es más modesta: ponérselo más difícil a los corruptos. El problema, en atención a su importancia, frecuencia y efectos, demoledores, para con el Estado de Derecho, exige una política con múltiples frentes pero con un compromiso inquebrantable: los responsables serán castigados. La disuasión, en sus múltiples frentes, contribuirá, junto con otras, a que el riesgo del castigo seguro, no compense.
Y aquellos que decidan asumirlo, que no alberguen duda alguna de que la sanción estará a la altura de su reto. La corrupción está corroyendo las entrañas del Estado de Derecho.
Este libro es un grito de repulsa de unos juristas preocupados por el Estado que garantiza nuestras libertades, en definitiva, preocupados por nuestros derechos, asaltados por el robo de los recursos públicos, y por la quiebra de la legitimidad de las instituciones que los protege.
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Es un trabajo que se engloba en el campo del Derecho que afronta la corrupción inspirado por cuatro ideas compartidas: 1) la desazón por los efectos destructivos de la corrupción sobre los pilares esenciales del Estado de Derecho; 2) el efecto contaminador de la política y, en particular, la financiación de los partidos políticos; 3) la esperanza del funcionamiento de los mecanismos de control propios de dicho Estado; y 4) la conveniencia de emprender distintas reformas para mejor dotar al Estado de los medios de lucha contra la corrupción.
No es un accidente que estas ideas rectoras sean compartidas por empleados públicos y juristas. Todos los que participamos en este trabajo tenemos en común nuestra vocación de servicio público, en distintas esferas, desde la universitario, la gestión, pasando, destacadamente, por la judicial.
No es extraño, por consiguiente, que los trabajos aquí reunidos analicen, desde distintas perspectivas, el fenómeno de la corrupción para poner de relieve, no sólo sus males, no sólo los defectos del ordenamiento jurídico por donde se cuela, sino también los efectos perjudiciales que tiene para el Estado democrático de Derecho.
La corrupción corroe el Estado. Se mezclan, en su apreciación, tanto hechos ciertos, como estimaciones sobrevaloradas por el enfado, la frustración y el desengaño frente a la política y los políticos en unas circunstancias particularmente duras como ha sido la crisis económica. Se ha dicho, y con razón, que la denuncia de la corrupción ha sido y es la crítica más eficaz contra los políticos. Qué mayor insulto que tacharlos de corruptos o de sembrar la duda sobre su honorabilidad.
En este contexto de desazón, de fustigación del Estado, nos hemos planteado, sumándonos a otras iniciativas, reflexionar sobre la corrupción, pero, no desde una perspectiva agnóstica, sino comprometida. Todos los trabajos resuman el interés por cambiar las cosas. Se ofrecen recetas, alternativas, incluso, propuestas de reformas, en particular, en los ámbitos de mayor riesgo como el urbanismo y la contratación.
En todas las propuestas hay una idea central: el control de la discrecionalidad en manos de la Administración. Más reglas para reducir el ámbito de libertad del que disfrutan las autoridades en el ejercicio de los poderes administrativos. Es una idea polémica. En todos los espacios en los que la corrupción hace acto de presencia con singular intensidad (subvenciones, urbanismo, contratación), las propuestas caminan en la dirección indicada. Y cuando se ofrece propuestas en otras partes como función pública y empresas públicas, se pretende que empleados públicos o los que participan en los órganos de las empresas, tengan un estatuto jurídico que les proteja frente a las decisiones corruptas. Y esto, igualmente, significa, más reglas, también de garantía que, igualmente, limitan la libertad de las autoridades, en este caso, en el ámbito interno (Administración y empresas).
Como digo, la reducción de la discrecionalidad como antídoto general contra la corrupción. Paralelamente, esta propuesta general está relacionada con el incremento del control en manos de los Tribunales, en particular; reducción de la discrecionalidad e incremento del control por Tribunales realmente independientes. También son propuestas que trabajan en la misma dirección: reducir la libertad de las autoridades por la vía de más reglas o por la vía de más controles. No sólo los judiciales, que serían el último y definitivo, sino también internos (por los empleados públicos con un estatuto garantizador), y externos (por el Tribunal de Cuentas, por ejemplo).
Se podría cuestionar, como se hace desde ciertos ámbitos de la politología, que este sea el camino adecuado. Se alude a que, en los países con menos corrupción, las autoridades actúan con una libertad considerable. No se puede poner en duda que esto es así. Ahora bien, lo que vale para un país no sirve, necesariamente, para otro. La experiencia española, en los ámbitos más sensibles a la corrupción, como el urbanismo y la contratación, demuestran, precisamente, justo lo contrario. Cuanta más libertad, más posibilidades de incurrir en corrupción.
El problema no es de libertad; es el de las reglas adecuadas. Incluso, los términos utilizados en el ámbito de la politología incurren en una simplificación importante. El criterio esencial es el de determinar cuáles son las reglas proporcionales para alcanzar el objetivo de la disuasión en relación con la corrupción. Si se analizan las propuestas, muchas de ellas, como se consignan al final de este trabajo, entienden que la reducción se refiere a la libertad “individual” de un órgano unipersonal (alcalde, o alto cargo que adjudica un contrato), para introducir la intervención de órganos colegiados y técnicos que informan las decisiones que se van a adoptar en los dos ámbitos indicados.
No se trata, sólo, de imponer nuevas restricciones sino de introducir mecanismos para que se requiera el concurso de más personas que disfruten del estatuto adecuado, con conocimientos y reputación profesional, para que las ilegalidades puedan transparentarse y posibilitar la denuncia. Cuando más larga sea la cadena de decisión, y con eslabones adecuados, en términos jurídicos, ciertamente, se ralentiza y dificulta la decisión, porque ya no será la de una única persona, pero se ofrecen posibilidades y debilidades para que la denuncia se produzca. Ese temor disuadirá, de manera muy determinante, las ilegalidades corruptas.
En definitiva, hay muchas maneras de reducir la discrecionalidad y de aumentar los controles. Las propuestas que aquí se consignan pretenden hacerlo siguiendo, en última instancia, el principio de proporcionalidad y, sobre todo, conforme a nuestra cultura jurídica, implementar la intervención de órganos colegiados y técnicos que puedan permitir el afloramiento de los interés espurios.
En el primer trabajo, cuya autoría me corresponde, he intentado ofrecer el marco conceptual de la corrupción, desde los conceptos hasta las causas, las consecuencias y las reacciones. Sin embargo, en correspondencia al objetivo trazado, he analizado el régimen jurídico de las agencias de lucha contra la corrupción. No he querido limitarme a una reflexión dogmática, sino también ofrecer una reflexión comprometida.
Me ha correspondido exponer la organización y las funciones de las agencias. Toda lucha necesita un protagonista y cuanto más cualificado y más independiente, mejor. En el caso de la corrupción son, además, cualidades imprescindibles.
La corrupción en España está asociada a la financiación de los partidos. También aquí se ha ido produciendo una evolución. La contribución al sostenimiento de los gastos partidarios, ha pasado de razón a excusa, tras las que ocultar, en el momento presente, el directo e, incluso, descarnado, latrocinio a las mismas arcas del partido. Este, sorprendido en su ingenuidad, ni se atreve a denunciar al que se ha quedado con “su” dinero porque tendría que explicar su origen ilícito.
Mercedes Fuertes ha analizado con detenimiento los informes del Tribunal de Cuentas para evidenciar esta conexión partidaria. La semilla del mal, como titula su trabajo. Frente al mal, sólo cabe el castigo. La investigación por autoridades independientes y castigo por Tribunales, igualmente, independientes. El reforzamiento de las instituciones es crítico. Mayor y mejor información de la financiación de los partidos. Una “etiqueta” sobre su limpieza es una de las propuestas.
La corrupción sólo puede triunfar con la complicidad activa y pasiva de muchos. Fernando Irurzun nos plantea que el disfrute por los empleados públicos del adecuado estatuto basado, por un lado, en el mérito y en la capacidad para el acceso y provisión de las plazas y, por otro, en las garantías frente a la remoción arbitraria, ofrecería un valladar relevante.
Sin embargo, para reforzar la objetividad en el ejercicio de la función, Irurzun propone varias medidas relevantes. Desde regular la situación jurídica del empleado sometido a investigación por asuntos relacionados con la corrupción, así como la prohibición de la reincorporación del funcionario condenado por delitos, pasando por incompatibilidades y conflictos de intereses, y terminando por el personal eventual. Por último, la excesiva dependencia de la estructura salarial de la complacencia del jefe, contribuye a que el empleado sea condescendiente con sus jefes.
En definitiva, el fortalecimiento de la función pública es uno de los caminos de la lucha contra la corrupción. El empleado público o conoce, consiente o participa de las ilegalidades. Si disfruta de un estatuto jurídico adecuado, podría contar con un instrumento para resistir o para denunciar la corrupción.
Antonio Jiménez Blanco nos ilustra sobre la jurisprudencia producida en dos ámbitos típicos de la corrupción: el urbanismo y la contratación. Ámbitos en los que se conjugan dos circunstancias: amplitud de poderes en manos de la Administración y posibilidad de adjudicar importantes rentas a particulares. En definitiva, el poder, amplio, puede ser utilizado, por gobernantes corruptos, para beneficio de particulares, a cambio de una contrapartida que les beneficie, en particular, a su partido. Si tales poderes están sometidos a controles más intensos y eficaces, mayores dificultades tendrá el abuso corrupto.
Jiménez Blanco nos demuestra que la jurisprudencia ha ido afinando, de manera irregular y progresiva, las técnicas de control para dispensar uno crecientemente efectivo. Así sucede en el caso del urbanismo. La jurisprudencia contenciosa está siendo particularmente diligente. No sucede lo mismo en el ámbito de la contratación. Su “hueco” está siendo ocupado por la penal.
Con todas las singularidades que ofrece el control judicial, en particular, el limitado alcance (jurídico) y casuístico, es indudable que su efectividad, que debería extenderse por igual a todos los ámbitos en los que los poderes de la Administración conjugan las dos características expuestas, ofrece unas posibilidades de “amenaza” sobre la corrupción que, al menos, la dificulta. Así sucede con la jurisdicción contenciosa-administrativa.
La disuasión, sin embargo, viene de la mano de la penal y su poder para disponer de la libertad de los condenados. La contenciosa tiene los medios para la apreciación de la ilegalidad corrupta, pero es la penal la que tiene el instrumento de disuasión. La primera, dificulta, la segunda, disuade.
La transparencia se ha elevado en parámetro central de la lucha contra la corrupción. Todos o casi todos los autores de este libro se han referido a ella. Siendo cierto que a mayor publicidad, mayor dificultad de que los hechos ilícitos se puedan producir, que no eliminar, no es menos veraz que la transparencia sólo será operativa como antídoto, si la información facilitada es útil a estos efectos. Inundar a los interesados en un mar de información es la más eficaz forma de ocultación.
Juan Francisco Mestre reflexiona sobre estas cuestiones. La práctica nos ofrece distintas situaciones en las que la transparencia, paradójicamente, sirve de cobertura a la ilegalidad. El resultado, como expone Mestre, es su banalización. Hemos pasado de acceder y disponer de la información, de toda la información, a que esa sea estructurada en una forma que se pueda consultar a los efectos de dispensar la función de control tan esencial.
Las empresas públicas son uno de los canales utilizados para las prácticas corruptas. La flexibilidad que a estas se les exige, precisamente para operar en el mercado, es utilizado por los corruptos para sus fines ilícitos. No pueden operar conforme a las reglas del Derecho administrativo. Esta “liberación” también lo es de los controles. En consecuencia, los corruptos las utilizan a sus fines.
Jesús Moreno analiza el cómo se debería configurar el estatuto de las empresas a los efectos de evitar esta utilización. El reforzamiento de los órganos de control interno, y sobre todo, la profesionalización de su alta dirección. Unas empresas públicas comprometidas con la función encomendada no debería prestarse como cómplice de las ilegalidades. Unos órganos internos de control deberían, igualmente, impedirlo. Sin embargo, estos puestos son cubiertos en virtud de criterios políticos o de afinidad. La “liberación” también se proyecta internamente.
El ámbito de autorizaciones y licencias también se muestra propicio a la corrupción. Desde el momento en que hace posible que un particular pueda llevar a cabo una actividad que antes tenía prohibida, el poder de la Administración cobra importancia, también, económicamente, en particular, en ciertos ámbitos.
Ángel Ruíz de Apodaca analiza el régimen jurídico de las autorizaciones para desentrañar los huecos por los que el abuso corrupto se puede colar. Igualmente, Rosa María Pérez hace lo propio con el de las subvenciones. Incluso, en este ámbito, la corrupción ofrece casos, algunos, particularmente relevantes, como ha transcendido a la opinión pública. Eliminar las subvenciones directas y garantizar la intervención de órganos colegiados y técnicos en los procedimientos de otorgamiento, así como la prohibición de la subcontratación son, entre otras, las propuestas que se presentan para prevenir las irregularidades.
El urbanismo y la contratación pública son los terrenos propiciatorios de la corrupción. Poderes discrecionales, controles relajados y una enorme repercusión económica, no en todos los casos, pero si en algunos. En los momentos de la burbuja inmobiliaria, la Administración urbanística, esencialmente de naturaleza municipal, tenía un poder que le permitía transformar eriales en maletines de dinero; el único poder que transforma la materia en oro; la piedra filosofal que buscaban los alquimistas durante siglos está entre los artículos de la legislación urbanística.
José María Ortega estudia el cómo se cuela la corrupción. Con los mimbres indicados, los incentivos eran y son inmensos: las ganancias son muy cuantiosas. Ortega propone, en definitiva, en primer lugar, establecer reglas más claras e, incluso, detalladas, para reducir la discrecionalidad; en segundo lugar, crear nuevos mecanismos de control y reforzar los existentes; y, en tercer lugar, la acción de la justicia debe ser eficaz y efectiva; no es admisible que las sentencias que condenan a la Administración no se puedan ejecutar porque, cuando se dicta el fallo, ya se ha consolidado la ilegalidad.
El urbanismo, por su complejidad, requiere Ayuntamientos con las capacidades adecuadas. La debilidad es una de las primeras vías de captura. Si a esto se le añade distintos mecanismos que lo facilitan, caso de los convenios de planeamiento, el resultado es el conocido. La debilidad de los controles internos y externos, contribuye a que la fuerza de la avaricia de los corruptos desborde cualquier mecanismo de freno. Creación de empresas de suelo y vivienda, la ausencia de comprobación de incompatibilidades y conflictos de intereses, permite que en el corazón mismo de la gestión se incorporen lo que beneficia a ciertos particulares. La corrupción se cuela en el corazón mismo de la Administración urbanística.
Cuando la contratación pública mueve en España casi 200.000 millones de euros al año, es muy grande la “tentación”. Se vuelve a repetir el cuadro de vicios que hace lacerante la corrupción en este ámbito: un poder con un considerable margen de discrecionalidad.
José Manuel Martínez ha estudiado la contratación y las necesidades de reforma para evitar que siga siendo un terreno tan propicio. Las propuestas de reforma se mueven en las líneas directrices que ya han sido expuestas por otros autores: regulación más clara, más homogénea, más sencilla; más transparencia durante la preparación del contrato, lo que quiere decir que será más claro el por qué se quiere celebrar el contrato que se quiere adjudicar, la publicidad de las convocatorias, la información sobre los que han de informar y decidir sobre la contratación para conocer los conflictos de intereses y, en definitiva, que la preparación no quede entre los cuartos oscuros de las Administraciones, en los que se cocina los contratos al servicios de ciertos intereses.
En la fase de adjudicación, las propuestas van en la misma dirección: más regulación para eliminar los agujeros de la discrecionalidad e, incluso, establecer determinaciones que “objetiven” las decisiones. Igualmente, más regulación en relación con las zonas oscuras como los procedimientos en los que la competencia desaparece o queda reducida (contrato menor, procedimiento negociado sin publicidad,…). El cómo se han de valorar los méritos de las ofertas. También los controles como el carácter exclusivamente técnico de las mesas de contratación, el carácter público de sus sesiones y la obligatoriedad de publicar sus actas. Y, por último, extender el recurso especial a todos los contratos.
En la fase de ejecución, las propuestas se mueven en las dos coordenadas indicadas: más reglas para reducir la discrecionalidad, más controles para dispensar mayores garantías y más transparencia para arrojar luz sobre todas las zonas oscuras por las que el poder se cuela para servir a los corruptos.
Por último, el Magistrado Jorge Rodríguez Zapata se enfrenta al esencialísimo papel de la Justicia. No comparte la opinión de la “ruina” de la Justicia. Afirma que la Justicia sigue careciendo de los medios adecuados, lo que retrasa en forma indudable su funcionamiento, pero también lo es que combate con eficacia los casos de corrupción. A tal fin contribuye, sin duda que, como afirma, se puede demostrar que los datos formales de organización constitucional de nuestro sistema judicial deberían situar al modelo de Justicia española entre los primeros del mundo.
Una Justicia independiente es la condición imprescindible de la lucha efectiva contra la corrupción. No obstante, Rodríguez Zapata formula propuestas en relación con el estatuto de jueces y magistrados, así como la composición del Consejo General del Poder Judicial. Reformas imprescindibles para garantizar, como digo, la independencia de la pieza más esencial para la protección del Estado de Derecho y de los derechos de los ciudadanos contra la corrupción.
En definitiva, este es un libro de juristas, con propuestas jurídicas, que se resumen en el último capítulo. Unas propuestas que no pretenden solucionar la corrupción. El Derecho no soluciona ni este ni ningún otro problema.
Su pretensión es más modesta: ponérselo más difícil a los corruptos. El problema, en atención a su importancia, frecuencia y efectos, demoledores, para con el Estado de Derecho, exige una política con múltiples frentes pero con un compromiso inquebrantable: los responsables serán castigados. La disuasión, en sus múltiples frentes, contribuirá, junto con otras, a que el riesgo del castigo seguro, no compense.
Y aquellos que decidan asumirlo, que no alberguen duda alguna de que la sanción estará a la altura de su reto. La corrupción está corroyendo las entrañas del Estado de Derecho.
Este libro es un grito de repulsa de unos juristas preocupados por el Estado que garantiza nuestras libertades, en definitiva, preocupados por nuestros derechos, asaltados por el robo de los recursos públicos, y por la quiebra de la legitimidad de las instituciones que los protege.
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