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¿Por qué la corrupción es un problema español y no catalán?

Ilustración Datos CIS. Elaboración propia


La corrupción no tiene color político, pero lo tiene. En cuanto hecho, hay tanta corrupción en partidos de derechas como de izquierdas. Me remito a los procesos judiciales. Aún resuena el eslogan del PSOE: “cien años de honradez”; bien poco les duró. El PP está salpicado por numerosos casos. Incluso, la Fiscalía Anticorrupción ha pedido en el asunto Gürtel, al formular sus conclusiones, que el Partido Popular y la ex ministra Ana Mato sean condenados por lucrarse con la organización corrupta. Serían considerados, de prosperar la petición, responsables civiles de los daños ocasionados por la corrupción.

La corrupción en el ámbito público se da en manos de cualquier autoridad, funcionario o empleado público que, disfrutando de un poder, sin control efectivo, puede, en el contexto institucional adecuado (impunidad, pero también complicidad), ejercerlo en beneficio propio o de un tercero, o de ambos, incumpliendo tanto la legalidad como traicionando el servicio al interés general.

En el marco del Estado democrático de Derecho, las ideologías convencionales (y mayoritarias) no actúan como estímulo. No las hay más o menos corruptas; es inconcebible que justifiquen la rapiña. No es un fenómeno estructural; en todo caso, reprobable y perseguible. Cuando desfallecen tanto la persecución como la indignación social, la corrupción se convierte en institucional, corrompiendo el Estado de Derecho. La democracia fenece.

Sin embargo, la corrupción sí que tiene color político. Es la coloración de la valoración que los ciudadanos hacen. Cuanto más de izquierdas es la auto-ubicación ideológica del encuestado, mayor será la apreciación de la importancia de la corrupción como problema de España. Así lo acreditan insistentemente los Barómetros del CIS.

En el del mes de octubre, la corrupción era un problema importante para el 28.3 % de los encuestados, este porcentaje se incrementaba, por encima de la media, en los autocalificados como de izquierda hasta centro izquierda (desde el 1 al 4, de la escala de 10). Y comienza a bajar desde el centro a la derecha (en esta última, escala 10, sólo era importante para el 20 % de los encuestados).

El poder y su principal atributo, en el imaginario colectivo, la corrupción, son atributos de la derecha. La izquierda lo sobrevalora. Es irrelevante que los casos también se den, con la misma frecuencia y gravedad, en Administraciones gobernadas por el PSOE. Por ejemplo, en una encuesta del año 2012 (Barómetro autonómico: Andalucía), la valoración era justa la contraria cuando se trataba de la corrupción en Andalucía. Era menos grave para los de izquierda (4 % de los ubicados a la izquierda, y 7,8 % de los de derecha).

Hay otra variable que igualmente colorea la valoración: el territorio. El caso catalán es ilustrativo. Encontramos que se produce una distancia considerable entre el número de imputados y la valoración de la importancia de la corrupción. Según la estadística del Consejo General del Poder Judicial, datos consolidados entre 1 de julio de 2015 a 30 de septiembre de 2016, Cataluña cuenta con el mayor número de personas acusadas o procesadas (210), en 17 procedimientos, por los delitos denominados genéricamente, de corrupción (prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, malversación, así como los delitos contra la ordenación del territorio y el urbanismo).

Sin embargo, la valoración de la gravedad de la corrupción en Cataluña es muy inferior a la de la corrupción en toda España. Mientras que en el Barómetro de octubre de 2017 era considerada como un problema relevante para España para el 28.3 % de los encuestados, en noviembre del mismo año, sólo lo era, en relación con los problemas de Cataluña, por el 6,6 % de los encuestados. Más de 20 puntos de diferencia. Excesivo a todas luces, cuando el dato objetivo es el del elevado número de investigados, algunos, como la familia Pujol, de enorme transcendencia política y mediática.

Vendría a acreditarse que la cuestión “nacional” y sus distintas derivadas lo ha venido tapando todo. La bandera, la “estelada”, está siendo utilizada, con enorme éxito, para desplazar más de 20 puntos la preocupación por la corrupción, precisamente, en la Comunidad con mayor número de acusados. La lógica más básica nos impulsaría a pensar todo lo contrario. A mayor número de casos, mayor preocupación. En Cataluña se rompe y notablemente. Es, hasta cierto punto, irrelevante.

Sin embargo, hay otro elemento más estructural, digamos. La relación entre la valoración de la importancia de la corrupción y la auto-calificación del sentimiento nacional en toda España.

Si cruzamos los datos del CIS en relación con la valoración del problema de la corrupción tanto en España como en Cataluña, y el sentimiento nacional de los encuestados, los resultados son interesantes. Hay una clara tendencia a apreciar la mayor gravedad de la corrupción en el ámbito nacional cuanto más se participe del gentilicio correspondiente, o sea, cuanto más del terruño se sienta el encuestado. En cambio, esa tendencia es justo a la inversa en el caso de Cataluña (y sospecho que en otras Comunidades) en relación con la corrupción territorial.

Si la corrupción es un problema nacional, más gravemente será valorado por aquél que se siente más del territorio que español. A sensu contrario, cuanto más españolista sea el encuestado (se sienta únicamente o más español), menos valorará la corrupción en el ámbito nacional. En el caso catalán, al menos, si es local o territorial, menos será valorada cuanto más territorial sea el sentimiento. La corrupción es sentida como un fenómeno nacional, no territorial. Parece como si la crítica a lo nacional se adornase del calificativo más degradante en términos políticos: la corrupción.

Estamos en el terreno de la apreciación, de la valoración. El terreno de la subjetividad. Cuando se suceden las noticias sobre irregularidades en las instituciones y de los políticos nacionales, más serán valoradas negativamente cuanto más de izquierdas sea aquél que las juzgue y menos español se sienta. El cruce de estas dos variables es complejo.

Las izquierdas y los nacionalistas se unen para fustigar al poder y a los políticos nacionales. Si éstos son salpicados por acusaciones de corrupción, habrá un altavoz ideológico y territorial que amplificará los hechos. Si, a pesar de esta advertencia, los gobernantes de la derecha siguen con sus errores, todos los males les son merecidos.

Siguen dando muestras de no entender que deben reduplicar su celo, incluso, más allá de lo exigible a otros, para acreditar que su gestión de los asuntos públicos es impoluta; que no ofrece margen a la impunidad; y que el castigo es presto y disuasorio. Siguen sin apreciar el sesgo ideológico y territorial de la corrupción.

(Expansión, 29 de octubre de 2017)

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