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Cuando la pasividad mató a la Constitución: sobre la alta inspección de educación


Se está convirtiendo en un lugar común hablar de la reforma de la Constitución. Cuando entramos en su cuadragésimo aniversario, numerosas propuestas se están presentando. La organización territorial está en el centro de los análisis. Se denuncian las insuficiencias, los problemas y los defectos; se ofrecen alternativas y soluciones. Sin embargo, pocos se están ocupando en mostrar aquello que, estando contemplado en la Constitución, los políticos se han entretenido en marginar. Me refiero a la Alta Inspección educativa del Estado.

La Constitución establece, en el artículo 27, que los poderes públicos deben inspeccionar el sistema educativo. El reparto competencial hizo posible que a las Comunidades les correspondiese la inspección ordinaria, mientras que al Estado la denominada Alta Inspección.

Fuente: Wikipedia

 Los Estatutos de Autonomía recogieron expresamente la competencia del Estado. Así, los del País Vasco (art. 16), Galicia (art. 31), Andalucía (art. 84), Asturias (art. 18), Cantabria (art. 28), La Rioja (art. 10), Murcia (art. 17), Valencia (art. 53), Canarias (art. 32), Navarra (art. 47) y Madrid (art. 29).

En coherencia con la distribución de competencias, todas las leyes estatales de Educación han contemplado la Alta Inspección. Desde la Ley orgánica 5/1980, pasando por las Leyes orgánicas 8/1985, 1/1990, 10/2002, hasta llegar a la vigente Ley orgánica 2/2006, de Educación. Las dos últimas leyes, la 10/2002 y la 2/2006, son ilustrativas de lo que quiero decir. La primera, obra de la mayoría del Partido Popular, especificó en qué consistía la alta inspección (art. 104).

La segunda, fruto de la mayoría socialista y con el respaldo de los nacionalistas vascos y catalanes, asume lo dispuesto en la anterior y detalla que a la alta inspección le compete comprobar, velar y verificar el cumplimiento de la legislación del Estado en cuanto a modalidades, etapas, ciclos y especialidades de enseñanza; la inclusión e impartición de los aspectos básicos de los currículos; las condiciones para la obtención de los títulos correspondientes y de sus efectos académicos o profesionales; e, incluso, la adecuación de la concesión de las subvenciones y becas.

A la Alta Inspección se le atribuye, además, una competencia singularmente relevante: “velar por el cumplimiento de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos y deberes en materia de educación, así como de sus derechos lingüísticos” (art. 105).

El elenco de competencias debería ser suficiente para evitar los abusos denunciados en las escuelas. El Estado no ha hecho nada para impedirlos cuando tiene reconocidas, insisto, por una la ley fruto de la mayoría socialista (con el apoyo nacionalista), que el PP no ha reformado, ni con su mayoría absoluta, las competencias adecuadas.

Los políticos saben perfectamente cómo desactivar las competencias “incómodas”: se les encarga su ejercicio a un “enano organizativo”, sin medios, sin recursos y aplastado por una jerarquía que no está interesada en lo que investiga, descubre y denuncia. La versión moderna "Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento" (Álvaro de Figueroa y Torres, primer Conde de Romanones): ponga en la Constitución lo que quiera que ya me encargaré de hacerlo inviable.

Este proceder lo vemos en distintos ámbitos: ¿cómo es posible que el órgano encargado de velar por el respeto del régimen de incompatibilidades y de conflictos de intereses de, por ejemplo, el Presidente del Gobierno, los Ministros y los Secretarios de Estados tenga rango de dirección general? O, ¿es razonable, en relación con la Educación, que las competencias de la Alta Inspección estén en manos de una jefatura de servicio inserta en las delegaciones de Gobierno en cada una de las Comunidades Autónomas? Salvo en la Biblia, David no puede ganar al Goliat organizativo.

La Constitución es objeto de críticas, algunas, merecidas. Menos son las que se vierten contra los políticos que han decidido desactivar sus determinaciones con fines no precisamente confesables. ¿De qué sirven unas competencias si quien las ejerce no cuenta con la fuerza y naturaleza organizativa adecuadas? Desde 1980 no se ha querido regular la organización y el régimen de personal de la Alta Inspección. La inactividad es, también, una forma de hacer política, en este caso, además, a complacencia de los nacionalistas.

La Alta Inspección debe estar en manos de aquél que quiera y pueda ejercerla porque disfruta del estatus organizativo apropiado. Una fórmula organizativa que garantizaría, además, su despolitización, sería la de la autoridad administrativa independiente, regulada, con carácter general, en la legislación administrativa. Es la propuesta presentada por Ciudadanos y cuya toma en consideración fue rechazada por el Congreso de los Diputados, impidiendo que pudiera ser objeto de discusión y debate en el seno del correspondiente procedimiento legislativo. Ni discutirla quieren. No es sorprendente.

Los distintos Gobiernos del PP y del PSOE han renunciado a regular la Alta Inspección para evitar incomodar a las Comunidades con la “desagradable” tarea de supervisar el cómo cumplen con la legislación de Educación y, en particular, con las condiciones básicas que garantizan la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos y deberes educativos, así como de sus derechos lingüísticos en la enseñanza.

La Constitución ofrece un instrumento que está contemplado en la legislación de Educación desde el año 1980 y que por razones políticas ha sido desactivado. El resultado es la impunidad con la que se violentan los derechos más básicos de los españoles; no se garantiza la igualdad en el ejercicio de sus derechos y deberes; así como tampoco el disfrute de los derechos lingüísticos. Es la Ley, es la Constitución, no es la ensoñación de utopistas revolucionarios.

Que la Constitución necesita reformas, no lo dudo, pero la más importante es que se cumpla. Y para cumplirla no necesitamos reformarla. Necesitamos la voluntad decidida de que sus determinaciones no sean piezas de escaparate, sino las reglas básicas que ordenan nuestra convivencia y, sobre todo, garantizan la igualdad de derechos de todos los españoles en cualquier rincón del territorio nacional.

(El Mundo, 31 de enero de 2018)

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