“Los Presupuestos Generales del Estado constituyen la expresión cifrada, conjunta y sistemática de los derechos y obligaciones a liquidar durante el ejercicio por cada uno de los órganos y entidades que forman parte del sector público estatal”. Ésta es la definición que nos ofrece la Ley General Presupuestaria, Ley 47/2003 (art. 32).
En el proyecto de Ley presentado por el Gobierno se prevé que el gasto ascenderá en 2018 a 451.118,99 millones de euros, lo que supone un incremento del 1,5% respecto a las cuentas de 2017.
El destino de ese gasto condicionará la económica de España. Y también la de millones de personas. El ministro Cristóbal Montoro ha afirmado que la renta de más de 13 millones de personas depende de la aprobación del proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado.
La importancia material y política de la Ley de presupuestos, explica su singularidad formal. Es una Ley, y sólo a las Cortes le corresponde su aprobación, pero, en cambio, sólo al Gobierno le compete la formulación de su proyecto, así como la de cualquier proyecto de Ley que aumente los gastos o reduzca los ingresos respecto del presupuesto aprobado.
Además, cuenta éste con un poder de vetar la tramitación parlamentaria de cualquier proposición o enmienda que modifique el presupuesto vigente, incrementando los gastos o reduciendo los ingresos (art. 134.6 Constitución).
Los presupuestos son un campo de juego donde se equilibran, en virtud de respectivos contrapesos, los poderes del legislativo y del ejecutivo.
La reciente Sentencia del Tribunal Constitucional de 12 de abril se enfrenta a la delicada cuestión del alcance del poder de veto del Gobierno. El Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo apoya han venido interpretando de manera generosa ese poder. Bastaba con que el Gobierno hiciera indicación de las consecuencias presupuestarias que podía tener la iniciativa para que se impidiese la tramitación parlamentaria.
Los excesos, al final, acaban generando una corrección que puede ser igualmente excesiva. Es la Ley de la bipolaridad de los errores de Bachelard.
En el presente contexto político, en el que el Gobierno está sostenido por una exigua y cambiante mayoría, en definitiva, el de un Gobierno en minoría, se está produciendo y se seguirán produciendo correcciones a los excesos cometidos.
La Mesa del Congreso de los Diputados acordó tramitar una proposición de ley del grupo parlamentario socialista que suspendía la entrada en vigor de la LOMCE (ley de educación). El Gobierno entendió que afectaba a los ingresos previstos en el presupuesto y, ante la negativa a atender el veto, suscitó ante el Tribunal Constitucional un conflicto entre órganos constitucionales.
Se puede decir que la doctrina del Tribunal cambiará, incluso, radicalmente, la práctica hasta ahora seguida. Cambia el poder de veto del Gobierno. Lo objetiva: “el Gobierno debe justificar de forma explícita la adecuada conexión entre la medida que se propone y los ingresos y gastos presupuestarios. Esta conexión debe ser directa e inmediata, actual, por tanto, y no meramente hipotética. Debe además referirse al Presupuesto en particular, sin que pueda aceptarse un veto del Ejecutivo a proposiciones que, en el futuro, pudieran afectar a los ingresos y gastos públicos, pues ello supondría un ensanchamiento de la potestad de veto incompatible con el protagonismo que en materia legislativa otorga a las Cámaras la propia Constitución (art. 66 CE).”
Ésta es la conclusión. A partir de ahora, el veto del Gobierno sólo podrá ser atendido por el Congreso si está debidamente motivado; la medida cuya tramitación se pretende vetar, supone un incremento del gasto o una reducción de los ingresos por relación a partidas específicas o concretas del presupuesto vigente.
¿Cuál será la consecuencia? Veremos cómo se tramitan y aprueban proposiciones de Ley que suponen, más probablemente, un incremento del gasto. Los políticos, en particular, los de las izquierdas, tienen una concepción “generosa” de los caudales públicos, cuando están en la oposición.
La indisciplina presupuestaria estaría habilitada. Ésta podría ser la apreciación inicial. Sin embargo, el Gobierno sigue reteniendo el poder exclusivo de presentar proyectos de ley que modifiquen el presupuesto vigente; y el posible incremento de gasto sólo podrá referirse al futuro, o sea, a partir de la entrada en vigor del nuevo presupuesto.
Como el nuevo presupuesto se ha de aprobar por obra de una nueva Ley cuyo proyecto, necesariamente, sólo lo puede presentar el Gobierno, éste podría aprovechar esta circunstancia para incluir la modificación o derogación de lo aprobado mediante la nueva y posterior Ley de presupuestos.
Por lo tanto, en la práctica supone, por un lado, que el Gobierno deberá justificar muy bien el veto y, por otro, que los grupos de oposición, prevaliéndose de la mayoría que tienen en el Congreso, aprobarán incrementos de gastos para el siguiente periodo presupuestario, pero como deberán ejecutarse mediante unos nuevos presupuestos, el Gobierno podría aprovechar para proponer la derogación del incremento. El equilibrio se vuelve más inestable, pero se mantiene, aunque de otra manera.
(Expansión, 24/04/2018)
En el proyecto de Ley presentado por el Gobierno se prevé que el gasto ascenderá en 2018 a 451.118,99 millones de euros, lo que supone un incremento del 1,5% respecto a las cuentas de 2017.
El destino de ese gasto condicionará la económica de España. Y también la de millones de personas. El ministro Cristóbal Montoro ha afirmado que la renta de más de 13 millones de personas depende de la aprobación del proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado.
La importancia material y política de la Ley de presupuestos, explica su singularidad formal. Es una Ley, y sólo a las Cortes le corresponde su aprobación, pero, en cambio, sólo al Gobierno le compete la formulación de su proyecto, así como la de cualquier proyecto de Ley que aumente los gastos o reduzca los ingresos respecto del presupuesto aprobado.
Además, cuenta éste con un poder de vetar la tramitación parlamentaria de cualquier proposición o enmienda que modifique el presupuesto vigente, incrementando los gastos o reduciendo los ingresos (art. 134.6 Constitución).
Los presupuestos son un campo de juego donde se equilibran, en virtud de respectivos contrapesos, los poderes del legislativo y del ejecutivo.
La reciente Sentencia del Tribunal Constitucional de 12 de abril se enfrenta a la delicada cuestión del alcance del poder de veto del Gobierno. El Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo apoya han venido interpretando de manera generosa ese poder. Bastaba con que el Gobierno hiciera indicación de las consecuencias presupuestarias que podía tener la iniciativa para que se impidiese la tramitación parlamentaria.
Los excesos, al final, acaban generando una corrección que puede ser igualmente excesiva. Es la Ley de la bipolaridad de los errores de Bachelard.
En el presente contexto político, en el que el Gobierno está sostenido por una exigua y cambiante mayoría, en definitiva, el de un Gobierno en minoría, se está produciendo y se seguirán produciendo correcciones a los excesos cometidos.
La Mesa del Congreso de los Diputados acordó tramitar una proposición de ley del grupo parlamentario socialista que suspendía la entrada en vigor de la LOMCE (ley de educación). El Gobierno entendió que afectaba a los ingresos previstos en el presupuesto y, ante la negativa a atender el veto, suscitó ante el Tribunal Constitucional un conflicto entre órganos constitucionales.
Se puede decir que la doctrina del Tribunal cambiará, incluso, radicalmente, la práctica hasta ahora seguida. Cambia el poder de veto del Gobierno. Lo objetiva: “el Gobierno debe justificar de forma explícita la adecuada conexión entre la medida que se propone y los ingresos y gastos presupuestarios. Esta conexión debe ser directa e inmediata, actual, por tanto, y no meramente hipotética. Debe además referirse al Presupuesto en particular, sin que pueda aceptarse un veto del Ejecutivo a proposiciones que, en el futuro, pudieran afectar a los ingresos y gastos públicos, pues ello supondría un ensanchamiento de la potestad de veto incompatible con el protagonismo que en materia legislativa otorga a las Cámaras la propia Constitución (art. 66 CE).”
Ésta es la conclusión. A partir de ahora, el veto del Gobierno sólo podrá ser atendido por el Congreso si está debidamente motivado; la medida cuya tramitación se pretende vetar, supone un incremento del gasto o una reducción de los ingresos por relación a partidas específicas o concretas del presupuesto vigente.
¿Cuál será la consecuencia? Veremos cómo se tramitan y aprueban proposiciones de Ley que suponen, más probablemente, un incremento del gasto. Los políticos, en particular, los de las izquierdas, tienen una concepción “generosa” de los caudales públicos, cuando están en la oposición.
La indisciplina presupuestaria estaría habilitada. Ésta podría ser la apreciación inicial. Sin embargo, el Gobierno sigue reteniendo el poder exclusivo de presentar proyectos de ley que modifiquen el presupuesto vigente; y el posible incremento de gasto sólo podrá referirse al futuro, o sea, a partir de la entrada en vigor del nuevo presupuesto.
Como el nuevo presupuesto se ha de aprobar por obra de una nueva Ley cuyo proyecto, necesariamente, sólo lo puede presentar el Gobierno, éste podría aprovechar esta circunstancia para incluir la modificación o derogación de lo aprobado mediante la nueva y posterior Ley de presupuestos.
Por lo tanto, en la práctica supone, por un lado, que el Gobierno deberá justificar muy bien el veto y, por otro, que los grupos de oposición, prevaliéndose de la mayoría que tienen en el Congreso, aprobarán incrementos de gastos para el siguiente periodo presupuestario, pero como deberán ejecutarse mediante unos nuevos presupuestos, el Gobierno podría aprovechar para proponer la derogación del incremento. El equilibrio se vuelve más inestable, pero se mantiene, aunque de otra manera.
(Expansión, 24/04/2018)
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