Benito Pérez Galdós, canario universal, en Trafalgar, el volumen con el que inició los Episodios Nacionales, narra, con su maestría, el surgimiento del sentimiento patriótico en Gabriel Araceli, el protagonista, justo en el momento anterior al comienzo de la batalla. “Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma”
Y añade: “Hasta entonces la patria se me presentaba en las personas que gobernaban la nación … pero en el momento que precedió al combate comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche y saca de la oscuridad un hermoso paisaje”.
Fuente: Wikipedia |
El sentimiento narrado por Galdós no puede ser ajeno a los acontecimientos vividos por el autor en la España del año 1873. La caída de la breve monarquía de Amadeo I y la proclamación de la primera República española. En momentos convulsos, sobresalen sentimientos, como el patriótico, el cual, como lo describiera Nussbaum, es un sentimiento fuerte que tiene en la nación su objeto.
Es una forma de amor. Se ama para compartir, para unir, especialmente, en los momentos en los que los peligros acechan. Cuando las amenazas se ciernen sobre “nosotros” , el sentimiento de unión y de pertenencia aflora; y mayor capacidad de cohesión despliega. Es el engrudo que une frente a la adversidad, al infortunio. La guerra fue la que hizo surgir en Araceli el sentimiento. Del mismo modo en que lo fueron en Galdós las turbulencias de la caída de la monarquía y la instauración de la república.
Entre nosotros han sido muy turbulentos tanto el patriotismo como la nación. Hasta el día de hoy se duda de uno y de otra. No hay sentimiento porque no hay conciencia y no la hay porque no hay nación. Sólo hay Estado. Una fría institución burocrática a la que rendimos nuestras obligaciones, cada vez más odiosas. El sentimiento, la conciencia y la nación se reservan sólo para el País Vasco y Cataluña, así como, tal vez, Galicia. Lo demás, provincias o regiones.
Y, de repente, las banderas engalanan nuestros balcones. Nadie lo ha pedido. Una reacción espontánea. Algunos, en su ignorancia, afirman que es el despertar del fascismo, en versión hispana: el franquismo. Desconocen tanto el fascismo como el franquismo. Más desconocen qué es España, la nación, la conciencia y el sentimiento nacional. Más desconocen el patriotismo.
La chispa del cambio que se está produciendo es el reto secesionista en Cataluña. Desde que surgió como movimiento político relevante, a fines del siglo XIX, lo han venido intentando y lo seguirán haciendo. Es una suerte de problema irresoluble respecto del cual, según Ortega, sólo cabe la conllevanza. Siempre estará ahí.
Algo ha cambiado. El problema sigue ajustado a unas coordenadas históricas cada vez más anticuadas. Quienes han cambiado han sido España y los españoles. No somos los mismos. Cuando el secesionismo intentó avanzar en su proyecto, el contexto fue siempre el de la debilidad del Estado. Era su oportunidad.
España ha tenido a lo largo de los siglos XIX y XX tres problemas centrales: democracia, atraso y organización territorial. Se puede afirmar, sin rubor, que los dos primeros se han conseguido solucionar. España es una democracia avanzada y moderna. Una de las naciones prósperas del mundo.
Ortega afirmaba, en 1910, que si España era el problema, Europa su solución. Lo hemos conseguido. Europa es la solución. Nunca antes en nuestra Historia, la Unión Europea no sólo no ha estado ajena a nuestros problemas territoriales, sino que se ha colocado al lado de los españoles para certificar que España es una democracia avanzada y moderna. Que aquellos se deben resolver conforme a nuestro Derecho. Que no hay otro atajo.
El único camino es el Estado de Derecho. Los españoles conocemos estas circunstancias. Es muy elocuente que el incremento en la preocupación por la independencia de Cataluña no nos haya hecho cambiar ni un ápice, ni nuestra españolidad incluyente, ni nuestra organización territorial del Estado.
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