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De la corneta al megáfono

España es uno de los países más seguros del mundo. Y, sin embargo, la seguridad es objeto de una encendida polémica. Una de las dimensiones del bienestar, según todas las clasificaciones al uso, es la relativa a la seguridad.

En el reciente trabajo de Herrero, Villar y Soler (Las facetas del bienestar, Fundación BBVA, 2018), en la categoría seguridad, España está por encima de la media de la OCDE. La sensación de seguridad es superior, por ejemplo, a la de Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Países Bajos y Portugal. No hay, por lo tanto, un problema de “inseguridad”. Es otro.

La seguridad es considerada una “amenaza” a la libertad. Y, sin embargo, España disfruta de una “democracia plena”, según el Democracy Index 2017, la clasificación de la Unidad de Inteligencia de The Economist.

La relación seguridad y libertad siempre ha sido conflictiva. La repetida frase de Benjamin Franklin («Aquellos que renunciarían a una libertad esencial para comprar un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad y acabarán perdiendo ambas») se suele citar para expresar ese conflicto. En realidad, se refiere a la tensión entre lo esencial (libertad) y lo no esencial, en tanto que momentáneo (seguridad). Lo esencial no puede sacrificarse en el altar de lo fugaz; lo eterno no puede inmolarse a cambio de lo efímero. ¿Es la seguridad insubstancial?

Entre nosotros, se afirma que “la protección de la seguridad ciudadana y el ejercicio de las libertades públicas constituyen un binomio inseparable, y ambos conceptos son requisitos básicos de la convivencia en una sociedad democrática”. Así se proclamaba en la Exposición de motivos de la primera ley de seguridad ciudadana de la democracia, la Ley de 1992 (Gobierno socialista).

En la vigente, de 2015 (Gobierno popular), se repite que “la seguridad ciudadana es la garantía de que los derechos y libertades reconocidos y amparados por las constituciones democráticas puedan ser ejercidos libremente por la ciudadanía y no meras declaraciones formales carentes de eficacia jurídica.” “la seguridad ciudadana [es] uno de los elementos esenciales del Estado de Derecho”.

Una unanimidad formal que no puede ocultar la intensidad de la polémica política. No conseguimos enterrar al dictador.

La seguridad se convierte en orden y el orden en tiranía. Su muerte en la cama parece arrastrarnos a sufrir una culpa permanente. Freud hablaba de matar al padre como requisito de madurez; en la España actual, algunos no han superado esa fase infantil; se empeñan en matar al tirano como camino de su “maduración” política. Un empeño vano: el tirano está muerto y el querer matarlo lo “revive”. Se crea un bucle que conduce a la melancolía, a la inmadurez y a la estupidez.

David Runciman habla de los “peligros de la paz”. El Estado es una invención para conjurar la violencia; su éxito ha sido tal que la política ha sido marginalizada. La estabilidad produce desafección. “Los ciudadanos protegidos de las amenazas más terribles que entraña la violencia, empiezan a perder interés en la política, un mero ruido de fondo en la vida.” Hasta que despiertan.

La seguridad es el terreno propio para movilizar, para espabilar, para acabar con el sesteo,… A tal fin, la comunicación política es esencial. Los ciudadanos sólo digieren mensajes muy simples.

El debate sobre la seguridad ciudadana se convierte en el atropello a las libertades que representa la “mordaza” o la “patada a la puerta”. La Ley de seguridad es la Ley mordaza o la de la patada a la puerta. Es secundaria la certeza o la corrección de esa afirmación. Es el terreno propicio para la demagogia y el sectarismo: el populismo.

La Ley orgánica 5/2011 de seguridad ciudadana ha alcanzado notoriedad política y social por la tabla de infracciones y sanciones que incluye. Enumera 44 tipos de infracciones que, a su vez, pueden desglosarse en otras. El resultado es un elenco muy importante de conductas que podrían ser merecedoras de sanciones que van desde los 100 euros hasta los 600.000 euros.

Es razonable que, en una sociedad democrática, se discutan cuáles deberían ser las conductas merecedoras de castigo. Son las prohibidas y que, por lo tanto, delimitan la libertad. Ahora bien, ¿forma parte de la libertad “el consumo o la tenencia ilícitos de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, …, en lugares, vías, establecimientos públicos o transportes colectivos”?

Éste es uno de los tipos infractores más sancionados. En el año 2016, según el último informe publicado por el Ministerio del Interior, el importe total de las sanciones impuestas por este concepto fue de más de 61 millones, sobre un total de 89 millones.

Por lo tanto, si nos atenemos a los datos, la “Ley mordaza” debería llamarse “Ley contra el consumo de drogas en lugares públicos”.

Sin embargo, lo que realmente molesta, no es la “restricción” a la libertad en relación con el consumo público de drogas, sino las infracciones a la autoridad. Es notable el error cometido por el legislador. Se ha querido proteger a los agentes de la policía incorporando un elenco de tipos que han provocado la irritación ciudadana, provocando un cuestionamiento general de la Ley.

La desobediencia o la resistencia a la autoridad o sus agentes, y la negativa a identificarse (infracción grave), así como la falta de respeto y consideración (infracción leve), suman, según los datos que comento, sanciones por importe de 10,5 millones. Es el cuarto rubro más importante, casi empatado con el de las sanciones en materia de armas y explosivos.

El trato a los agentes de la autoridad es tan peligroso como las armas y explosivos. Esta podría ser otra conclusión, por lo demás, indeseable. No me parece mal que se tipifiquen estas conductas; ahora bien, el que tengan la importancia cuantitativa que indico, es la demostración de que algo falla.

Algo que está más allá del Derecho. O bien los agentes están extremando su celo bajo el amparo de estos tipos infractores o bien los ciudadanos no son conscientes (ni responsables) de la importancia del papel que desarrollan. Tampoco es descartable que las dos afirmaciones sean ciertas e, incluso, se retroalimentan.

Una de las enmiendas que Unidos Podemos ha presentado “contra” la Ley de Seguridad Ciudadana es la mejor demostración de la demagogia sectaria que comento.

La enmienda consiste en obligar a la policía a advertir, utilizando un megáfono, de la inminencia del uso de la fuerza para proceder a la disolución de la concentración ilegal. Nos dicen que es una mejora técnica y, además, en la dirección de reforzar la protección de los derechos de los ciudadanos.

Ramón Casas, La carga. Fuente: Wikipedia

La ley de orden público de la República (1933) incluía los toques de atención que la ley franquista (1959) mantuvo como requisito de intimación antes de pasar a usar la fuerza para disolver las concentraciones o manifestaciones.

En el Reglamento orgánico de la Policía Gubernativa de 1930 (art. 539) se regulaba que se hacía a “toque de corneta”.

La ley de 1992 pasó a un recatado “aviso” (art. 17), que en la vigente ley se mantiene e, incluso, se dispone que se puede hacer de manera verbal si la urgencia de la situación lo hiciera imprescindible (art. 23).

Ahora se nos dice que lo moderno (y respetuoso con los derechos) es el megáfono. Es, según parece, una solución tecnológicamente más avanzada que la corneta, pero, menos “artística”.

La poética de la carga policial a golpe de corneta se debe substituir por el megáfono. Aunque podrían alegar que la substitución consigue conjurar el riesgo de que, si las “unidades actuantes” no contasen con el “artista” capacitado, la concentración acabase por el “desafino”.

En el plano de lo transcendente, como argumentara Amartya Sen, es muy difícil alcanzar un acuerdo. Sen lo refería a la justicia, pero es aplicable a otros valores como la seguridad. “El carácter absoluto de lo transcendentalmente correcto … no ayuda a la elección entre políticas alternativas”. No ayuda a encontrar soluciones.

Lo transcendente jerarquiza; es lo de lo categórico; lo que debe primar sobre todo lo demás. O Seguridad o Libertad; o papá o mamá. Así expuesto, no hay solución posible.

Resulta llamativo que en un ámbito en el que la necesidad es indudable (salvo para aquellos que creen en el buen salvaje y en las libertades naturales), no se pueda alcanzar consensos que sirvan para administrar, conforme a los principios básicos de la razonabilidad y la proporcionalidad, las prohibiciones, incluidas las merecedoras de castigo, para la adecuada garantía de los derechos.

En nuestro país, uno de los más seguros del mundo, llamar al sentido común y a la sensatez en materia de seguridad ciudadana es, lamentablemente, revolucionario pero imprescindible.

(El Mundo, 13 de marzo de 2018)
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