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Corrupción institucionalizada


El denominado caso Palau, del que el pasado lunes conocimos la Sentencia, es, en realidad, el caso de un régimen de corrupción institucionalizada.

Bajo el término “institutionally corrupt”, L. Lessing, ha teorizado sobre lo que ha denominado como un régimen en el que la corrupción forma parte de su maquinaria de funcionamiento. No es, exactamente, el pago o contrapartida por cierto beneficio derivado del ejercicio de una determinada función, sino el aceite que hace posible que todos los engranajes del poder funcionen. La dádiva se convierte en un elemento más del régimen. Lessing está pensando en la democracia norteamericana. En las películas, se narra cómo los lobistas hacen llegar a los congresistas los sobornos que necesitan para sus costosísimas campañas electorales.

Nuestra democracia de partidos los ha convertido en la pieza central de la corrupción. En todos los casos que conocemos, se roba para el partido o en nombre del partido. El caso Palau nos vuelve a presentar otro ejemplo, el de Convergencia y su sucesor legal, el PdeCAT.

La mecánica estaba perfectamente diseñada y organizada: si se querían conseguir adjudicaciones de obras, había que pagar al partido, a través de su tesorero. Éste, utilizando los mecanismos internos, transmitía a la Administración adjudicadora, a quién se debía favorecer. El importe a abonar por las empresas era el 4 % del monto de la adjudicación. El partido se quedaba con una parte (2,5 %) y el comisionista (Millet y Montull) con el resto. La dirección del Palau de la Música Catalana permitía encubrir los pagos como patrocinio cultural.

¿Cuántos Millet y Montull había y hay en Cataluña y en otras partes de España que hacen de intermediarios/conseguidores de una u otra Administración según el color político correspondiente?

Las cartas cruzadas entre los “tres vértices del entramado criminal” (pág. 434) son demoledoras por su expresividad.

El director general de la empresa (Ferrovial) le indica a Millet “te adjunto las dos aperturas en las que estamos muy bien situados … que deberíamos apretar sobre ellas …, ya que en todo el año no hemos tenido más que 270 mill. de adjudicación. Habría que hacer un esfuerzo y “presión” para estas adjudicaciones” (pág. 420).

Millet se queja al tesorero de Convergencia, de que “estamos quedando mal, que no se está cumpliendo lo prometido; “en estos momentos estamos en deuda” (pág. 423).

Y, por último, Millet se dirige al primero, reclamando unos pagos “que tú ya conoces y que tenemos que cubrir”; que “estamos quedando muy mal, puesto que no podemos atender los compromisos que tenemos adquiridos y que tú ya conoces”; le pide que “resuelva este tema… ya que si no, voy a tener problemas” (pág. 426).

Los “tres vértices del entramado criminal” que funcionan alentados por el común interés. El tráfico de influencia “se produce en el marco de una atmósfera de sutiles lazos y mensajes, donde las influencias y recomendaciones fluyen por discretos y opacos canales que permiten garantizar el éxito de su objetivo y a la vez permanecer ocultos a los ojos de extraños” (pág. 473). Hasta que una de las piezas tiene un comportamiento que alerta; que enciende las alarmas.

El escándalo estalló en julio del año 2009. Ya con anterioridad (año 2002) hubo denuncias, ante la Agencia tributaria, “del alto grado de corrupción” en el Palau, con importantes datos del comportamiento de sus directivos, que no fueron atendidas (pág. 254).

La codicia de Millet y de Montull terminó por poner a las autoridades ante la pista de que algo irregular se debía estar produciendo: “en el curso del programa de comprobación que la Oficina Nacional de Investigación del Fraude de la Agencia Estatal de Administración Tributaria inició en el año 2007 respecto de operaciones bancarias realizadas en efectivo con billetes de alta denominación (billetes de 500 Euros) en el ejercicio 2003, se detectaron varias operaciones de retirada de cuantiosos fondos realizadas por la Fundació y la Associació, más de 1.700.000 euros la primera y cerca de 600.000 euros la segunda” (pág. 111).

Esta circunstancia obligó al cambio de operativa: las facturas falsas (“facturas Convergentes”, pág. 282). El partido se prestó a ayudar en la operativa (facilitando, incluso, la plantilla para elaborar facturas a nombre de una empresa vinculada al tesorero, pero inactiva). Al margen, las donaciones a la fundación del partido (resulta “ilógico” que el Palau hiciera donaciones a una fundación de partido cuando necesitaba atraer financiación: pág. 398).

Al menos, desde 1999 hasta 2009, está acreditado el funcionamiento del régimen corrupto. Incluso, hay pruebas de que ya funcionaba con anterioridad (pág. 348): adjudicaciones en el año 1986 (pág. 410).

En el año 1984, Jordi Pujol, con plena conciencia de su mendacidad, afirmaba desde el balcón del Palau de la Generalitat, como respuesta a la querella presentada por la Fiscalía en el asunto Banca Catalana, que “en adelante, de ética y moral hablaremos nosotros. No ellos". Y hablaron de ética y moral, ciertamente, la de la corrupción.

El mercado de la contratación pública en Cataluña era y es muy importante, en consonancia con el tamaño de la economía catalana (casi el 19 % del PIB nacional). Si el “peaje” que había que pagar era la dádiva al partido de la Administración adjudicadora, se pagaba. Ninguna empresa se atrevió, ni se atreve, a romper la “omertá”. Las perjudicadas no se atreven a denunciar, ante la esperanza y el convencimiento de que les “tocará” en otra. El silencio les beneficia porque la tarta es lo suficientemente grande para que haya para todas. Quien rompa la regla, quedará excluida, de todas y para siempre. Ninguna queja pública.

“Desde principios de 1999, hasta julio de 2009, el total de comisiones satisfechas por Ferrovial a Convergència Democràtica de Catalunya, ascendió, como mínimo, a 6.676.105’58 euros” (pág. 126). En el mismo periodo “el total de comisiones satisfechas por Ferrovial a Félix Millet y Jordi Montull por su “mediación”, ascendió, como mínimo, a 3.505.895’37 euros” (pág. 140). A su vez, la empresa, fue beneficiaria de adjudicaciones, en el seno de uniones con otras empresas, de casi 190 millones de euros, pero sólo se ha podido acreditar que, en virtud del pacto criminal, lo fue, hasta diciembre de 2003, por importe de 133.139.711’78 euros (pág. 123).

De los “tres vértices del entramado criminal”, sólo han sido castigados dos, el partido, y los comisionistas. Al margen de consideraciones formales, algo se debe estar haciendo rematadamente mal en nuestro sistema punitivo cuando no se puede actuar sobre los tres. Si los tres son imprescindibles para la comisión de los delitos, los tres deberían participar, con la responsabilidad que les corresponda, en el castigo. El mensaje que se manda es muy equivocado. Es un aspecto que debe ser corregido para que las señales sean las correctas.

Y, por otro, se debe poner fin a la omertá. La corrupción es un “acto social”. Cuando participan tantos, siempre habrá alguien, llevado por unas u otras consideraciones, que estará dispuesto a denunciar si tuviese la protección adecuada, e, incluso, el beneficio o premio. La denuncia se produjo, pero no fue atendida.

No existe la autoridad adecuada que investigue los hechos denunciados. Es otro de los aspectos a corregir para poner fin a un régimen que institucionaliza la corrupción. Nos jugamos mucho. La corrupción corroe el Estado de Derecho.

(Expansión, 23 de enero de 2018)

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