F. Savater ha sentenciado que «el populismo es la democracia de los ignorantes». Después del resultado de las elecciones italianas, pero, también, de la eterna noticia que representa Trump y sus últimas medidas, nos volvemos a enfrentar al populismo.
Es una manifestación de algo más profundo. Millones de personas no se han vuelto locas y, en un arrebato de estupidez, han decidido votarles.
En un artículo publicado este viernes en The Washington Post, Jordan Kyle y Yascha Mounk se preguntaban por qué es tan difícil acabar con el movimiento populista. Hacen un repaso de cómo se ha mantenido en numerosos países, y ahora en Estados Unidos, a pesar de sus evidentes y escandalosas insuficiencias, contradicciones e ignorancias. Llegan a la conclusión de que no va a desaparecer. La esperanza de la derrota de Trump se desvanece. Las mismas preguntas se hacen en Italia, en Alemania, en Francia, y, en España.
“Busca revancha, pero no reforma”, nos advierte Savater. Revancha contra todo aquello que suponga un límite a la realización de los “sueños” vendidos a los electores; el sueño es sueño porque no se puede hacer realidad y no se puede hacer realidad porque hay instituciones, dicen, que lo impiden; son, paradójicamente, la garantía de la permanencia del “estado hipnótico” de los votantes que sostiene a los populistas en el poder.
Es ilustrativo que uno de sus temas favoritos son los jueces. De ellos, Trump y Puigdemont tienen la misma opinión. Los dos han repetido las mismas afirmaciones negativas e, incluso despectivas, contra los jueces. Puigdemont se ha preguntado: “¿Es más importante un juez que dos millones de catalanes?”; “¿por qué un juez, que no ha votado nadie, puede decidir que Jordi Sánchez no puede ser investido por el Parlament elegido democráticamente?”.
Una vez marcada la diana, los demás, incluido Torrent, el presidente del Parlament, se han lanzado a denigrarlos. Este ha afirmado: “No permitiremos que quien decida el president sean los jueces” Y, a continuación, pide respeto para la Cámara; el mismo respeto que ha desconocido a la independencia del poder judicial.
De este coro forma parte Berlusconi que ya en el pasado calificó el sistema judicial como una “patología de nuestra democracia”; “los jueces son una patología italiana”. Salvini, el exitoso líder de la Liga, ha mostrado también su crítica hacia los jueces pidiendo, incluso, su elección popular.
Es la misma lógica que ha conducido a Podemos a sostener que “la elección [de magistrados, jueces y fiscales] deberá producirse [entre personas] comprometidas con el programa del Gobierno del Cambio”. O sirven al Gobierno o no podrán ser elegidos.
Como en la república catalana en la que la elección del presidente del Tribunal Supremo corresponde al presidente de la república (art. 66 Ley de transitoriedad jurídica) o que todos los nombramientos de las altas magistraturas son propuestos por una “comisión mixta” de políticos y jueces (art. 72).
La función esencial del Poder judicial es garantizar el cumplimiento de la Ley, para lo que han de controlar el poder, sin límite o restricción de ningún tipo.
Los jueces sólo obedecen a la Ley, sólo a la Ley y nada más que la Ley. Cuando los Magistrados Llarena y Lamela adoptan las resoluciones por todos conocidas, sólo están cumpliendo con su función, la que la Constitución les asigna. Y no se pueden rendir a la pleitesía de los populistas porque, entre otras cosas, no serían jueces, serían meros instrumentos en manos de los políticos.
Los populistas tienen los mismos objetivos en todos los lugares del mundo: imponer su suprema voluntad, libre de límites y controles. La excusa: la realización de la voluntad del pueblo; la realidad: mantenerse en el poder. Que tengan éxito e, incluso, se resistan a desaparecer, depende de la desafección de los ciudadanos respecto del Estado democrático de Derecho.
David Remnick en The New Yorker se interrogaba sobre el reto que supone Trump para las instituciones de la democracia liberal (“stress test”). Las instituciones son las que tienen que probar su resistencia frente al populismo. No es un problema de instituciones; lo es, fundamentalmente, de los actores que les dan vida. Es significativo que el populismo, su éxito, se mide por la derrota de los grandes y tradicionales partidos.
“Busca revancha, pero no reforma”. Sus partidarios tienen claro qué es lo que no quieren (políticos corruptos; partidos corruptos; régimen corrupto); aquello con lo que quieren acabar. Pero con revancha y sólo revancha no se pueden solucionar los problemas. Entre los españoles va calando esta idea. Tal vez, es una de las diferencias que nos distancia de otras naciones.
Superado el tiempo del odio y el rencor, fundamentalmente por la crisis económica, ahora toca gobernar; toca ofrecer proyectos, propuestas y soluciones dentro de un reformado y rejuvenecido marco del Estado democrático de Derecho; para que siga siendo el contexto institucional en el que, con garantías, podamos ejercer nuestros derechos y libertades. Un marco de Ley y Jueces independientes; lo que no quieren los populistas, ni los que se cubren con barretina.
(Expansión, 14 de marzo de 2018)
Es una manifestación de algo más profundo. Millones de personas no se han vuelto locas y, en un arrebato de estupidez, han decidido votarles.
En un artículo publicado este viernes en The Washington Post, Jordan Kyle y Yascha Mounk se preguntaban por qué es tan difícil acabar con el movimiento populista. Hacen un repaso de cómo se ha mantenido en numerosos países, y ahora en Estados Unidos, a pesar de sus evidentes y escandalosas insuficiencias, contradicciones e ignorancias. Llegan a la conclusión de que no va a desaparecer. La esperanza de la derrota de Trump se desvanece. Las mismas preguntas se hacen en Italia, en Alemania, en Francia, y, en España.
“Busca revancha, pero no reforma”, nos advierte Savater. Revancha contra todo aquello que suponga un límite a la realización de los “sueños” vendidos a los electores; el sueño es sueño porque no se puede hacer realidad y no se puede hacer realidad porque hay instituciones, dicen, que lo impiden; son, paradójicamente, la garantía de la permanencia del “estado hipnótico” de los votantes que sostiene a los populistas en el poder.
Es ilustrativo que uno de sus temas favoritos son los jueces. De ellos, Trump y Puigdemont tienen la misma opinión. Los dos han repetido las mismas afirmaciones negativas e, incluso despectivas, contra los jueces. Puigdemont se ha preguntado: “¿Es más importante un juez que dos millones de catalanes?”; “¿por qué un juez, que no ha votado nadie, puede decidir que Jordi Sánchez no puede ser investido por el Parlament elegido democráticamente?”.
Una vez marcada la diana, los demás, incluido Torrent, el presidente del Parlament, se han lanzado a denigrarlos. Este ha afirmado: “No permitiremos que quien decida el president sean los jueces” Y, a continuación, pide respeto para la Cámara; el mismo respeto que ha desconocido a la independencia del poder judicial.
De este coro forma parte Berlusconi que ya en el pasado calificó el sistema judicial como una “patología de nuestra democracia”; “los jueces son una patología italiana”. Salvini, el exitoso líder de la Liga, ha mostrado también su crítica hacia los jueces pidiendo, incluso, su elección popular.
Es la misma lógica que ha conducido a Podemos a sostener que “la elección [de magistrados, jueces y fiscales] deberá producirse [entre personas] comprometidas con el programa del Gobierno del Cambio”. O sirven al Gobierno o no podrán ser elegidos.
Como en la república catalana en la que la elección del presidente del Tribunal Supremo corresponde al presidente de la república (art. 66 Ley de transitoriedad jurídica) o que todos los nombramientos de las altas magistraturas son propuestos por una “comisión mixta” de políticos y jueces (art. 72).
La función esencial del Poder judicial es garantizar el cumplimiento de la Ley, para lo que han de controlar el poder, sin límite o restricción de ningún tipo.
Los jueces sólo obedecen a la Ley, sólo a la Ley y nada más que la Ley. Cuando los Magistrados Llarena y Lamela adoptan las resoluciones por todos conocidas, sólo están cumpliendo con su función, la que la Constitución les asigna. Y no se pueden rendir a la pleitesía de los populistas porque, entre otras cosas, no serían jueces, serían meros instrumentos en manos de los políticos.
Los populistas tienen los mismos objetivos en todos los lugares del mundo: imponer su suprema voluntad, libre de límites y controles. La excusa: la realización de la voluntad del pueblo; la realidad: mantenerse en el poder. Que tengan éxito e, incluso, se resistan a desaparecer, depende de la desafección de los ciudadanos respecto del Estado democrático de Derecho.
David Remnick en The New Yorker se interrogaba sobre el reto que supone Trump para las instituciones de la democracia liberal (“stress test”). Las instituciones son las que tienen que probar su resistencia frente al populismo. No es un problema de instituciones; lo es, fundamentalmente, de los actores que les dan vida. Es significativo que el populismo, su éxito, se mide por la derrota de los grandes y tradicionales partidos.
“Busca revancha, pero no reforma”. Sus partidarios tienen claro qué es lo que no quieren (políticos corruptos; partidos corruptos; régimen corrupto); aquello con lo que quieren acabar. Pero con revancha y sólo revancha no se pueden solucionar los problemas. Entre los españoles va calando esta idea. Tal vez, es una de las diferencias que nos distancia de otras naciones.
Superado el tiempo del odio y el rencor, fundamentalmente por la crisis económica, ahora toca gobernar; toca ofrecer proyectos, propuestas y soluciones dentro de un reformado y rejuvenecido marco del Estado democrático de Derecho; para que siga siendo el contexto institucional en el que, con garantías, podamos ejercer nuestros derechos y libertades. Un marco de Ley y Jueces independientes; lo que no quieren los populistas, ni los que se cubren con barretina.
(Expansión, 14 de marzo de 2018)
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