Más de 100 profesores de Derecho penal en contra de la prisión permanente revisable. Más del 80 por 100 de los españoles a favor de la prisión permanente revisable. Nunca se había ilustrado de manera más extrema el conflicto entre intelectuales y ciudadanos.
El papel de los intelectuales es contribuir al debate social aportando su saber técnico; lo enriquecen contribuyendo con razones basadas en sus saberes. Cuanto más rico sea el debate, mayor probabilidad de acierto o, al menos, mayor legitimidad. Todas las razones, todos los conocimientos, todas las sensibilidades, todos los intereses, … garantía de corrección, acierto y legitimidad.
Según el Diccionario de la Lengua Española, el intelectual es la persona “dedicada preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. La dedicación a las ciencias y a las letras les hace disfrutar de una posición de ventaja en relación con el conocimiento de tales ciencias y letras. Ahora bien, el tener un conocimiento, usualmente, profundo e intenso, no le da un plus de legitimidad en el debate público.
F. Savater ha afirmado que "Los intelectuales somos como las putas: vivimos de gustarle a la gente". “Nadie quiere dejar de gustarle a una mayoría”, ha afirmado. Y concluye, “hay una cobardía generalizada en España, también entre los intelectuales”, que hace a los eruditos “arrastrarse” con tal de no perder adeptos. “Esa es la enfermedad que los intelectuales han desarrollado en este país”.
Y llegan los profesores de Derecho penal y se enfrentan al parecer inmensamente mayoritario de los ciudadanos. Un ejercicio de valentía o de desconocimiento. Probablemente, ni eran conscientes del rechazo y, aún menos, podían sospechar que los dioses, con su arbitraria decisión de sacrificar a los inocentes para darnos lecciones a los demás, iban a crear una terrible situación en la que sus palabras cobrarían un especial protagonismo.
“¿Qué se creen?”, hemos oído “¿Quiénes son ellos para darnos lecciones?” En este mismo periódico he leído que frente al criterio técnico, se contrapone el deseo social. Y es la sociedad la que decide.
Si, por una vez, los intelectuales dejan de actuar como “la más vieja profesión del mundo”, se debería alabar.
Probablemente, es la sociedad la que no ha entendido cuál es el papel de los intelectuales. Probablemente, porque no han sabido explicárselo. Manifiestos llenos de arrogancia han podido transmitir la equivocada impresión de que solo ellos están legitimados para decidir. ¿La “democracia” de los intelectuales o supervisada por los intelectuales?
La prensa, también, ha buscado convertir la opinión de los profesores en juicios definitivos que decantan la báscula en un sentido u otro.
En el caso del Derecho, más inadecuada es la presunción de corrección; la arrogancia de la infalibilidad. Al ser una técnica social específica basada en la amenaza de la sanción, como la definiera Kelsen, el conocimiento intelectual no puede alcanzar el grado de ciencia.
Los juristas no somos científicos del Derecho; somos intelectuales del Derecho. Disfrutamos de un conocimiento especializado sobre esta técnica tan singular, pero nuestras opiniones no se pueden imponer como la de los científicos, porque no pueden ser elevadas a incontrovertibles.
La grandeza de la reflexión jurídica es que es esencialmente discursiva, en el seno de proceso o procedimientos deliberativos, como son, en última instancia, los judiciales. Se confrontan razones y se decide en virtud de razones.
Muy lejos de la infalibilidad, de la verdad absoluta e incontestable. Frente a los argumentos de unos, los de otros. Frente al manifiesto de los profesores, las razones de los otros. Y, al final, que decida el único que tiene legitimidad para decidir, el poder legislativo.
Es significativo que, cuando el Tribunal Constitucional despliega su función de control, es negativa, como tantas veces se ha dicho. Es un legislador negativo. Señala lo que no se ajusta a la Constitución; lo que es contrario a la Constitución. Así debe resultar de un juicio en el que sobresalga, sin género de duda, que lo decidido por el legislador se opone, frontalmente, a los dictados de la Constitución. En caso contrario, ante la duda, la presunción es de constitucionalidad.
Es la muestra de los límites del Derecho en relación con la política y, en última instancia, la democracia. El Derecho y, en particular, la Constitución, o marca límites claros que hagan deducir, conforme a la lógica, que cualquier decisión, en particular, del legislador, se le opone frontalmente, o no cabe deducir ninguna tacha de ilegalidad o inconstitucionalidad.
La Constitución no prescribe cómo debe ser la democracia, sino que nos dice cómo no debería ser. La definición positiva corresponde a los poderes surgidos de los ciudadanos. Si no hay una razón jurídica fuerte de oposición, los poderes políticos, democráticos, en el contexto de un Estado democrático de Derecho, tienen la legitimidad de decidir qué es lo que más conveniente al interés general. Son sus únicos intérpretes y prescriptores. La Constitución sólo puede establecer límites infranqueables que no pueden ser tan estrechos para convertirse en la cárcel de la democracia y, en particular, del pluralismo.
Cuando se habla de blindar en la Constitución una u otra cuestión, consigna repetida por las izquierdas, en realidad, se está defendiendo crear los barrotes de la cárcel en la que limitar, reducir o eliminar la voluntad democrática de los ciudadanos. Encerrando a la democracia en una cárcel no se consigue más democracia, sino menos democracia.
La Constitución no es la cárcel de la democracia. En los Estados democráticos de Derecho, se ha comprendido que uno de sus valores esenciales es el pluralismo político, como sentencia nuestra Constitución. El pluralismo les da vida, a pesar de las prescripciones de los profesores de Derecho.
(Expansión, 20 de marzo de 2018)
El papel de los intelectuales es contribuir al debate social aportando su saber técnico; lo enriquecen contribuyendo con razones basadas en sus saberes. Cuanto más rico sea el debate, mayor probabilidad de acierto o, al menos, mayor legitimidad. Todas las razones, todos los conocimientos, todas las sensibilidades, todos los intereses, … garantía de corrección, acierto y legitimidad.
Según el Diccionario de la Lengua Española, el intelectual es la persona “dedicada preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. La dedicación a las ciencias y a las letras les hace disfrutar de una posición de ventaja en relación con el conocimiento de tales ciencias y letras. Ahora bien, el tener un conocimiento, usualmente, profundo e intenso, no le da un plus de legitimidad en el debate público.
F. Savater ha afirmado que "Los intelectuales somos como las putas: vivimos de gustarle a la gente". “Nadie quiere dejar de gustarle a una mayoría”, ha afirmado. Y concluye, “hay una cobardía generalizada en España, también entre los intelectuales”, que hace a los eruditos “arrastrarse” con tal de no perder adeptos. “Esa es la enfermedad que los intelectuales han desarrollado en este país”.
Y llegan los profesores de Derecho penal y se enfrentan al parecer inmensamente mayoritario de los ciudadanos. Un ejercicio de valentía o de desconocimiento. Probablemente, ni eran conscientes del rechazo y, aún menos, podían sospechar que los dioses, con su arbitraria decisión de sacrificar a los inocentes para darnos lecciones a los demás, iban a crear una terrible situación en la que sus palabras cobrarían un especial protagonismo.
“¿Qué se creen?”, hemos oído “¿Quiénes son ellos para darnos lecciones?” En este mismo periódico he leído que frente al criterio técnico, se contrapone el deseo social. Y es la sociedad la que decide.
Si, por una vez, los intelectuales dejan de actuar como “la más vieja profesión del mundo”, se debería alabar.
Probablemente, es la sociedad la que no ha entendido cuál es el papel de los intelectuales. Probablemente, porque no han sabido explicárselo. Manifiestos llenos de arrogancia han podido transmitir la equivocada impresión de que solo ellos están legitimados para decidir. ¿La “democracia” de los intelectuales o supervisada por los intelectuales?
La prensa, también, ha buscado convertir la opinión de los profesores en juicios definitivos que decantan la báscula en un sentido u otro.
En el caso del Derecho, más inadecuada es la presunción de corrección; la arrogancia de la infalibilidad. Al ser una técnica social específica basada en la amenaza de la sanción, como la definiera Kelsen, el conocimiento intelectual no puede alcanzar el grado de ciencia.
Los juristas no somos científicos del Derecho; somos intelectuales del Derecho. Disfrutamos de un conocimiento especializado sobre esta técnica tan singular, pero nuestras opiniones no se pueden imponer como la de los científicos, porque no pueden ser elevadas a incontrovertibles.
La grandeza de la reflexión jurídica es que es esencialmente discursiva, en el seno de proceso o procedimientos deliberativos, como son, en última instancia, los judiciales. Se confrontan razones y se decide en virtud de razones.
Muy lejos de la infalibilidad, de la verdad absoluta e incontestable. Frente a los argumentos de unos, los de otros. Frente al manifiesto de los profesores, las razones de los otros. Y, al final, que decida el único que tiene legitimidad para decidir, el poder legislativo.
Es significativo que, cuando el Tribunal Constitucional despliega su función de control, es negativa, como tantas veces se ha dicho. Es un legislador negativo. Señala lo que no se ajusta a la Constitución; lo que es contrario a la Constitución. Así debe resultar de un juicio en el que sobresalga, sin género de duda, que lo decidido por el legislador se opone, frontalmente, a los dictados de la Constitución. En caso contrario, ante la duda, la presunción es de constitucionalidad.
Es la muestra de los límites del Derecho en relación con la política y, en última instancia, la democracia. El Derecho y, en particular, la Constitución, o marca límites claros que hagan deducir, conforme a la lógica, que cualquier decisión, en particular, del legislador, se le opone frontalmente, o no cabe deducir ninguna tacha de ilegalidad o inconstitucionalidad.
La Constitución no prescribe cómo debe ser la democracia, sino que nos dice cómo no debería ser. La definición positiva corresponde a los poderes surgidos de los ciudadanos. Si no hay una razón jurídica fuerte de oposición, los poderes políticos, democráticos, en el contexto de un Estado democrático de Derecho, tienen la legitimidad de decidir qué es lo que más conveniente al interés general. Son sus únicos intérpretes y prescriptores. La Constitución sólo puede establecer límites infranqueables que no pueden ser tan estrechos para convertirse en la cárcel de la democracia y, en particular, del pluralismo.
Cuando se habla de blindar en la Constitución una u otra cuestión, consigna repetida por las izquierdas, en realidad, se está defendiendo crear los barrotes de la cárcel en la que limitar, reducir o eliminar la voluntad democrática de los ciudadanos. Encerrando a la democracia en una cárcel no se consigue más democracia, sino menos democracia.
La Constitución no es la cárcel de la democracia. En los Estados democráticos de Derecho, se ha comprendido que uno de sus valores esenciales es el pluralismo político, como sentencia nuestra Constitución. El pluralismo les da vida, a pesar de las prescripciones de los profesores de Derecho.
(Expansión, 20 de marzo de 2018)
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