Michel de Montaigne (1533 – 1592) afirmaba que “las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes. Éste es el fundamento místico de su autoridad; no tienen otro”. En el Antiguo Régimen era suficiente y, además, imprescindible porque las leyes “a menudo están hechas por necios, las más de las veces por gente que, por odio a la igualdad, carece de equidad, pero siempre por hombres, autores vanos e inciertos.”
Y concluía Montaigne: “nada es tan grave, extensa y habitualmente falible como las leyes. Quien las obedezca porque son justas, no las obedece justamente por el motivo correcto”.
Hoy no basta con que sea ley; la “mística” ha superado a su autor para recalar en el pueblo. En el Estado democrático de Derecho, la ley se obedece, incluso, a pesar de los vicios denunciados por Montaigne, por una razón que es algo más e, incluso, importante que la ley misma: la legitimidad democrática.
Un conflicto tradicional e irresuelto es el de legalidad versus legitimidad. En las coordenadas del Antiguo Régimen, como Montaigne sentencia, no era “aconsejable” adentrarnos en los autores y en sus legitimidades, porque la desobediencia podía encontrar un poderoso argumento. No es el caso de la ley en el Estado democrático de Derecho. Tiene legalidad y legitimidad.
Como ha recordado el Tribunal Constitucional, no hay otra legitimidad que dentro de la Constitución. En la importante Sentencia 31/2010, de 28 de junio, el Tribunal recordó que las normas (y en general todas las decisiones de los poderes políticos obedientes, ex artículo 9 CE, a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico) sólo pueden encontrar la legitimidad “que resulta de la Constitución proclamada por la voluntad de la Nación española”.
Es, en definitiva, el “principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1.2 de la Constitución, y que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política” (Sentencia del Tribunal Constitucional 6/1981, de 16 de marzo).
Los independentistas y, en general, los nacionalistas han intentado y seguirán intentando contraponer la legitimidad democrática de la Constitución con la legitimidad de “su” demos, de su nación, delimitada quirúrgicamente a la medida del resultado preestablecido: los buenos y los malos catalanes; los auténticos y los cipayos, colonos, traidores o, en suma, los españoles.
El pueblo, medido según el criterio nacionalista, sectario y excluyente, tendría el derecho a decidir. El marketing político crea un derecho que sirve para sintetizar las reivindicaciones alrededor de un eslogan que, por su simplicidad, garantice el éxito. ¿A quién se le puede negar que pueda decir sobre su futuro? El éxito mediático es incuestionable.
Ahora bien, más en el ámbito interno que en el externo. Fuera de nuestras fronteras no se comprende ni se admite que una región de un Estado europeo pueda decidir unilateralmente sobre su continuidad como parte de dicho Estado. Es más, si se generalizase, Europa tendría un problema gravísimo.
Como ha afirmado el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, "Si Cataluña se independiza, otros harían lo mismo. Y no quiero una UE de 98 Estados". Una UE "que en 15 años podría tener 98 Estados" sería ingobernable: "Ya es difícil con 28, con 27 [tras el Brexit] no será fácil, pero con 98 sería imposible".
Pero ¿qué decir de la “persecución de las ideas políticas” o del “encarcelamiento de los presos políticos”? El secesionismo está transformando su mensaje al compás de los acontecimientos. Ahora es la libertad de las ideas, la libertad de expresión, la libertad ideológica y de pensamiento. En definitiva, su marketing y su activismo se están centrando en el corazón mismo de la democracia.
Esta estrategia está más pensada en el actor exterior que en el interior. Que en España se persiguen ideas políticas nos puede parecer disparatado. Si así fuese, los “perseguidos” no serían 20 y, además, no habría cárceles suficientes para encerrar a todos los enemigos de la unidad de la nación española. En cambio, puede tener éxito fuera de nuestras fronteras.
La internacionalización del “conflicto” internacionaliza el lenguaje para adaptarlo a los destinatarios, a los oyentes que son los ciudadanos de los países de la Unión. La diferencia entre un “huido” de la Justicia y un “exiliado” de la Justicia es más tenue de lo que jurídicamente se podría sospechar. La frontera la marca la “sospecha”, el prejuicio.
Hay un riquísimo caldo de cultivo. María Elvira Roca ha expuesto que todos los Imperios sufren de “Imperiofobia”. El dominado no quiere serlo. Contra el dominador, contra el imperio, todo vale. No parece discutible que todavía siga latente la imperiofobia contra España. No es una cuestión “personal”; no es una crítica a los españoles; es la derivada objetiva contra cualquier forma de imperio. Y que seguirá estando presente cuando un imperio ha tenido tantos siglos de duración y ha marcado tanto y tan profundamente la historia de la Humanidad.
Este nuevo escenario puede complicar enormemente la gestión interna de la crisis. El Estado de Derecho está afrontando razonablemente bien el golpe de Estado secesionista. Incluso, me atrevo a pronosticar que, por primera vez, se romperá con el complejo de inferioridad que soportamos. La democracia española puede gestionar con mecanismos democráticos el más grave intento de ruptura constitucional desde la Guerra Civil. Y con éxito.
No será suficiente. Los socios europeos entienden, comparten y defienden que el Estado democrático de Derecho español actúe contra los golpistas. Es la primera trinchera contra los golpistas nacionalistas en otros lares de la Unión. Pero esta comprensión dependerá de que sus ciudadanos entiendan que en España no se persiguen las ideas políticas.
Nos puede parecer absurdo, pero es un mensaje tendencialmente exitoso, no sólo porque hay un caldo de cultivo, sino porque es un mensaje simple, ilustrado por el poder de las imágenes de la nefasta gestión del 1-O. A veces lo evidente, no es tan evidente.
No basta con tener razón, te la tienen que dar, dice un viejo aforismo jurídico. Es imprescindible la movilización ciudadana, en todos los ámbitos, con las instituciones del Estado al frente, para demostrar a nuestros conciudadanos europeos que en España, como Estado democrático de Derecho, no se persiguen ideas; se persigue sólo, y no es poco, a los golpistas. Y que dejarles sin castigo es sentar un precedente que perjudicaría a todos los Estados de la Unión.
Como afirmara Blaise Pascal (1623 – 1662), una “Justicia impotente, no es Justicia”. Los que han infringido tan gravemente el marco constitucional utilizando, incluso, la violencia, deben ser castigados.
Sería lamentable que las fronteras interiores de la Unión se volvieran a construir para proteger a los responsables de delitos tan graves. Sería un retroceso que comprometería, incluso, el futuro de la Unión. Los delincuentes son delincuentes, se vistan o no con ropajes supuestamente democráticos. Europa está en juego. Y nuestra democracia, también.
(Expansión, 3 de abril de 2018)
Fuente: Wikipedia |
Y concluía Montaigne: “nada es tan grave, extensa y habitualmente falible como las leyes. Quien las obedezca porque son justas, no las obedece justamente por el motivo correcto”.
Hoy no basta con que sea ley; la “mística” ha superado a su autor para recalar en el pueblo. En el Estado democrático de Derecho, la ley se obedece, incluso, a pesar de los vicios denunciados por Montaigne, por una razón que es algo más e, incluso, importante que la ley misma: la legitimidad democrática.
Un conflicto tradicional e irresuelto es el de legalidad versus legitimidad. En las coordenadas del Antiguo Régimen, como Montaigne sentencia, no era “aconsejable” adentrarnos en los autores y en sus legitimidades, porque la desobediencia podía encontrar un poderoso argumento. No es el caso de la ley en el Estado democrático de Derecho. Tiene legalidad y legitimidad.
Como ha recordado el Tribunal Constitucional, no hay otra legitimidad que dentro de la Constitución. En la importante Sentencia 31/2010, de 28 de junio, el Tribunal recordó que las normas (y en general todas las decisiones de los poderes políticos obedientes, ex artículo 9 CE, a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico) sólo pueden encontrar la legitimidad “que resulta de la Constitución proclamada por la voluntad de la Nación española”.
Es, en definitiva, el “principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1.2 de la Constitución, y que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política” (Sentencia del Tribunal Constitucional 6/1981, de 16 de marzo).
Los independentistas y, en general, los nacionalistas han intentado y seguirán intentando contraponer la legitimidad democrática de la Constitución con la legitimidad de “su” demos, de su nación, delimitada quirúrgicamente a la medida del resultado preestablecido: los buenos y los malos catalanes; los auténticos y los cipayos, colonos, traidores o, en suma, los españoles.
El pueblo, medido según el criterio nacionalista, sectario y excluyente, tendría el derecho a decidir. El marketing político crea un derecho que sirve para sintetizar las reivindicaciones alrededor de un eslogan que, por su simplicidad, garantice el éxito. ¿A quién se le puede negar que pueda decir sobre su futuro? El éxito mediático es incuestionable.
Ahora bien, más en el ámbito interno que en el externo. Fuera de nuestras fronteras no se comprende ni se admite que una región de un Estado europeo pueda decidir unilateralmente sobre su continuidad como parte de dicho Estado. Es más, si se generalizase, Europa tendría un problema gravísimo.
Como ha afirmado el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, "Si Cataluña se independiza, otros harían lo mismo. Y no quiero una UE de 98 Estados". Una UE "que en 15 años podría tener 98 Estados" sería ingobernable: "Ya es difícil con 28, con 27 [tras el Brexit] no será fácil, pero con 98 sería imposible".
Pero ¿qué decir de la “persecución de las ideas políticas” o del “encarcelamiento de los presos políticos”? El secesionismo está transformando su mensaje al compás de los acontecimientos. Ahora es la libertad de las ideas, la libertad de expresión, la libertad ideológica y de pensamiento. En definitiva, su marketing y su activismo se están centrando en el corazón mismo de la democracia.
Esta estrategia está más pensada en el actor exterior que en el interior. Que en España se persiguen ideas políticas nos puede parecer disparatado. Si así fuese, los “perseguidos” no serían 20 y, además, no habría cárceles suficientes para encerrar a todos los enemigos de la unidad de la nación española. En cambio, puede tener éxito fuera de nuestras fronteras.
La internacionalización del “conflicto” internacionaliza el lenguaje para adaptarlo a los destinatarios, a los oyentes que son los ciudadanos de los países de la Unión. La diferencia entre un “huido” de la Justicia y un “exiliado” de la Justicia es más tenue de lo que jurídicamente se podría sospechar. La frontera la marca la “sospecha”, el prejuicio.
Hay un riquísimo caldo de cultivo. María Elvira Roca ha expuesto que todos los Imperios sufren de “Imperiofobia”. El dominado no quiere serlo. Contra el dominador, contra el imperio, todo vale. No parece discutible que todavía siga latente la imperiofobia contra España. No es una cuestión “personal”; no es una crítica a los españoles; es la derivada objetiva contra cualquier forma de imperio. Y que seguirá estando presente cuando un imperio ha tenido tantos siglos de duración y ha marcado tanto y tan profundamente la historia de la Humanidad.
Este nuevo escenario puede complicar enormemente la gestión interna de la crisis. El Estado de Derecho está afrontando razonablemente bien el golpe de Estado secesionista. Incluso, me atrevo a pronosticar que, por primera vez, se romperá con el complejo de inferioridad que soportamos. La democracia española puede gestionar con mecanismos democráticos el más grave intento de ruptura constitucional desde la Guerra Civil. Y con éxito.
No será suficiente. Los socios europeos entienden, comparten y defienden que el Estado democrático de Derecho español actúe contra los golpistas. Es la primera trinchera contra los golpistas nacionalistas en otros lares de la Unión. Pero esta comprensión dependerá de que sus ciudadanos entiendan que en España no se persiguen las ideas políticas.
Nos puede parecer absurdo, pero es un mensaje tendencialmente exitoso, no sólo porque hay un caldo de cultivo, sino porque es un mensaje simple, ilustrado por el poder de las imágenes de la nefasta gestión del 1-O. A veces lo evidente, no es tan evidente.
No basta con tener razón, te la tienen que dar, dice un viejo aforismo jurídico. Es imprescindible la movilización ciudadana, en todos los ámbitos, con las instituciones del Estado al frente, para demostrar a nuestros conciudadanos europeos que en España, como Estado democrático de Derecho, no se persiguen ideas; se persigue sólo, y no es poco, a los golpistas. Y que dejarles sin castigo es sentar un precedente que perjudicaría a todos los Estados de la Unión.
Como afirmara Blaise Pascal (1623 – 1662), una “Justicia impotente, no es Justicia”. Los que han infringido tan gravemente el marco constitucional utilizando, incluso, la violencia, deben ser castigados.
Sería lamentable que las fronteras interiores de la Unión se volvieran a construir para proteger a los responsables de delitos tan graves. Sería un retroceso que comprometería, incluso, el futuro de la Unión. Los delincuentes son delincuentes, se vistan o no con ropajes supuestamente democráticos. Europa está en juego. Y nuestra democracia, también.
(Expansión, 3 de abril de 2018)
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